...sus ajos azules muy pandes se abrieron...
Alfredo Le Pera
El día jueves 23 de abril de 1937 el sol
salió a las 5:50. Soplaban vientos leves de norte a sur, el cielo estaba
parcialmente nublado y la temperatura era de 14 grados centígrados. Nélida
Enriqueta Fernández durmió hasta las 7:45, hora en que su madre la despertó.
Nélida tenía el pelo dividido en mechones atados con tiras de papel,
mantenidos en su lugar por una redecilla negra que ceñía el cráneo entero. Una
enagua negra hacía las veces de camisón. Calzó un par de alpargatas viejas sin
talonera. Tardó 37 minutos en componer el peinado diario y maquillarse,
interrumpida por cinco mates que le alcanzó su madre. Mientras se peinaba pensó
en los entredichos del día anterior con la cajera de la tienda, en la inconveniencia
de desayunarse con café con leche acompañado de pan y manteca, en la languidez
de estómago que habría de sentir a las once de la mañana, en la conveniencia de
tener en el bolsillo un paquete de pastillas de menta, en el paso siempre
animado y rápido de la caminata a mediodía de vuelta a su casa, en los
forcejeos consabidos con Juan Carlos la noche anterior junto al portón de su
casa, y en la necesidad de quitar las manchas de barro de sus zapatos blancos
con el líquido apropiado. Al maquillarse pensó en las posibilidades seductoras
de su rostro y en las distintas opiniones escuchadas sobre el efecto positivo
o negativo del sombreado natural de las ojeras. A las 8:30 salió de su casa.
Vestía uniforme de algodón azul abotonado adelante, con cuello redondo y mangas
largas. A las 8:42 entró en la tienda «Al Barato Argentino». A las 8:45 estaba
en su puesto detrás de la mesa de empaquetar, junto a la cajera y su caja
registradora. Los demás empleados, veintisiete en total, también se dispusieron
a ordenar sus puestos de trabajo. A las 9 horas se abrieron las puertas al
público. La empaquetadora compuso su primer paquete a las 9:15, una docena y
media de botones para traje de hombre. Entre las 11 y las 12 debió apresurarse
para evitar que los clientes esperasen. Las puertas se cerraron a las 12 horas,
el último cliente salió alas 12:07. A las 12:21 Nélida entró a su casa, se lavó
las manos, notó que su padre —en el galpón del fondo afilando tijeras de podar—
la había visto llegar y había agachado la cabeza sin saludarla. Se sentó a la
mesa, de espaldas a la cocina a leña. Su padre entró a lavarse las manos en la
pileta ocupada por una cacerola sucia y le reprochó que la noche anterior se
hubiese despedido de Juan Carlos casi a medianoche, pese al viento frío,
conversando junto al portón desde las 22:00. Nélida tomó la sopa sin contestar,
su madre sirvió papas hervidas e hígado saltado. Cada uno tomó tres cuartos de
vaso de vino. Nélida dijo que la cajera no la había saludado al entrar a la
tienda, cortó algunos granos de un racimo de uvas y se recostó en su
habitación. Pensó en el gerente de la tienda, en el cuello duro desmontable
que usaba siempre, en la vendedora señalada como su amante, en la conveniencia
de encontrarlos en el sótano en actitud comprometedora para así poder
asegurarles su total discreción y hacerse acreedora a un favor, en el doctor
Aschero y su atractiva camisa médica de mangas cortas y martingala en la
espalda, en cómo le desfavorecía quitarse la camisa, en el batón de seda china
importada de la señora Aschero, en el uniforme gris de la sirvienta Rabadilla,
en el frente de la casa del doctor Aschero con zócalo de mármol negro de un
metro de altura contrastando con el revoque blanco del resto de la pared, en
el frente de ladrillos de la casa de Juan Carlos y en el patio con palmeras que
se divisaba desde la calle, en el cuello almidonado de la camisa a rayas de
Juan Carlos, en su queja de que el almidón le había irritado la piel del
cuello, en su pedido de que ella le besara la piel afectada, en los forcejeos
que siguieron, en la posibilidad de que Juan Carlos la abandonara en caso de
comprobar que había habido otro hombre en su vida, en la posibilidad de dejar
que Juan Carlos lo comprobara sólo pocas semanas antes del casamiento, en la
posibilidad de que Juan Carlos lo comprobara la noche de bodas, en la
posibilidad de que Juan Carlos la estrangulara en un hotel de Buenos Aires la
noche de bodas, en el olor a desinfectante del consultorio del doctor Aschero,
en el auto verde oliva del doctor Aschero, en la enferma que salvaron en una
chacra, en la luz del sol que entraba por la ventana y no la dejaba conciliar
el sueño, en el esfuerzo para levantarse de la cama y cerrar las persianas, en
el alivio que significa para la vista la habitación en penumbra. A las 13:30 su
madre la despertó con un mate dulce, a las 14 horas ya había recompuesto su
arreglo personal, a las 14:13 entraba en la tienda, agitada por la caminata a
paso cerrado. A las 14:15 se colocó puntualmente detrás de su mesa de
empaquetadora. Descubrió con sorpresa la existencia escasa de papel en rollo
mediano, buscó con la vista al gerente, no lo vio, inmóvil pensó en la
posibilidad de que el gerente pasara y no la viera en su puesto mientras ella
iba a buscar el repuesto necesario al sótano. La cajera no estaba sentada
todavía en su banquillo, Nélida bajó corriendo al sótano y no encontró el
repuesto. Al volver se enfrentó con el gerente quien inmediatamente llevó la
mano a la cintura y desenfundó el reloj de bolsillo con gesto severo. Dijo a
Nélida que llegaba tarde a su puesto. Nélida respondió que había ido a buscar
algo al sótano y no lo había encontrado, ya en su puesto le mostró el rollo con
poco papel. El gerente contestó que había suficiente papel para el día y que si
se le terminaba podía usar el rollo grande y calcular el ancho del rollo como
si fuera el largo del paquete a hacer. Sin mirar a Nélida agregó que era necesario
emplear el ingenio y ante todo estar en su puesto a la hora debida. Esto último
lo dijo de espaldas mientras se alejaba, para evitar contestación. A las 14:30
se abrieron las puertas de la tienda. Resultaron fáciles de resolver los
paquetes de cortes de género y de artículos de la sección «Mercería Fina» y
dificultosos los sombreros. Habitualmente el artículo que Nélida empaquetaba
con mayor placer era la oferta especial de una docena de botones tintineantes
cosidos a recortes cuadrados de cartón; en cambio temía a las macetas con
plantas de la nueva sección anexa «Vivero Siempreverde». Cambió palabras
amables con la clienta que observaba halagada su cuidado para no quebrar durante
el manipuleo del empaquetado la pluma del sombrero. La cajera intervino en la
conversación con observaciones lisonjeras, y al desaparecer la clienta miró la
cajera a Nélida por primera vez en el día y le dijo que el gerente era una
porquería. A las 18:55 comenzaron a cerrar las puertas de la tienda y a las
19:10 salió la última clienta con un paquete conteniendo un cierre relámpago y
la boleta correspondiente. Antes de retirarse Nélida dijo al gerente con
expresión impersonal que en el sótano no quedaban repuestos para rollo mediano
y salió sin esperar respuesta. El aire afuera estaba agradable y pensó que no
haría frío más tarde junto al portón de su casa. Al pasar por el bar «La Unión»
miró con displicencia aparente hacia el interior. Vio la cabeza desmelenada de
Juan Carlos de espaldas, en una mesa de cuatro donde se jugaba a los dados. Se
detuvo un instante esperando que Juan Carlos diera vuelta la cabeza. No
resistió el impulso de mirar hacia las otras mesas. El doctor Aschero tomaba un
aperitivo con un amigo y la estaba mirando. Nélida enrojeció y siguió
caminando. Su madre secaba el piso del baño y le dijo que quedaba poca agua
caliente porque su padre se acababa de bañar. Nélida preguntó malhumorada si
había limpiado bien la bañadera. Su madre le preguntó a su vez si la creía una
vieja sucia de rancho y le recordó que siempre al volver de la tienda le tenía
preparada la bañadera limpia. Nélida tocó con asco el pedazo de jabón para
lavar ropa del cual habría de servirse para su aseo. Se sumergió en la bañadera
semillena. Con sólo la cabeza fuera del agua pensó en un nuevo producto de la
sección «Regalos Distinguidos»: una caja ovalada de celofán incoloro llena de
tabletas traslúcidas verde esmeralda para perfumar las aguas de baño. Se alarmó
ante la posibilidad de que el jabón barato le dejara su olor a desinfectante en
la piel; el agua de la canilla ya salía fría cuando terminó de enjuagarse
cuidadosamente. Después de secarse olió sus manos y se tranquilizó, pensó en
que Juan Carlos no había querido ir más a bailar al Club Social los domingos a
la tarde prefiriendo llevarla al cine, pensó en que no tenía ninguna otra amiga
en el Club, pensó en Celina, en sus ojos verdes, pensó en los gatos de ojos
verdes, pensó en la posibilidad de hacerse amiga de un gato, amiga de una gata,
sobarle el lomo, pensó en una gata vieja con sarna, cómo curarle la sarna,
llevarle de comer, elegir el plato más bonito de la alacena y llenarlo de leche
fresca para una gata vieja sarnosa, pensó en que la madre de Juan Carlos
volviendo de la novena los saludó sin entusiasmo el domingo a la salida del
cine, pensó en la muerte natural o por accidente de la esposa de Aschero, en la
posibilidad de que Aschero la pidiese por esposa en segundas nupcias, en la
posibilidad de casarse con Aschero y abandonarlo después de la luna de miel, en
la cita que se daría con Juan Carlos en un refugio entre la nieve de Nahuel
Huapi, Aschero en el tren: en bata de seda sale del retrete y se dirige por el
pasillo hacia el camarote, golpea suavemente con los nudillos en la puerta,
espera en vano una respuesta, abre la puerta y encuentra una carta diciendo que
ella ha bajado en la estación anterior, que no la busque, mientras tanto Juan
Carlos acude a la cita y llega al refugio, la encuentra con pantalones negros
y pulóver negro de cuello alto, cabellera suelta rubia platinada, se abrazan,
Nélida finalmente se entrega a su verdadero amor. Nélida pensó en la
posibilidad de no secar el piso del baño. Después de vestirse lo secó. Su madre
comió las sobras del hígado saltado y Nélida una milanesa con ensalada de
lechuga y huevos duros. Su padre no se sentó a la mesa como era su costumbre
por la noche. A las 20:30 sintonizaron una estación de radio que transmitía un
programa de canciones españolas. Sin dejar de escuchar la madre levantó la
mesa, Nélida le pasó un trapo húmedo al hule e instaló su costurero y un
vestido al que faltaba confeccionar los ojales. A las 21:00 terminó el programa
español y comenzó una audición de recitados camperos. A las 21:20 Nélida
comenzó a retocar su peinado y maquillaje. A las 21:48 se instaló en la entrada
de la casa junto al portón. A las 22:05 divisó a Juan Carlos a una cuadra de
distancia. A las 22:20 Nélida y Juan Carlos vieron que la luz del dormitorio de
los padres estaba ya apagada. Dejaron la vereda y dieron unos pasos hacia
adentro. Nélida como de costumbre apoyó la espalda contra la columna metálica,
sostén del alero de chapas. Cerró los ojos como de costumbre y recibió en la
boca el primer beso de la noche. Sin darse cuenta decidió que si la viejita
mendiga del portal de la iglesia le ponía un puñal en la mano con gusto mataría
a Celina. Juan Carlos volvió a besarla, esta vez estrechándola muy fuerte con
los brazos. Nélida recibió caricias, más besos, un piropo y abrazos de variada
intensidad. Con los ojos cerrados le preguntó a Juan Carlos si estaba
aprovechando sus días de licencia para descansar y también le preguntó qué
había hecho esa tarde antes de ir al bar. Él no le contestó. Nélida abrió los
ojos al notar que él la soltaba y daba un paso hacia el cerco de ligustro,
prolijamente podado por su padre. Nélida abrió los ojos más aun al ver que Juan
Carlos estiraba una mano y arrancaba una rama, a continuación dijo que ella le
contaba todo lo que hacía y no veía la razón por la cual él no podía hacer lo
mismo. Juan Carlos repuso que los hombres necesitaban callar ciertas cosas.
Nélida le observó el cabello abundante con algunos mechones sueltos
metalizados por la luz blanca de una lamparita del alumbrado municipal colocada
en el medio de la calle, y sin saber por qué pensó en terrenos baldíos
cubiertos por matorrales y pastos curvados, iluminados a la noche por las
lamparitas del alumbrado municipal; Nélida le miró los ojos claros, no verdes
como los de Celina sino castaño claro, y sin saber por qué pensó en lujosos
jarros de miel; Juan Carlos cerró los ojos cuando ella le acarició la cabeza
despeinada y Nélida al verle las pestañas espesas y arqueadas pensó sin saber
por qué en alas de cóndor desplegadas; Nélida le miró la nariz recta, el bigote
fino, los labios gruesos, le pidió que le mostrara los dientes y sin saber por
qué pensó en casas de la antigüedad vistas en libros de texto con balaustradas
blancas y columnatas sombreadas altas y elegantes; Nélida le miró la nuez
colocada entre los dos fuertes músculos del cuello, y los hombros anchos, y
sin saber por qué pensó en los nudosos e imbatibles árboles de la pampa
bárbara: el ombú y el quebracho eran sus árboles favoritos. A las 23:20 Nélida
le permitió pasarle la mano por debajo de la blusa. A las 23:30 Juan Carlos se
despidió reprochándole su egoísmo. A las 23:47 Nélida terminó de dividir su
pelo en múltiples agrupaciones sujetas con papel. Antes de dormirse pensó en
que el rostro de Juan Carlos no tenía defectos.
El ya mencionado jueves 23 de abril de
1937 Juan Carlos Jacinto Eusebio Etchepare se despertó a las 9:30 cuando su
madre golpeó a la puerta y entró al cuarto. Juan Carlos no contestó a las
palabras cariñosas de su madre. La taza de té quedó sobre la mesa de luz. Juan
Carlos se abrigó con una bata y fue a cepillarse los dientes. El mal gusto de
la boca desapareció. Volvió a su habitación, el té estaba tibio, llamó a su
madre y pidió que se lo calentara. A las 9:55 tomó en la cama una taza de té casi
hirviente, con la convicción de que ese calor le haría bien al pecho. Pensó en
la posibilidad de beber constantemente cosas muy calientes y envolverse en
paños calientes, con los pies junto a una bolsa de agua caliente, la cabeza
envuelta en una bufanda de lana con únicamente la nariz y la boca descubiertas,
para terminar con la debilidad de su aparato respiratorio. Pensó en la
posibilidad de aguantar sofocado días y semanas en cama, hasta que el calor
seco terminase con la humedad de sus pulmones: la humedad y el frío hacían
brotar musgo de sus pulmones. Se volvió a dormir, soñó con ladrillos rojizos,
el pozo donde se mezclan los materiales para ladrillos, el pozo ardiente de la
cal, los ladrillos crudos blandos, los ladrillos en cocción, los ladrillos endurecidos
indestructibles, los ladrillos a la intemperie en la obra en construcción de la
Comisaría nueva, Pancho le mostraba una pila de ladrillos rotos inservibles que
se devuelven al horno para ser triturados y vueltos a cocer, Pancho le explicaba
que en una construcción no se desperdiciaba nada. Su madre lo despertó a las
12:00, Juan Carlos estaba sudando. Al levantarse se sintió muy debilitado. Le
preguntó a su madre si había agua caliente para bañarse y si tenía la barba muy
crecida para ir a la cita con el médico sin afeitarse. Su madre le contestó que
se afeitara ya, y que todos los días debería hacerlo al levantarse, y que la
noche anterior se había acostado muy tarde, y que a un muchacho como él lo
querrían lo mismo las chicas aunque no se afeitara momentos antes de ir a
verlas. Agregó que cuando retomara su trabajo en la Intendencia tendría que
acostumbrarse a dejar la cama un rato antes y afeitarse, porque era en su
trabajo donde tenía que lucir mejor y no por ahí noviando. En ese momento llegó
Celina con guardapolvo blanco de maestra y varios cuadernos debajo del brazo,
su madre cambió una mirada con ella y preguntó a Juan Carlos adónde había
estado la noche anterior hasta las tres de la mañana y si había perdido dinero
en el juego. Juan Carlos contestó que no había estado jugando. Su madre dijo
que entonces había estado con Nélida. Juan Carlos asintió. Su madre preguntó
cómo era posible que los padres la dejaran conversar en la vereda hasta las
tres de la mañana, y al no tener respuesta pidió a Juan Carlos que si quería
bañarse y afeitarse antes de almorzar por favor lo hiciera enseguida. A las
12:55 Juan Carlos salió del baño duchado, pero sin afeitarse. Al entrar al
comedor empezó a notar los síntomas de sus habituales acaloramientos. Su madre
y Celina estaban sentadas a la mesa. Juan Carlos se tomó de su silla, pensó en
volver al dormitorio y acostarse, ellas lo miraron, Juan Carlos se sentó. Sopa
de cabellos de ángel, después carne a la plancha y puré. El bife de Juan Carlos
era alto y jugoso, poco cocido, a su gusto. Al empezar a cortarlo ya sintió la
frente bañada de sudor. Su madre le dijo que se acostara, era peligroso
transpirar y después enfriarse. Juan Carlos no contestó y fue a su cuarto.
Pocos minutos después le llevaron la comida en una bandeja a la cama. Juan
Carlos halló que el bife estaba frío. Lo llevaron de nuevo a la plancha, Celina
lo dejó pocos segundos tocar el hierro de un lado y del otro para que no se
cociera demasiado. Juan Carlos lo encontró demasiado cocido. Su madre y Celina
estaban de pie en la habitación mirándolo, esperando alguna orden. Juan Carlos
les pidió que se fueran a terminar de almorzar. Sin ganas terminó su plato.
Cuando su madre entró con el postre, una manzana asada, Juan Carlos ya se
sentía mejor y dijo que antes de la serie de resfríos y bronquitis a veces se
había sentido muy acalorado después de una ducha, y que tanto él como el resto
de la familia se estaban sugestionando inútilmente. El almuerzo le sentó bien.
Su madre y Celina dormían la siesta, salió a la calle con la misma ropa del
almuerzo —pantalón de franela gris, camisa de lanilla a cuadros celestes,
pulóver de manga larga azul— más una campera de cuero marrón oscuro con cierre
relámpago. Esa prenda, típica de rico propietario de campo, por la calle
despertó reacciones variadas. Juan Carlos sonrió satisfecho al notar la mirada
despectiva de un dueño de panadería que conversaba en la vereda con un
proveedor. El sol templaba el aire pero a la sombra hacía frío. Juan Carlos
eligió la vereda soleada y abrió el cierre de la campera. A las 14:48 llegó a
«La Unión», el bar de más categoría. En una mesa tomaba café un hombre canoso
que lo saludó con alegría agitando la mano al verlo entrar. Juan Carlos aceptó
acompañarlo hasta un corral de hacienda a pocos kilómetros del pueblo, pero
antes ordenó un café y telefoneó: tratando de que no lo oyera nadie dio una
excusa falsa a la enfermera para cancelar la consulta. Juan Carlos pensó en la
posibilidad de que el médico después de revisarlo le dijese que la semana de
descanso le había sentado bien; en la posibilidad de que le impusiera prolongar
el descanso más allá de la semana siguiente, fin de su licencia; en la
posibilidad de que le impusiera descansar todo el invierno, como ya había
insinuado; en la posibilidad de que se hubiera descubierto un inmenso
malentendido de radiografías: aquella placa con una leve sombra en el pulmón
derecho no era la suya sino otra, la de un pobre condenado a morir después de
dos o tres años privándose de mujeres y demás juergas. A las 15:50 Juan Carlos
se paseaba bajo el sol por un terreno contiguo al corral en que su amigo
hablaba con los peones. El campo era de color marrón claro y oscuro, alrededor
de un tanque australiano crecían plantas enanas de manzanilla con tallo verde y
flor amarilla y blanca. Juan Carlos recordó que de niño siempre alguien le
decía que no masticara la flor de manzanilla, porque era venenosa. A las 16:15
el sol alumbraba menos y Juan Carlos pensó que de haber ido al consultorio a
esa hora el médico ya le habría dicho cómo estaba su salud. A las 16:30 su
amigo detuvo el coche frente a la obra en construcción de la Comisaría nueva
para que Juan Carlos descendiera. Se despidieron hasta más tarde en el bar.
Juan Carlos entró en la obra y preguntó a un albañil electricista dónde estaba
Pancho. En el futuro patio de la Comisaría tres obreros revocaban las paredes
del excusado y duchas para personal subalterno. Pancho le gritó que faltaban
solamente quince minutos para terminar la jornada, Juan Carlos se encogió de
hombros, Pancho le hizo un corte de manga y siguió trabajando pero pocos
segundos después corrió hasta él con la sensación de hacer una travesura y le
dio para que se entretuviera el juguete más codiciado por su amigo: un
cigarrillo. Juan Carlos fumó en la vereda, consciente de cada pitada. Una niña
casi adolescente pasó y lo miró. A las 16:55 los dos amigos llegaron al único
lugar donde Pancho se animaba a entrar en mameluco, un bar de fonda frente a la
estación del ferrocarril. Juan Carlos le preguntó si por seguir viviendo se
avendría a no tener más mujeres, a no tomar y a no fumar. Pancho le contestó
que no sacara otra vez ese tema y apuró la copita de grapa. Juan Carlos le dijo
que se lo preguntaba en serio. Pancho no contestó. Juan Carlos le iba a decir
algo más y se calló: que si tenía que renunciar a vivir como los sanos prefería
morirse, pero que aunque no le quitasen las mujeres y los cigarrillos lo mismo
prefería morirse si era a cambio de trabajar como un animal todo el día por
cuatro centavos para después volver a un rancho a lavarse bajo el chorro de
agua fría de la bomba. Juan Carlos le pidió otro cigarrillo. Pancho se lo dio
sin protestar. Agradecido Juan Carlos ordenó más grapa. Pancho le preguntó si
había aprovechado para mirar cómo era, de día, el patio de la construcción.
Juan Carlos preguntó a Pancho si también él había tenido relaciones sexuales la
noche anterior. Pancho dijo que por ser fin de mes no tenía dinero para ir a
«La Criolla». Juan Carlos le prometió acompañarlo el día 1° y le aconsejó que
mientras tanto abordase a Rabadilla, la sirvienta del doctor Aschero. Pancho
le preguntó por qué la llamaban Rabadilla y Juan Carlos contestó que cuando
chica tenía el trasero prominente y en punta como la rabadilla de una gallina;
en el rancho donde la crió una tía la empezaron a llamar así. A las 17:40
cerraron la discusión sobre Rabadilla aconsejando Juan Carlos a Pancho que si
no se apresuraba a dar el zarpazo se le adelantaría cualquier otro. A las 18:00
entró solo al bar «La Unión», notó que ningún parroquiano tosía. En una mesa
junto a la ventana estaban el agrónomo Peretti, el comerciante Juárez y el
veterinario Rolla: respectivamente un cornudo, un infeliz y un amarrete, pensó
Juan Carlos. En una mesa vecina había tres empleados de banco: tres muertos de
hambre, pensó Juan Carlos. En otra mesa, el doctor Aschero y el joyero-relojero
Roig: un hijo de puta con aliento a perro y una comadreja chupamedias, pensó
Juan Carlos. Se dirigió a una mesa del fondo donde se lo esperaba para jugar al
póker, sentados lo rodeaban tres hacendados: un cornudo más, otro cornudo y un
borrachín suertudo, pensó Juan Carlos. Estaba muy acalorado pero al quitarse
la campera la sensación pasó; contempló la posibilidad de ganar como el día
anterior para cubrir todos los gastos de bar y cine de las dos semanas de
licencia, y se concentró en el juego. Una hora después sintió picor en la
garganta, reprimió la tos y buscó con la mirada al mozo: el segundo pocillo
de café no llegaba. Tenía los pies fríos, de la cintura para arriba se le
desprendía en cambio un vaho caliente, se desabrochó el botón del cuello. El
mozo trajo el café. El picor de la garganta recrudeció. Juan Carlos rápidamente
quitó el envoltorio a los terrones de azúcar y sin esperar que se disolvieran
apuró el pocillo entero. Con disimulo se tocó la frente, caliente pero todavía
seca, pensó que la culpa de todo la debía tener el portón frío de la casa de
Nené. Recién entonces recordó que ella ya habría pasado por la vereda. A las
20:15 después de haber perdido pocos centavos volvió a su casa y fue
directamente al baño. Se afeitó con jabón especial, brocha y un jarro de agua
hirviente que su madre le alcanzó. A las 20:40 se sentaron a la mesa. Celina
contó que la madre de Mabel estaba desesperada porque la ausencia de la mucama
la obligaba a trabajar sin descanso, justamente en época de remates de
hacienda, con el novio de Mabel de paso por Vallejos y constantemente de visita
en la casa. Terminada la cena Celina tocó una pieza del álbum nuevo que le
había llegado de Buenos Aires, titulado «Éxitos melodiosos de José Mojica y
Alfonso Ortiz Tirado». Juan Carlos les recordó que era el momento de fumar el
único cigarrillo diario permitido por el médico. Entonces su madre tratando de
no dar importancia al tema le preguntó qué había dicho el médico esa tarde.
Juan Carlos respondió que por una emergencia el médico había debido abandonar
el consultorio toda la tarde. A las 22:00 salió de su casa, caminó dos cuadras
por calles de tierra y se encontró con Nélida. Cuando estuvieron seguros de que
los padres dormían, se besaron y abrazaron en el jardín. Juan Carlos como de
costumbre pidió a Nélida que le cediera sus favores. Ella se negó como de
costumbre. Juan Carlos pensó que Nélida era la Reina de la Primavera 1936, la
besó por segunda vez ciñéndola con fuerza y pensó en las maniobras que
infaliblemente la seducirían como habían seducido a muchas otras. Pero Juan
Carlos no dejó que sus manos descendieran más allá de la cintura de Nené.
Estuvo por decirle que no era un tonto, que solamente hacía el papel de tonto:
«che pibe, vos estás delicado, no te pasés de hembras porque vas a sonar, trata
de reducir la cuota, yo no te lo digo más, la próxima voy y como médico de la
familia se lo digo a tu vieja». Dominado por un impulso Juan Carlos
repentinamente tomó una mano de ella y suavemente la llevó hacia abajo, frente
a su bragueta, sin alcanzar a apoyarla. Era la primera maniobra de su estrategia
habitual. La mano de Nené oponía una resistencia relativa. Juan Carlos
titubeó, pensó que en el jardín de Nené no crecían flores silvestres de
manzanilla, según algunos eran venenosas ¿sería cierto?, ese invierno haría
mucho frío en el portón ¿se cumpliría su plan secreto antes de empezar los
fríos? ¿todas las noches de invierno en ese portón? pensó en un picaflor que
deja una corola para ir a otra, y de todas liba el néctar, ¿había gotas de
néctar en las flores de manzanilla? parecían secas. Pensó que tenía veintidós
años y debía conducirse como un viejo. Soltó bruscamente a Nélida y dio un paso
hacia el cerco de ligustro. Con rabia arrancó una rama. A las 23:20 consideró
necesario acariciarle los senos pasando su mano por debajo de la blusa y
corpiño, porque debía mantenerla interesada en él. A las 23:30 se despidieron.
A las 23:46 Juan Carlos pasó por la construcción de la Comisaría. En las casas
de la cuadra no había ventanas encendidas, no había gente en las veredas. A una
cuadra de distancia se veía una pareja caminar en dirección a él. Tardaron
cinco minutos en pasar, en la esquina doblaron y desaparecieron. Juan Carlos
miró nuevamente en todas direcciones, no se divisaba ningún ser viviente. Ya
era medianoche, la hora de la cita. El corazón empezó a latirle más fuerte,
cruzó la calle y entró en la construcción. Se abrió paso más fácilmente que la
noche anterior, recordando los detalles del patio vistos a la luz del día.
Pensó que para subir al tapial de casi tres metros de altura un viejo necesitaría
una escalera, no podría treparse como él por los andamios. Ya en lo alto del
tapial pensó que un viejo no podría pasar de un salto al patio contiguo. Sin
saber por qué recordó a la niña casi adolescente que lo había mirado esa tarde,
provocándolo. Decidió seguirla algún día, la niña vivía en una chacra de las
afueras. Juan Carlos se refregó las manos sucias de polvo contra la campera de
estanciero y se preparó para dar el salto.