viernes, 31 de mayo de 2013

Ataúd - Germán Rozenmacher

El señor Pedro venía bajando por la calle de tierra, mientras el sol del atardecer reverberaba anaranjando las ventanas de las casas de sucios ladrillos sin revocar.
Sorteando cuidadosamente tada clase de basuras, camo latas aplastadas o cáscaras de bananas resecas, el señor Pedro.  Saltó una zanja y subió a la alta vereda de losas, frente a la única casa de sucios ladrillos sin revocar que tenía piso alto en todo el barrio. Era el negocio de pompas fúnebres.
Después de un último momento de duda, en el que dio vueltas al sombrero de paja entre sus dedos, cabizbajo, indeciso, entró casi en puntas de pie, con las manos a la espalda, como un escolar.
Cuando volvió a salir, cinco minutos después, cargaba al hombro con el ataúd. Así volvió a subir la calle, sin hacer caso de los que se daban vuelta para mirarlo, hasta que dejó el suburbio y entró en el centro de la ciudad, diez a quince cuadras asfaltadas que rodeaban la plaza.
Como era domingo por la tarde, la gente que no daba vueltas al perro estaba parada escuchando a la banda del regimiento que tocaba desentonadamente con sus quizás un poco oxidadas trompas, tambores y trombones, algo que se parecía a las zambas, a las gatos y a las marchas militares.
Pero cuando él hizo su entrada en la plaza con su ataúd al hombro y comenzó a cruzarla distraídamente, ya un poco cansado de tanto caminar, sintió que, de pronto, inexplicablemente, la banda dejaba de tocar, y al mirarla, vió que los músicos y los oyentes lo estaban mirando a él, tan viejo, tan morocho y flaco.
El señor Pedro se encogió de hombros, saludó respetuosamente y reanudó la marcha. Pero el silencio lo siguió hasta que terminó de cruzar la plaza y bajó por lo menos una cuadra, hasta perderse de vista. Sólo pensó que ellas cada domingo desentonaban más mientras que él, que se ganaba la vida tocando el acordeón todo el día en la esquina del banco, frente a la plaza, sentado en el cordón de la vereda, tenía siempre cuatro o cinco hombres en mangas de camisa escuchándolo. Y poniéndole siempre algunas monedas en el sombrero antes de irse. Y que a esos gordinflones de la banda no les pagaría ni Dios.
Dejó el asfalto y siguió por las calles de tierra hasta llegar junto a la costanera, allí donde los muchachos vivían cuidando chivos y ordeñando cabras. Más allá el río Dulce corría entre montes selváticos, intransitables. Cuando entró a su casa de barro con el ataúd, el chico ya estaba sentado a la mesa contando monedas.
No le prestó mucha atención.
El lo miró anhelosamente Y dijo:
-¿Estará bien éste?
El chico enarcó las cejas sin levantar la vista. Habia lustrado zapatas toda la mañana y toda la tarde y no estaba como para dar opiniones. Por la menos hasta después de contar las monedas de su jornal.
-Usté siempre tan tacaño, viejo -dijo el chico con su tonada, después de un silencio-. Ya le dije que por lo menos se comprara uno bueno. Con uno bueno estaría servido para las dos cosas. No tendría miedo de morirse y tendría una buena cama. Pero éste es una porquería -el chico dominaba la situación-. Sí señor. Una buena porquería -siempre era así. El chico volvió a pensar que odiaba al viejo. Y el señor Pedro se dijo que el chico ese no era un chico, tan aplastante, serio y maduro. Y que él lo quería tanto, pero tanto, pero  tan anhelosamente, y que el chico no le prestaba la menor atención. Era verdad que él era un poco tacaño, pero no padía remediarlo, tenía miedo de todo y por eso se cuidaba de arriesgarse, de gastar de más. Pero a pesar de todo él lo quería mucho al chico, más que a nadie, por eso siempre estaba anheloso por serIe útil, por interpretar claramente lo que le ordenaba para cumplir1e.
Tenía miedo de morirse. Porque ya tenía sesenta y cuatro años el señar Pedro. Y le aterraba pensar que 1os días se escapaban unos tras otras, atropelladamente, sin darse uno cuenta, y él no podía detenerlos ni podía llenarlos suficientemente y cada vez sus días eran menos y menos, y la muerte y el silencio lo aterraban cada vez más.
Por eso tenia miedo de todo. De morirse. Y al mismo tiempo se le había roto el catre y tíenía que comprarse uno nuevo. Y tenia miedo de gastar demasiado. Apenas daba para un chocolatín al chico los domingos por la mañana, y él que guardaba lo que ganaba, y comia bananas y pan por cinco pesos por día en un café detrás de la casa de gobierno, había juntado bastante dinero.
Más que el chico lustrando zapatos, claro.
Y entonces le pidió consejo al chico. ¿A quién sino?
Los dos eran solos, no tenían a nadie en el mundo, venían de un brumoso pasado y por eso se habían juntado en ese rancho del río. Y el chico le dijo al descuido que lo mejor para terminar con esos miedos estúpidos de morirse y qué sé yo, y para que ese tacaño no sufriera demasiado, lo mejor era que se comprara un buen cajón. Esa debía ser la mejor manera de no morirse, de ahuyentar a la muerte. Había que llamarla, tenerla en casa, ponerle velas como a la virgen, respetarla. Y ahora, el señor Pedro, que le había hecho caso al chico, estaba ahí con su ataúd y esperaba que por lo menos el chico le diera una palmada en la espalda, le dijera: "Muy bien, viejo tacaño; lindo catre", lo mírara una vez por lo menos en la vida, para que él, anheloso de palmadas temblara de ternura y resollara satisfecho, como un perro acariciado por su patrón.
Pero nada pasó. Todo era igual. Y  la única manera de vencer todos los miedos, una sola palmada del chico, no había llegado. Y entonces el ataúd no servía.
Por primera vez en la vida tomó al chico entre las manos y le largó una cachetada en la cara y lo zamarreó y lo tiró al suelo vociferando hasta enronquecer. Y después se sintió lleno de rabia y de desconcertada desesperación. Y salió tambaleante con el ataúd al hombro.
Había anochecido. Bajó par la costanera y se internó en la maraña del monte. Vio que el río estaba crecido. No mucho, pero lo suficiente. Arrojó el ataúd sobre la costa pedregosa. Esperó. Hasta que fue de noche. Atrás, Santiago dormía y sus luces se apagaban. Volvió al rancho.
El chico también dormía. Entonces, de pronto, sacó un cuchillo debajo de la mesa, trajo papeles y fósforos a la costa, abrió el ataúd, lo llenó de papeles de diarios y con los fósforos trató de encender el ataúd que al fin comenzó a chamuscarse. Tuvo paciencia. Lo hizo. Entonces, lanzó el ataúd en llamas, bamboleante y flotando.
El señor Pedro se sentó respirando fuerte, sobre la arena blanqueada por la luna. Se acostó boca abajo. Meneó la cabeza. No había nada que hacer. Esperaba vivir otra noche más y quizás otra, y solo, solo otro día y si Dios quiere, otro más. Suspiró desalentado. No había nada que hacer. Tenía miedo.


viernes, 17 de mayo de 2013

"Boquitas pintadas" de Manuel Puig (fragmento)


CUARTA ENTREGA



...sus ajos azules muy pandes se abrieron...
Alfredo Le Pera


El día jueves 23 de abril de 1937 el sol salió a las 5:50. Soplaban vien­tos leves de norte a sur, el cielo estaba parcialmente nublado y la tempe­ratura era de 14 grados centígrados. Nélida Enriqueta Fernández durmió hasta las 7:45, hora en que su madre la despertó. Nélida tenía el pelo divi­dido en mechones atados con tiras de papel, mantenidos en su lugar por una redecilla negra que ceñía el cráneo entero. Una enagua negra hacía las veces de camisón. Calzó un par de alpargatas viejas sin talonera. Tardó 37 minutos en componer el peinado diario y maquillarse, interrumpida por cinco mates que le alcanzó su madre. Mientras se peinaba pensó en los entredichos del día anterior con la cajera de la tienda, en la inconve­niencia de desayunarse con café con leche acompañado de pan y man­teca, en la languidez de estómago que habría de sentir a las once de la mañana, en la conveniencia de tener en el bolsillo un paquete de pastillas de menta, en el paso siempre animado y rápido de la caminata a medio­día de vuelta a su casa, en los forcejeos consabidos con Juan Carlos la noche anterior junto al portón de su casa, y en la necesidad de quitar las manchas de barro de sus zapatos blancos con el líquido apropiado. Al maquillarse pensó en las posibilidades seductoras de su rostro y en las dis­tintas opiniones escuchadas sobre el efecto positivo o negativo del som­breado natural de las ojeras. A las 8:30 salió de su casa. Vestía uniforme de algodón azul abotonado adelante, con cuello redondo y mangas lar­gas. A las 8:42 entró en la tienda «Al Barato Argentino». A las 8:45 estaba en su puesto detrás de la mesa de empaquetar, junto a la cajera y su caja registradora. Los demás empleados, veintisiete en total, también se dispusieron a ordenar sus puestos de trabajo. A las 9 horas se abrieron las puertas al público. La empaquetadora compuso su primer paquete a las 9:15, una docena y media de botones para traje de hombre. Entre las 11 y las 12 debió apresurarse para evitar que los clientes esperasen. Las puertas se cerraron a las 12 horas, el último cliente salió alas 12:07. A las 12:21 Nélida entró a su casa, se lavó las manos, notó que su padre —en el galpón del fondo afilando tijeras de podar— la había visto llegar y había agachado la cabeza sin saludarla. Se sentó a la mesa, de espaldas a la cocina a leña. Su padre entró a lavarse las manos en la pileta ocupada por una cacerola sucia y le reprochó que la noche anterior se hubiese despedido de Juan Carlos casi a medianoche, pese al viento frío, conversando junto al portón desde las 22:00. Nélida tomó la sopa sin contestar, su madre sirvió papas hervidas e hígado saltado. Cada uno tomó tres cuar­tos de vaso de vino. Nélida dijo que la cajera no la había saludado al entrar a la tienda, cortó algunos granos de un racimo de uvas y se recostó en su habitación. Pensó en el gerente de la tienda, en el cuello duro desmon­table que usaba siempre, en la vendedora señalada como su amante, en la conveniencia de encontrarlos en el sótano en actitud comprometedora para así poder asegurarles su total discreción y hacerse acreedora a un favor, en el doctor Aschero y su atractiva camisa médica de mangas cortas y martingala en la espalda, en cómo le desfavorecía quitarse la camisa, en el batón de seda china importada de la señora Aschero, en el uniforme gris de la sirvienta Rabadilla, en el frente de la casa del doctor Aschero con zócalo de mármol negro de un metro de altura contrastando con el revo­que blanco del resto de la pared, en el frente de ladrillos de la casa de Juan Carlos y en el patio con palmeras que se divisaba desde la calle, en el cuello almidonado de la camisa a rayas de Juan Carlos, en su queja de que el almidón le había irritado la piel del cuello, en su pedido de que ella le besara la piel afectada, en los forcejeos que siguieron, en la posibilidad de que Juan Carlos la abandonara en caso de comprobar que había habi­do otro hombre en su vida, en la posibilidad de dejar que Juan Carlos lo comprobara sólo pocas semanas antes del casamiento, en la posibili­dad de que Juan Carlos lo comprobara la noche de bodas, en la posibilidad de que Juan Carlos la estrangulara en un hotel de Buenos Aires la noche de bodas, en el olor a desinfectante del consultorio del doctor Aschero, en el auto verde oliva del doctor Aschero, en la enferma que salvaron en una chacra, en la luz del sol que entraba por la ventana y no la dejaba con­ciliar el sueño, en el esfuerzo para levantarse de la cama y cerrar las per­sianas, en el alivio que significa para la vista la habitación en penumbra. A las 13:30 su madre la despertó con un mate dulce, a las 14 horas ya había recompuesto su arreglo personal, a las 14:13 entraba en la tienda, agitada por la caminata a paso cerrado. A las 14:15 se colocó puntual­mente detrás de su mesa de empaquetadora. Descubrió con sorpresa la existencia escasa de papel en rollo mediano, buscó con la vista al gerente, no lo vio, inmóvil pensó en la posibilidad de que el gerente pasara y no la viera en su puesto mientras ella iba a buscar el repuesto necesario al sótano. La cajera no estaba sentada todavía en su banquillo, Nélida bajó corriendo al sótano y no encontró el repuesto. Al volver se enfrentó con el gerente quien inmediatamente llevó la mano a la cintura y desenfundó el reloj de bolsillo con gesto severo. Dijo a Nélida que llegaba tarde a su puesto. Nélida respondió que había ido a buscar algo al sótano y no lo había encontrado, ya en su puesto le mostró el rollo con poco papel. El gerente contestó que había suficiente papel para el día y que si se le ter­minaba podía usar el rollo grande y calcular el ancho del rollo como si fuera el largo del paquete a hacer. Sin mirar a Nélida agregó que era nece­sario emplear el ingenio y ante todo estar en su puesto a la hora debida. Esto último lo dijo de espaldas mientras se alejaba, para evitar contesta­ción. A las 14:30 se abrieron las puertas de la tienda. Resultaron fáciles de resolver los paquetes de cortes de género y de artículos de la sección «Mer­cería Fina» y dificultosos los sombreros. Habitualmente el artículo que Nélida empaquetaba con mayor placer era la oferta especial de una docena de botones tintineantes cosidos a recortes cuadrados de cartón; en cam­bio temía a las macetas con plantas de la nueva sección anexa «Vivero Siempreverde». Cambió palabras amables con la clienta que observaba halagada su cuidado para no quebrar durante el manipuleo del empa­quetado la pluma del sombrero. La cajera intervino en la conversación con observaciones lisonjeras, y al desaparecer la clienta miró la cajera a Nélida por primera vez en el día y le dijo que el gerente era una porque­ría. A las 18:55 comenzaron a cerrar las puertas de la tienda y a las 19:10 salió la última clienta con un paquete conteniendo un cierre relám­pago y la boleta correspondiente. Antes de retirarse Nélida dijo al gerente con expresión impersonal que en el sótano no quedaban repuestos para rollo mediano y salió sin esperar respuesta. El aire afuera estaba agrada­ble y pensó que no haría frío más tarde junto al portón de su casa. Al pasar por el bar «La Unión» miró con displicencia aparente hacia el interior. Vio la cabeza desmelenada de Juan Carlos de espaldas, en una mesa de cuatro donde se jugaba a los dados. Se detuvo un instante esperando que Juan Carlos diera vuelta la cabeza. No resistió el impulso de mirar hacia las otras mesas. El doctor Aschero tomaba un aperitivo con un amigo y la estaba mirando. Nélida enrojeció y siguió caminando. Su madre secaba el piso del baño y le dijo que quedaba poca agua caliente porque su padre se acababa de bañar. Nélida preguntó malhumorada si había limpiado bien la bañadera. Su madre le preguntó a su vez si la creía una vieja sucia de rancho y le recordó que siempre al volver de la tienda le tenía preparada la bañadera limpia. Nélida tocó con asco el pedazo de jabón para lavar ropa del cual habría de servirse para su aseo. Se sumergió en la bañadera semillena. Con sólo la cabeza fuera del agua pensó en un nuevo producto de la sección «Regalos Distinguidos»: una caja ovalada de celofán incoloro llena de tabletas traslúcidas verde esmeralda para perfumar las aguas de baño. Se alarmó ante la posibilidad de que el jabón barato le dejara su olor a desinfectante en la piel; el agua de la canilla ya salía fría cuando terminó de enjuagarse cuidadosamente. Después de secarse olió sus manos y se tranquilizó, pensó en que Juan Carlos no había querido ir más a bailar al Club Social los domingos a la tarde prefiriendo llevarla al cine, pensó en que no tenía ninguna otra amiga en el Club, pensó en Celina, en sus ojos verdes, pensó en los gatos de ojos verdes, pensó en la posibilidad de hacerse amiga de un gato, amiga de una gata, sobarle el lomo, pensó en una gata vieja con sarna, cómo curarle la sarna, llevarle de comer, elegir el plato más bonito de la alacena y llenarlo de leche fresca para una gata vieja sarnosa, pensó en que la madre de Juan Carlos volviendo de la novena los saludó sin entusiasmo el domingo a la salida del cine, pensó en la muerte natural o por accidente de la esposa de Aschero, en la posibilidad de que Aschero la pidiese por esposa en segundas nup­cias, en la posibilidad de casarse con Aschero y abandonarlo después de la luna de miel, en la cita que se daría con Juan Carlos en un refugio entre la nieve de Nahuel Huapi, Aschero en el tren: en bata de seda sale del retrete y se dirige por el pasillo hacia el camarote, golpea suavemente con los nudillos en la puerta, espera en vano una respuesta, abre la puerta y encuentra una carta diciendo que ella ha bajado en la estación anterior, que no la busque, mientras tanto Juan Carlos acude a la cita y llega al refu­gio, la encuentra con pantalones negros y pulóver negro de cuello alto, cabellera suelta rubia platinada, se abrazan, Nélida finalmente se entrega a su verdadero amor. Nélida pensó en la posibilidad de no secar el piso del baño. Después de vestirse lo secó. Su madre comió las sobras del hígado saltado y Nélida una milanesa con ensalada de lechuga y hue­vos duros. Su padre no se sentó a la mesa como era su costumbre por la noche. A las 20:30 sintonizaron una estación de radio que transmitía un programa de canciones españolas. Sin dejar de escuchar la madre levantó la mesa, Nélida le pasó un trapo húmedo al hule e instaló su costurero y un vestido al que faltaba confeccionar los ojales. A las 21:00 terminó el programa español y comenzó una audición de recitados camperos. A las 21:20 Nélida comenzó a retocar su peinado y maquillaje. A las 21:48 se instaló en la entrada de la casa junto al portón. A las 22:05 divisó a Juan Carlos a una cuadra de distancia. A las 22:20 Nélida y Juan Carlos vieron que la luz del dormitorio de los padres estaba ya apagada. Dejaron la vereda y dieron unos pasos hacia adentro. Nélida como de costumbre apoyó la espalda contra la columna metálica, sostén del alero de chapas. Cerró los ojos como de costumbre y recibió en la boca el primer beso de la noche. Sin darse cuenta decidió que si la viejita mendiga del portal de la iglesia le ponía un puñal en la mano con gusto mataría a Celina. Juan Carlos volvió a besarla, esta vez estrechándola muy fuerte con los brazos. Nélida recibió caricias, más besos, un piropo y abrazos de variada intensidad. Con los ojos cerrados le preguntó a Juan Carlos si estaba aprovechando sus días de licencia para descansar y también le preguntó qué había hecho esa tarde antes de ir al bar. Él no le contestó. Nélida abrió los ojos al notar que él la soltaba y daba un paso hacia el cerco de ligustro, prolijamente podado por su padre. Nélida abrió los ojos más aun al ver que Juan Carlos estiraba una mano y arrancaba una rama, a continuación dijo que ella le contaba todo lo que hacía y no veía la razón por la cual él no podía hacer lo mismo. Juan Carlos repuso que los hombres necesitaban callar ciertas cosas. Nélida le observó el cabello abundante con algunos mecho­nes sueltos metalizados por la luz blanca de una lamparita del alumbrado municipal colocada en el medio de la calle, y sin saber por qué pensó en terrenos baldíos cubiertos por matorrales y pastos curvados, iluminados a la noche por las lamparitas del alumbrado municipal; Nélida le miró los ojos claros, no verdes como los de Celina sino castaño claro, y sin saber por qué pensó en lujosos jarros de miel; Juan Carlos cerró los ojos cuando ella le acarició la cabeza despeinada y Nélida al verle las pestañas espesas y arqueadas pensó sin saber por qué en alas de cóndor desplegadas; Nélida le miró la nariz recta, el bigote fino, los labios gruesos, le pidió que le mos­trara los dientes y sin saber por qué pensó en casas de la antigüedad vis­tas en libros de texto con balaustradas blancas y columnatas sombreadas altas y elegantes; Nélida le miró la nuez colocada entre los dos fuertes mús­culos del cuello, y los hombros anchos, y sin saber por qué pensó en los nudosos e imbatibles árboles de la pampa bárbara: el ombú y el quebra­cho eran sus árboles favoritos. A las 23:20 Nélida le permitió pasarle la mano por debajo de la blusa. A las 23:30 Juan Carlos se despidió repro­chándole su egoísmo. A las 23:47 Nélida terminó de dividir su pelo en múltiples agrupaciones sujetas con papel. Antes de dormirse pensó en que el rostro de Juan Carlos no tenía defectos.


El ya mencionado jueves 23 de abril de 1937 Juan Carlos Jacinto Eusebio Etchepare se despertó a las 9:30 cuando su madre golpeó a la puerta y entró al cuarto. Juan Carlos no contestó a las palabras cariñosas de su madre. La taza de té quedó sobre la mesa de luz. Juan Carlos se abrigó con una bata y fue a cepillarse los dientes. El mal gusto de la boca desapareció. Volvió a su habitación, el té estaba tibio, llamó a su madre y pidió que se lo calentara. A las 9:55 tomó en la cama una taza de té casi hirviente, con la convicción de que ese calor le haría bien al pecho. Pensó en la posibilidad de beber constantemente cosas muy calientes y envolverse en paños calientes, con los pies junto a una bolsa de agua caliente, la cabeza envuelta en una bufanda de lana con únicamente la nariz y la boca descubiertas, para terminar con la debilidad de su apa­rato respiratorio. Pensó en la posibilidad de aguantar sofocado días y sema­nas en cama, hasta que el calor seco terminase con la humedad de sus pulmones: la humedad y el frío hacían brotar musgo de sus pulmones. Se volvió a dormir, soñó con ladrillos rojizos, el pozo donde se mezclan los materiales para ladrillos, el pozo ardiente de la cal, los ladrillos crudos blandos, los ladrillos en cocción, los ladrillos endurecidos indestructibles, los ladrillos a la intemperie en la obra en construcción de la Comisaría nueva, Pancho le mostraba una pila de ladrillos rotos inservibles que se devuelven al horno para ser triturados y vueltos a cocer, Pancho le expli­caba que en una construcción no se desperdiciaba nada. Su madre lo des­pertó a las 12:00, Juan Carlos estaba sudando. Al levantarse se sintió muy debilitado. Le preguntó a su madre si había agua caliente para bañarse y si tenía la barba muy crecida para ir a la cita con el médico sin afeitarse. Su madre le contestó que se afeitara ya, y que todos los días debería hacerlo al levantarse, y que la noche anterior se había acostado muy tarde, y que a un muchacho como él lo querrían lo mismo las chicas aunque no se afeitara momentos antes de ir a verlas. Agregó que cuando retomara su trabajo en la Intendencia tendría que acostumbrarse a dejar la cama un rato antes y afeitarse, porque era en su trabajo donde tenía que lucir mejor y no por ahí noviando. En ese momento llegó Celina con guardapolvo blanco de maestra y varios cuadernos debajo del brazo, su madre cambió una mirada con ella y preguntó a Juan Carlos adónde había estado la noche anterior hasta las tres de la mañana y si había perdido dinero en el juego. Juan Carlos contestó que no había estado jugando. Su madre dijo que entonces había estado con Nélida. Juan Carlos asintió. Su madre preguntó cómo era posible que los padres la dejaran conversar en la vereda hasta las tres de la mañana, y al no tener respuesta pidió a Juan Carlos que si quería bañarse y afeitarse antes de almorzar por favor lo hiciera enseguida. A las 12:55 Juan Carlos salió del baño duchado, pero sin afeitarse. Al entrar al comedor empezó a notar los síntomas de sus habituales acalora­mientos. Su madre y Celina estaban sentadas a la mesa. Juan Carlos se tomó de su silla, pensó en volver al dormitorio y acostarse, ellas lo mira­ron, Juan Carlos se sentó. Sopa de cabellos de ángel, después carne a la plancha y puré. El bife de Juan Carlos era alto y jugoso, poco cocido, a su gusto. Al empezar a cortarlo ya sintió la frente bañada de sudor. Su madre le dijo que se acostara, era peligroso transpirar y después enfriarse. Juan Carlos no contestó y fue a su cuarto. Pocos minutos después le llevaron la comida en una bandeja a la cama. Juan Carlos halló que el bife estaba frío. Lo llevaron de nuevo a la plancha, Celina lo dejó pocos segundos tocar el hierro de un lado y del otro para que no se cociera demasiado. Juan Carlos lo encontró demasiado cocido. Su madre y Celina estaban de pie en la habitación mirándolo, esperando alguna orden. Juan Carlos les pidió que se fueran a terminar de almorzar. Sin ganas terminó su plato. Cuando su madre entró con el postre, una manzana asada, Juan Carlos ya se sentía mejor y dijo que antes de la serie de resfríos y bronquitis a veces se había sentido muy acalorado después de una ducha, y que tanto él como el resto de la familia se estaban sugestionando inútilmente. El almuerzo le sentó bien. Su madre y Celina dormían la siesta, salió a la calle con la misma ropa del almuerzo —pantalón de franela gris, camisa de lanilla a cuadros celestes, pulóver de manga larga azul— más una cam­pera de cuero marrón oscuro con cierre relámpago. Esa prenda, típica de rico propietario de campo, por la calle despertó reacciones variadas. Juan Carlos sonrió satisfecho al notar la mirada despectiva de un dueño de panadería que conversaba en la vereda con un proveedor. El sol templaba el aire pero a la sombra hacía frío. Juan Carlos eligió la vereda soleada y abrió el cierre de la campera. A las 14:48 llegó a «La Unión», el bar de más categoría. En una mesa tomaba café un hombre canoso que lo saludó con alegría agitando la mano al verlo entrar. Juan Carlos aceptó acompañarlo hasta un corral de hacienda a pocos kilómetros del pueblo, pero antes ordenó un café y telefoneó: tratando de que no lo oyera nadie dio una excusa falsa a la enfermera para cancelar la consulta. Juan Carlos pensó en la posibilidad de que el médico después de revisarlo le dijese que la semana de descanso le había sentado bien; en la posibilidad de que le impusiera prolongar el descanso más allá de la semana siguiente, fin de su licencia; en la posibilidad de que le impusiera descansar todo el invierno, como ya había insinuado; en la posibilidad de que se hubiera descubierto un inmenso malentendido de radiografías: aquella placa con una leve sombra en el pulmón derecho no era la suya sino otra, la de un pobre con­denado a morir después de dos o tres años privándose de mujeres y demás juergas. A las 15:50 Juan Carlos se paseaba bajo el sol por un terreno con­tiguo al corral en que su amigo hablaba con los peones. El campo era de color marrón claro y oscuro, alrededor de un tanque australiano crecían plantas enanas de manzanilla con tallo verde y flor amarilla y blanca. Juan Carlos recordó que de niño siempre alguien le decía que no masticara la flor de manzanilla, porque era venenosa. A las 16:15 el sol alumbraba menos y Juan Carlos pensó que de haber ido al consultorio a esa hora el médico ya le habría dicho cómo estaba su salud. A las 16:30 su amigo detuvo el coche frente a la obra en construcción de la Comisaría nueva para que Juan Carlos descendiera. Se despidieron hasta más tarde en el bar. Juan Carlos entró en la obra y preguntó a un albañil electricista dónde estaba Pancho. En el futuro patio de la Comisaría tres obreros revocaban las paredes del excusado y duchas para personal subalterno. Pancho le gritó que faltaban solamente quince minutos para terminar la jornada, Juan Carlos se encogió de hombros, Pancho le hizo un corte de manga y siguió trabajando pero pocos segundos después corrió hasta él con la sensación de hacer una travesura y le dio para que se entretuviera el juguete más codiciado por su amigo: un cigarrillo. Juan Carlos fumó en la vereda, consciente de cada pitada. Una niña casi adolescente pasó y lo miró. A las 16:55 los dos amigos llegaron al único lugar donde Pancho se animaba a entrar en mameluco, un bar de fonda frente a la estación del ferrocarril. Juan Carlos le preguntó si por seguir viviendo se avendría a no tener más mujeres, a no tomar y a no fumar. Pancho le contestó que no sacara otra vez ese tema y apuró la copita de grapa. Juan Carlos le dijo que se lo preguntaba en serio. Pancho no contestó. Juan Carlos le iba a decir algo más y se calló: que si tenía que renunciar a vivir como los sanos prefería morirse, pero que aunque no le quitasen las mujeres y los cigarrillos lo mismo prefería morirse si era a cambio de trabajar como un animal todo el día por cuatro centavos para después volver a un rancho a lavarse bajo el chorro de agua fría de la bomba. Juan Carlos le pidió otro cigarrillo. Pancho se lo dio sin protestar. Agradecido Juan Carlos ordenó más grapa. Pancho le preguntó si había aprovechado para mirar cómo era, de día, el patio de la construcción. Juan Carlos preguntó a Pancho si también él había tenido relaciones sexuales la noche anterior. Pancho dijo que por ser fin de mes no tenía dinero para ir a «La Criolla». Juan Carlos le prome­tió acompañarlo el día 1° y le aconsejó que mientras tanto abordase a Ra­badilla, la sirvienta del doctor Aschero. Pancho le preguntó por qué la lla­maban Rabadilla y Juan Carlos contestó que cuando chica tenía el trasero prominente y en punta como la rabadilla de una gallina; en el rancho donde la crió una tía la empezaron a llamar así. A las 17:40 cerraron la discusión sobre Rabadilla aconsejando Juan Carlos a Pancho que si no se apresuraba a dar el zarpazo se le adelantaría cualquier otro. A las 18:00 entró solo al bar «La Unión», notó que ningún parroquiano tosía. En una mesa junto a la ventana estaban el agrónomo Peretti, el comerciante Juá­rez y el veterinario Rolla: respectivamente un cornudo, un infeliz y un amarrete, pensó Juan Carlos. En una mesa vecina había tres empleados de banco: tres muertos de hambre, pensó Juan Carlos. En otra mesa, el doctor Aschero y el joyero-relojero Roig: un hijo de puta con aliento a perro y una comadreja chupamedias, pensó Juan Carlos. Se dirigió a una mesa del fondo donde se lo esperaba para jugar al póker, sentados lo rodea­ban tres hacendados: un cornudo más, otro cornudo y un borrachín suer­tudo, pensó Juan Carlos. Estaba muy acalorado pero al quitarse la cam­pera la sensación pasó; contempló la posibilidad de ganar como el día anterior para cubrir todos los gastos de bar y cine de las dos semanas de licencia, y se concentró en el juego. Una hora después sintió picor en la garganta, reprimió la tos y buscó con la mirada al mozo: el segundo poci­llo de café no llegaba. Tenía los pies fríos, de la cintura para arriba se le desprendía en cambio un vaho caliente, se desabrochó el botón del cue­llo. El mozo trajo el café. El picor de la garganta recrudeció. Juan Carlos rápidamente quitó el envoltorio a los terrones de azúcar y sin esperar que se disolvieran apuró el pocillo entero. Con disimulo se tocó la frente, caliente pero todavía seca, pensó que la culpa de todo la debía tener el portón frío de la casa de Nené. Recién entonces recordó que ella ya habría pasado por la vereda. A las 20:15 después de haber perdido pocos cen­tavos volvió a su casa y fue directamente al baño. Se afeitó con jabón especial, brocha y un jarro de agua hirviente que su madre le alcanzó. A las 20:40 se sentaron a la mesa. Celina contó que la madre de Mabel estaba desesperada porque la ausencia de la mucama la obligaba a trabajar sin descanso, justamente en época de remates de hacienda, con el novio de Mabel de paso por Vallejos y constantemente de visita en la casa. Ter­minada la cena Celina tocó una pieza del álbum nuevo que le había llegado de Buenos Aires, titulado «Éxitos melodiosos de José Mojica y Alfonso Ortiz Tirado». Juan Carlos les recordó que era el momento de fumar el único cigarrillo diario permitido por el médico. Entonces su madre tra­tando de no dar importancia al tema le preguntó qué había dicho el médico esa tarde. Juan Carlos respondió que por una emergencia el médico había debido abandonar el consultorio toda la tarde. A las 22:00 salió de su casa, caminó dos cuadras por calles de tierra y se encontró con Nélida. Cuando estuvieron seguros de que los padres dormían, se besaron y abrazaron en el jardín. Juan Carlos como de costumbre pidió a Nélida que le cediera sus favores. Ella se negó como de costumbre. Juan Carlos pensó que Nélida era la Reina de la Primavera 1936, la besó por segunda vez ciñéndola con fuerza y pensó en las maniobras que infaliblemente la seducirían como habían seducido a muchas otras. Pero Juan Carlos no dejó que sus manos descendieran más allá de la cintura de Nené. Estuvo por decirle que no era un tonto, que solamente hacía el papel de tonto: «che pibe, vos estás delicado, no te pasés de hembras porque vas a sonar, trata de reducir la cuota, yo no te lo digo más, la próxima voy y como médico de la familia se lo digo a tu vieja». Dominado por un impulso Juan Carlos repentinamen­te tomó una mano de ella y suavemente la llevó hacia abajo, frente a su bragueta, sin alcanzar a apoyarla. Era la primera maniobra de su estrate­gia habitual. La mano de Nené oponía una resistencia relativa. Juan Car­los titubeó, pensó que en el jardín de Nené no crecían flores silvestres de manzanilla, según algunos eran venenosas ¿sería cierto?, ese invierno haría mucho frío en el portón ¿se cumpliría su plan secreto antes de empezar los fríos? ¿todas las noches de invierno en ese portón? pensó en un picaflor que deja una corola para ir a otra, y de todas liba el néctar, ¿había gotas de néctar en las flores de manzanilla? parecían secas. Pensó que tenía vein­tidós años y debía conducirse como un viejo. Soltó bruscamente a Nélida y dio un paso hacia el cerco de ligustro. Con rabia arrancó una rama. A las 23:20 consideró necesario acariciarle los senos pasando su mano por debajo de la blusa y corpiño, porque debía mantenerla interesada en él. A las 23:30 se despidieron. A las 23:46 Juan Carlos pasó por la cons­trucción de la Comisaría. En las casas de la cuadra no había ventanas encendidas, no había gente en las veredas. A una cuadra de distancia se veía una pareja caminar en dirección a él. Tardaron cinco minutos en pasar, en la esquina doblaron y desaparecieron. Juan Carlos miró nueva­mente en todas direcciones, no se divisaba ningún ser viviente. Ya era medianoche, la hora de la cita. El corazón empezó a latirle más fuerte, cruzó la calle y entró en la construcción. Se abrió paso más fácilmente que la noche anterior, recordando los detalles del patio vistos a la luz del día. Pensó que para subir al tapial de casi tres metros de altura un viejo necesita­ría una escalera, no podría treparse como él por los andamios. Ya en lo alto del tapial pensó que un viejo no podría pasar de un salto al patio con­tiguo. Sin saber por qué recordó a la niña casi adolescente que lo había mirado esa tarde, provocándolo. Decidió seguirla algún día, la niña vivía en una chacra de las afueras. Juan Carlos se refregó las manos sucias de polvo contra la campera de estanciero y se preparó para dar el salto.