En otra ocasión
no lo hubiera hecho, pero aquel día se me mezclaba de todo un poco en la boca.
Desde hacía tiempo había querido parar con los amargos de la mañana que me
dejaban un gusto seco y áspero las veinticuatro horas, y no tenía voluntad. A
las diez, donde me agarrara, dejaba el laburo, en la tuerca que fuese y me iba
hasta el calentador en el cuarto de atrás y ponía la pava. Me pellizcaba los
brazos por flojo, mientras se calentaba el agua, y prometía que al otro día
dejaría por lo menos durante un mes. Eso por un lado. Además, la idea que me
agarró con unos huevos fritos que había morfado la noche anterior y el frío que
chupé en la cama, porque yo duermo en calzones y medio destapado y en el bajo
hace un tornillo que mejor no hablar. Después que la mañana estaba así, bien
cargada de nubarrones, como de tormenta que no se decide y hacía mucho que no
llovía y yo esas mariconadas del tiempo no las aguanto, esos días me ponen
medio loco, no sé por qué será.
Bueno, al grano;
era invierno y ya se sabe lo que es eso. en la canilla del depósito el agua no
sale, se hace hielo dentro del caño.
A las ocho, entre
el nublado y lo temprano que era no se veía demasiado. Yo estaba parado frente
a una de las máquinas rotas que habían traído, con las manos en los bolsillos y
escuché los gritos que venían de las duchas. Me pareció raro, quién iba a estar
bañándose a esa hora. No tenía ni medio de ganas de moverme, pero fui a ver.
A medida que me
acercaba, escuchaba más fuerte las voces que retumbaban en el galpón. Entré y
vi al Pescado y a la Espiroqueta completamente desnudos, aullando y cagándose
de risa bajo el agua helada de las duchas. El polvillo que levantaban los
chorros al golpear contra el alisado era tanto, que no se veía un carajo; pero
por los gritos me avivé de que no estaban solos. Cerca del desagüe descubrí
otro par de piernas.
Ni se habían
avivado de mi presencia, tan entusiasmados que estaban salpicándose y diciendo
huevadas.
Me di vuelta para
irme y, al girar el zapallo, noté algo raro. Me frené, miré bien y la vi. Una
mina, joven, apoyada en la pared, con cara de susto, pero no por estar allí,
era un susto que traía de antes; le venía de adentro. Estaba en pelotas, las
manos a los costados dobladas y duras de frío, igual que los pies; me
impresionó su blancura y las tetas chatas. Nunca había visto unas tetas así,
era como si ella no se diera cuenta de que las tenía, ni de que era mujer. No
te puede calentar una mina que parece estar en otra parte. Las tetas, el culo,
la concha, estaban bajo el agua; pero ella no, vaya a saber qué bicho le
picaba, con esos ojos como el dos de oro.
De reojo calé a
la Espiroqueta y al Pescado, que cantaban abrazados un tango y disimuladamente
agarré a la mina del brazo y la tironié hacia fuera, yo qué sé, para taparla
con algo y después veremos.
Yo estaba
saliendo con la mina de la mano. Tengo patente la imagen de las huellas mojadas
de mis botas y de sus pies desnudos sobre el alisado y di un sobresalto al
sentir un puño como tenaza alrededor de mi muñeca.
—¿Dónde va,
Tucán?
Era el
Rinoceronte, el dueño de las piernas que sobraban, en pelotas también y
chorreando agua. Me había jodido.
—Suelte —le dije,
llevando la otra mano al bolsillo del overol, donde guardaba la francesa.
—Que yo sepa, no
es su turno.
Cuando uno
entraba a trabajar a los talleres del ferrocarril, no se salvaba de que le
midieran la verga. Venían dos o tres comisionados con un centímetro y se
fijaban el largo y el grosor. Según eso, el nuevo ocupaba un lugar en la lista
del personal que se seguía religiosamente en el caso de que se consiguiera una
mina.
—No es el turno
de nadie —dije—. Esta mujer se escapó del loquero.
Estábamos
hablando fuerte y el Pescado y la Espiroqueta aparecieron en el umbral.
—¿Qué pasa?
—preguntó uno.
—Que el Tucán se
quiere llevar la mina —dijo el Rinoceronte.
El Pescado se
vino al humo. Puso su jeta frente a la mía y me puteó. Era una cara rara, tenía
párpados sin pestañas, como si alguien hubiera hecho dos tajos en una piel de
pato húmeda.
—Anda volando por
ahí una piña que se te va a sentar en seguida —le dije retorciéndole un
cachete.
Yo no quería
pelear; para mejor en ese momento eran tres contra uno, pero qué remedio
quedaba sino hacerme el macho. En una de esas se iban al mazo.
Pescado hizo el
amague de golpearme. Rinoceronte lo detuvo.
—Pará, pará —le
dijo—. No armemos bolonqui ahora. Estamos en bolas y falta poco para que el
jefe empiece la ronda.
—Y entonces, vas
a dejar que se vaya con la mina —gritó Pescado.
Rinoceronte le
dio vuelta el marulo de un soplamoco.
—No me levantés
la voz —y volviéndose a mí, dijo—: Yo lo entiendo. El jovato se reblandeció y
quiere salvar a la princesa.
Me acarició los
pocos pelos grises que tengo en la azotea.
—¿Querés
salvarla? Después del laburo, en cuanto suene la campana, roña de viejos. Si
ganás, te la llevás de vuelta al loquero. Si perdés, la pinchamos todos.
Agarré a la chica
del brazo.
—Voy a taparla
con algo.
La mano de
Rinoceronte se me apoyó en el hombro.
—Si perdés
—repitió— la pinchamos todos. Y vos también. ¿Estamos?
Miré aquella
nariz chata y bestial, con los poros eternamente negros de grasa y los dos ojos
brillantes, chiquitos como bolillas de rulemanes que me seguían desde el fondo
de su enorme cabeza. Asentí y llevé a la muchacha hasta el rincón del depósito
por donde pasan los caños de la caldera.
La Tortuga me
alcanzó un mate.
—¿Pensás que vas
a ganar? —preguntó.
Miré a la chica.
La habíamos vestido con camisas, un overol viejo y dos botas de distinto número
que encontramos entre las porquerías del sótano. Yo le había pasado mis medias.
Estaba sentada sobre un motor arruinado, inclinada hacia delante; había dejado
de temblequear, pero seguía con esa expresión paralizada de asombro.
—Capaz que digo
una barbaridad —tartamudeó Tortuga—, pero yo me imagino que ésa es la expresión
que deben tener las santas o la propia virgen.
—No sabe ni dónde
está.
—Mejor para ella.
La Cabra es jodido, como no baja de la Siberia vive con bronca. Además aguanta
bien el trago.
La Cabra, mi
rival, era un coso flaco y duro y había pasado las cincuenta peleas en roñas de
viejos. Tendría más o menos mi edad, pero yo no había peleado nunca. Laburaba
en la Siberia, un sector grande y vacío del galpón, donde se hace la parte
eléctrica de los motores. Las puertas de los dos costados están siempre
abiertas. Los que han trabajado allá dicen que lo peor es oír todo el día el
ruido del viento. A la Siberia los trompas lo mandan a uno cuando quieren
aislarlo de los demás. Por picapleitos o porque jode mucho con el sindicato.
Todavía siento el
olor del cuartito, repleto de tipos que me miraban, con las paredes sucias de
grasa y hollín. Uno podía ponerse a escarbar con el dedo y no paraba más de
sacar mugre. No tenía fondo. La salamandra bramaba llena de estopa embebida en
gasoil. Las llamas salían por la puertita como lenguas y lamían el techo.
El humo y el eco
de los gritos apostando se enroscaban alrededor de la única bombita que colgaba
en el medio.
Miré a la Cabra
enfrente de mí. Recuerdo que pensé por qué no estaré jugando a la baraja,
rateándome como de costumbre de m turno de guardia, con un mate bizcochitos.
Nos alcanzaron
las botellas de tinto y empezamos a chupar. Mientras inclinaba la mía y
escuchaba el ruido que hacíamos al tragar, iba reconociendo sin querer a los
presentes. El Pescado fue el primero que vi, con su máscara de piel de pato; la
Rata, a su lado, sonreía y hacía movimientos rápidos y bruscos buscando más apostadores;
el Carancho, mirando a todos de perfil. La Espiroqueta, con su cara de guacho,
dañino como él solo. Rinoceronte, siempre serio, como si no se hubiera enterado
de que en el mundo en algún momento se había inventado la risa, clavándome los
ojitos metálicos que se perdían en su cabezota.
Antes de acabar
el litro yo estaba bastante mareado. Me fijé en la Cabra: como si tal cosa.
Entre las sombras
distinguí otros conocidos que chiflaban y puteaban. La Jirafa, encorvado, con
el pucho colgando, apenas apretado en los labios; Piraña, la Grulla, el Chelco,
siempre roñoso; creo que estaban casi todos los compañeros. Yo me sentía tan
aturdido por el griterío y el alcohol que ya no sé si me alentaban o insultaban
para que perdiera.
A la mina la
habían sentado en un banquito y allí permanecía quietita, obediente, sin
enterarse del despelote que había alrededor. Me pregunté si valía la pena
hacerme humillar por ella, total tanto le daba estar cagada de frío bajo la
ducha, bajo el puente La Noria, o tirada en el arenero con treinta tipos que se
la fifaran uno tras otro. Pero qué se va a hacer, ya estaba en el baile, había
que bailar.
Nos sacamos los
pantalones y los calzoncillos. En cada uno de los rincones había una lata con
grasa verde. Comenzamos a untarnos con ella las piernas y las nalgas.
Cuando sonó la
campana fuimos los dos al centro del cuarto. Llovía sobre nosotros toda clase
de basura. La pelea era a tres rounds, ganaba el primero que se la apoyaba al
otro por un mínimo de diez segundos.
Girábamos sin
cesar. Pegué un par e manotazos a las piernas de la Cabra, pero no pude
agarrarlo. En un descuido, me barrió con el empeine y caí sentado. Las risotadas
de mis compañeros me quemaron la cara como llamaradas y me puse de pie en
seguida, pero resbalé con la grasa que yo mismo había dejado en el piso y volví
a caer, esta vez panza abajo. La Cabra no perdió un instante y se me subió
encima. Corcoveé a lo loco y me deshice de él; salió patinando hasta que chocó
contra el Rinoceronte. Está bien que yo tenía un lindo pedo, pero me pareció
que había algo raro en los movimientos de la Cabra: yo lo había visto en varias
roñas y cuando se agarraba atrás, no había quien se lo sacara de encima.
Tocaron la
campana y volvimos a los rincones. Me miré las rodillas, en alguna de las
caídas me había hecho dos tremendas peladuras contra el piso de durmientes y
sangraba que daba gusto. Tomamos otro litro de vino.
Cuando salí al
segundo round, no la veía ni cuadrada. Las carcajadas, los gritos, los puchos
que volaban sobre nosotros, todos esos cosos agitando los brazos se habían
convertido en algo sólido, como una piedra dentro de mi cabeza.
Me fui contra el
Pescado, entre varios me empujaron de nuevo al ring. La Cabra me hacía gestos
para que lo atacara. Me le tiré encima y lo abracé con fuerza. Él me apretó el
zapallo con sus manos. Escuché que me decía:
—Tranquilo. Ahora
me voy a resbalar y vos me montás. ¿Capito?
Entonces, ante la
sorpresa de todos, la Cabra se dejó caer. Torpemente me trepé y busqué sus
nalgas.
Miré a la mina
que esperaba sentada en su banquito y pensé que era una santa, como había dicho
la Tortuga. Lo pensé durante cada uno de aquellos reputos diez segundos.
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