sábado, 28 de septiembre de 2013

Una medida temporal - Jhumpa Lahiri


EL aviso les informó de que la medida era temporal: durante cinco días les cortarían la electricidad por espacio de una hora, a partir de las ocho de la noche. La última tormenta de nieve había producido una avería en el suministro y los empleados de la compañía iban a acometer la reparación a primera hora de la noche, cuando el clima era algo más clemente. Su labor sólo afectaría a las casas de la tranquila calle puntuada de árboles, a tiro de piedra de una hilera de almacenes construidos en ladrillo rojo y una parada de tranvía, donde Shoba y Shukumar vivían desde hacía tres años.

—Por lo menos han avisado —concedió Shoba después de leer la nota en voz alta, más para sí misma que para Shukumar. Shoba dejó que la correa de su cartera escolar de cuero, henchida de originales, se deslizara de sus hombros; dejándola en el recibidor, se encaminó a la cocina. Vestía un impermeable azul marino de popelín sobre los grises pantalones de chándal y las blancas zapatillas deportivas; con treinta y tres años, su aspecto era el del tipo de mujer que una vez se prometiera que jamás llegaría a ser.

Shoba volvía del gimnasio. El lápiz de labios color arándano sólo era visible en el reborde externo de su boca, mientras que el delineador de ojos había dejado parches de carbonilla bajo sus pestañas inferiores. Ella a veces tenía esa pinta, pensó Shukumar, la mañana posterior a una fiesta o una velada en el bar, después de haberse mostrado demasiado perezosa para lavarse la cara, demasiado ansiosa de derrumbarse entre sus brazos. Sin mirar, Shoba dejó el fajo del correo sobre la mesa. Sus ojos seguían fijos en la nota que tenía en la otra mano.

—No entiendo por qué no hacen esas reparaciones durante el día.

—Cuando soy yo quien está en casa, quieres decir —observó Shukumar, ajustando la tapa sobre el cazo donde estofaba cordero, de modo que sólo escapara una mínima cantidad de vapor. Llevaba trabajando en casa desde enero, intentando completar los últimos capítulos de su tesis doctoral sobre las revueltas campesinas de la India—. ¿Cuándo empiezan con la reparación?

—19 de marzo, dice aquí. ¿Hoy es 19? —Shoba se acercó al tablero de corcho con marco que colgaba de la pared, junto a la nevera, vacío a excepción de un calendario decorado con diseños de papel pintado firmados por William Morris. Shoba contempló el calendario como si fuera la primera vez que lo viera, estudiando con atención el diseño de papel pintado que había en la parte superior antes de dejar que sus ojos se posaran en la retícula numerada de abajo. Un amigo les había enviado el calendario por correo como regalo navideño, y eso que ni Shoba ni Shukumar habían celebrado la Navidad ese año.

—Hoy mismo —anunció Shoba—. Por cierto, tienes visita al dentista el viernes que viene.

Shukumar repasó la superficie de sus dientes con la lengua; esa mañana se había olvidado de cepillarlos. No era la primera vez. No había salido de casa un minuto en todo el día, lo mismo que el día anterior. Cuanto más tiempo pasaba Shoba fuera del hogar, haciendo horas extraordinarias en el trabajo o emprendiendo nuevos proyectos, más ganas tenía él de quedarse en casa, sin salir siquiera para recoger el correo o comprar fruta o vino en las tiendas próximas a la parada del tranvía.

Seis meses atrás, en septiembre, Shukumar se encontraba en un congreso académico en Baltimore mientras Shoba seguía trabajando, a sólo tres semanas de la fecha prevista. Aunque él hubiera preferido no asistir al congreso, ella había insistido en que lo hiciera: relacionarse era importante, y al año siguiente le tocaría ingresar en el mercado de trabajo. Tras recordarle que había apuntado el teléfono de su hotel, su programa de actividades y sus horarios de vuelo, le dijo que ya había hablado con una amiga, Gillian, por si era preciso que ésta la condujese al hospital en caso de emergencia. Cuando el taxi se puso en camino al aeropuerto esa mañana, Shoba le despidió envuelta en su bata, con una mano posada en el túmulo de su vientre, como si éste fuera parte perfectamente natural de su organismo.

Cada vez que recordaba ese momento, la última vez que vio a Shoba embarazada, sus pensamientos se concentraban en el taxi, una ranchera pintada de rojo con el rótulo en letras azules. En comparación con su propio vehículo, el auto era de dimensiones cavernosas. Aunque Shukumar medía más de metro ochenta y tenía unas manos demasiado grandes incluso para descansar con comodidad en los bolsillos de sus vaqueros, en ese momento se sintió empequeñecido en el asiento trasero. Mientras el coche atravesaba Beacon Street, imaginó que un día él y Shoba tendrían que comprar su propia ranchera, para transportar a sus niños de un lado a otro, de las clases de música a las citas con el dentista. Shukumar se imaginó aferrando el volante mientras Shoba se volvía para entregar cartoncillos de zumo de frutas a los pequeños. Una vez estas imágenes de la paternidad le habían producido una inquietud que se sumaba a la ansiedad de seguir siendo un estudiante a los treinta y cinco años de edad. Pero esa mañana de comienzos de otoño, cuando en los árboles todavía se arracimaban las hojas del color del bronce, Shukumar por primera vez recibió la imagen con satisfacción.

Un miembro de la organización se las arregló para dar con él entre las idénticas salas de conferencia y le pasó una pequeña nota rígida y cuadrada. En ella sólo constaba un número de teléfono, pero Shukumar supo que se trataba del hospital. Cuando estuvo de vuelta en Boston, todo había terminado. El niño había nacido muerto. Shoba yacía en la cama, dormida, en una habitación individual tan angosta que apenas había espacio para estar de pie a su lado, en un ala del hospital que no les había sido mostrada durante su anterior visita como futuros padres. La placenta había cedido y habían tenido que hacerle una cesárea; sin embargo, ya era demasiado tarde. El doctor le explicó que eran cosas que pasaban. La sonrisa del médico era todo lo amable que puede ser una sonrisa dedicada a quien sólo se conoce a nivel profesional. Shoba estaría perfectamente recuperada en unas pocas semanas. Nada indicaba que no pudiera tener más hijos en el futuro.

Estos días Shoba siempre se había marchado ya cuando él se despertaba por la mañana. Shukumar abría los ojos, se encontraba con sus largos cabellos negros depositados sobre la almohada y la imaginaba, ya vestida, bebiendo la que sería ya su tercera taza de café, en su oficina en el centro, allí donde trabajaba buscando errores tipográficos en libros de texto, errores que señalaba con un código que cierta vez le detalló, valiéndose de una panoplia de lápices de colores. Según le había prometido, ella misma le corregiría la tesis cuando ésta estuviera lista. Shukumar envidiaba lo específico de su trabajo, tan distinto a la naturaleza elusiva del que él realizaba. Shukumar era un estudiante mediocre, dotado de facilidad para absorber los detalles sin aportar curiosidad. Hasta septiembre se había mostrado cumplidor, ya que no aplicado, en el resumen de capítulos y el bosquejo de líneas de argumentación en unos cuadernos de rayado papel amarillento. Pero ahora se quedaba en la cama de matrimonio hasta que el aburrimiento le vencía, contemplando el armario que Shoba siempre dejaba entreabierto, la hilera de americanas de tweed y pantalones de pana que ya no tendría que molestarse en combinar para dar clase ese semestre. Cuando el niño nació muerto, ya era demasiado tarde para que le liberasen de dar clase. Sin embargo, su tutor en el departamento había arreglado las cosas para que le liberaran de dar clase durante el semestre de primavera. Shukumar estaba en su sexto curso de posgrado.

—Entre ese semestre y el verano tendrás tiempo para echar el resto —había observado el tutor—. En septiembre deberías tenerlo todo a punto.

Pero Shukumar distaba de estar echando el resto. En este momento le daba vueltas al modo en que él y Shoba se habían convertido en expertos en evitarse entre las paredes de aquella casa de tres dormitorios, donde pasaban el mayor tiempo posible viviendo en pisos separados. Shukumar pensó que los fines de semana habían dejado de tener aliciente para él, ahora que ella pasaba horas sentada en el sofá absorta en sus carpetas y sus lápices de colores, de modo que él sentía aprensión a poner un disco en su propio hogar por miedo a parecer descortés. También pensó en el mucho tiempo transcurrido sin que ella le mirase a los ojos y le dedicara una sonrisa, o musitara su nombre en las raras ocasiones en que todavía buscaban el cuerpo del otro antes de caer dormidos.

Al principio creyó que todo pasaría, que de un modo u otro él y Shoba se las arreglarían para salir adelante. Shoba no tenía más que treinta y tres años. Era una mujer fuerte y se había recuperado bien, cosa que no servía de consuelo. Con frecuencia se acercaba la hora del almuerzo cuando Shukumar por fin se decidía a salir de la cama y acercarse a la cafetera, en el piso de abajo, para servirse el resto de café que Shoba siempre dejaba para él en la encimera, al lado de una taza vacía.



* * *



Shukumar recogió las pieles de cebolla con ambas manos y las dejó caer en el cubo de la basura, sobre los recortes de grasa de cordero. Abrió el grifo del agua del fregadero, para que el cuchillo y la tabla de cortar se empaparan, y se frotó los dedos con medio limón a fin de eliminar el olor a ajo, truco que había aprendido de Shoba. Eran las siete y media. A través de la ventana contempló el cielo, negro y apagado como la brea. Desiguales bancadas de nieve continuaban alineándose en las aceras, si bien el tiempo más cálido permitía que la gente caminara sin guantes ni gorros. La última tormenta había dejado casi un metro de nieve, así que durante una semana la gente había tenido que andar en fila india por unas estrechas trincheras. Durante una semana, ésa había sido la excusa empleada por Shukumar para no salir de casa. Pero ahora las trincheras eran cada vez más anchas y el agua se escurría de forma sostenida por las rejillas del pavimento.

—El cordero no estará listo antes de las ocho —dijo Shukumar—. Me temo que cenaremos a oscuras.

—Podemos encender velas —sugirió ella. Shoba se soltó el cabello, que durante el día llevaba pulcramente recogido sobre la nuca, y se quitó las zapatillas sin desanudar los cordones—.

Voy a ducharme antes de que se vaya la luz —añadió, dirigiéndose a la escalera—. Ahora vuelvo.

Shukumar recogió el bolso y las zapatillas, que dejó al lado de la nevera. Shoba antes no era así. Antes ponía el impermeable en una percha, las zapatillas en el armario y pagaba las facturas nada más llegar éstas. Pero ahora pensaba en su casa como quien piensa en un hotel. El hecho de que el amarillo sillón de chintz que tenían en la sala de estar desentonara con los tonos azules y rojizos de la alfombra turca había dejado de preocuparle por completo. En el porche cubierto que había en la parte trasera de la casa, una gran bolsa de un blanco reluciente seguía abandonada sobre la chaise-longue de mimbre, llena de tela de encaje que una vez comprara a fin de confeccionar cortinas.

Mientras Shoba se duchaba, Shukumar bajó al baño del piso inferior y halló un cepillo de dientes sin usar en una caja junto al lavabo. Las cerdas baratas y rígidas hirieron sus encías, obligándole a escupir sangre en la pila. El cepillo nuevo era uno de tantos que había almacenados en una cesta metálica. Shoba los había adquirido cierta vez que los halló de oferta, por si alguna visita se quedaba a pasar la noche de modo inesperado.

Era típico de ella. Shoba pertenecía a ese tipo de personas que se preparan para las sorpresas, buenas y malas. Si encontraba una falda o un bolso de su agrado, compraba dos unidades. También guardaba las bonificaciones de su trabajo en una cuenta bancaria independiente, bajo su propio nombre. Shukumar no le había dado mayor importancia. Su propia madre se había visto sin un céntimo después de la muerte de su padre, teniendo que abandonar la casa en que Shukumar había crecido para trasladarse otra vez a Calcuta, abandonando a Shukumar a su propia suerte. El apreciaba que Shoba fuera distinta. Su visión de futuro no dejaba de sorprenderle. Cuando era ella quien se encargaba de las compras, la despensa siempre estaba atestada de botellas adicionales de aceite de oliva o maíz, según les diera por cocinar platos italianos o indios. Siempre había infinidad de cajas de pasta de todas las formas y colores, sacos con cremallera repletos de arroz basmati, ijadas enteras de cabras y corderos adquiridas en las carnicerías musulmanas de Haymarket, troceadas y congeladas en un sinfín de bolsas de plástico. Uno de cada dos sábados se aventuraban por el laberinto de puestos que Shukumar tan bien llegó a conocer con el tiempo. El la contemplaba atónito mientras ella seguía comprando más comida, persiguiéndola con las bolsas de lona en la mano mientras ella se abría paso entre el gentío, discutiendo bajo el sol matinal con muchachos que aún no se afeitaban pero a quienes ya les faltaban dientes, muchachos que hacían malabarismos con las bolsas de papel marrón llenas de alcachofas, ciruelas, jengibres y boniatos, antes de pesarlas en la báscula y pasárselas a Shoba, una detrás de otra. A ella no la molestaban los empujones de la multitud, ni siquiera cuando estuvo embarazada. Era alta, de hombros anchos y caderas hechas para la maternidad, según las había definido el tocólogo. De regreso a casa, mientras el coche enfilaba la curva del río Charles, nunca dejaban de maravillarse ante la cantidad de comida que habían comprado.

La comida jamas se desperdiciaba. Cuando los amigos venían de visita, Shoba organizaba unas cenas cuya preparación parecía cosa de medio día, a partir de ingredientes congelados y envasados por ella misma, no de baratas latas de conservas, sino de pimientos que ella misma marinaba con romero, salsas estilo chutney que cocinaba los domingos removiendo hirvientes cazos repletos de tomates y ciruelas. Sus frascos de conservas se alineaban etiquetados en los estantes de la cocina en un sinfín de pirámides selladas, suficientes, estaban de acuerdo, para que sus nietos los probaran algún día. Ahora se los habían comido todos. Shukumar llevaba tiempo saqueando la despensa de forma metódica, preparando comidas para los dos, midiendo el arroz en tazas, descongelando bolsas de carne un día tras otro. Cada tarde repasaba los libros de cocina de Shoba y seguía sus instrucciones anotadas a lápiz a fin de emplear dos cucharadas de semillas de cilantro molidas en vez de una, lentejas rojas en vez de las amarillas. Cada receta exhibía una fecha, en referencia a la primera vez que habían comido el plato juntos. 2 de abril, coliflor con hinojo. 14 de enero, pollo con pasas y almendras. El no recordaba en absoluto haber probado esos platos, pero ahí estaban, anotados con su precisa letra de correctora. Shukumar le había cogido afición a la cocina en los últimos tiempos. Era lo único que todavía le hacía sentirse útil. Como sabía, si no fuera por él, Shoba se contentaría con cenar un tazón de cereales.

Hoy, sin electricidad, tendrían que comer juntos. Llevaban meses sirviéndose directamente de la cocina. Shukumar se llevaba el plato a su estudio, donde dejaba que la comida se enfriara sobre el escritorio antes de llevársela a la boca sin pausa. Por su parte, Shoba se llevaba su plato a la sala de estar, donde miraba algún concurso o corregía originales con su arsenal de lápices de colores cerca.

Shoba venía a visitarle en algún momento de la noche. Cuando Shukumar le oía llegar, escondía la novela que estaba leyendo y se ponía a teclear frases. Shoba ponía las manos en sus hombros y unía su mirada a la suya, concentradas ambas en el destello azul de la pantalla del ordenador.

—No trabajes tanto —le decía después de uno o dos minutos, antes de ir a acostarse.

Era el único momento del día en que ella buscaba su presencia, un instante que desde hacía tiempo provocaba pavor en Shukumar. Sabía que Shoba se forzaba a ello. Ella dejaba vagar su mirada por las paredes de la habitación, que habían decorado el verano pasado con un ejército de patos y conejos desfilando al son de tambores y trompetas. A fines de agosto ya había una cuna de cerezo bajo la ventana, una blanca mesita de bebé con tiradores verdes y una mecedora con cojines a cuadros. Shukumar lo había desmantelado todo antes de traer a Shoba del hospital, encargándose de raspar los patos y conejos con ayuda de una espátula. Por alguna razón, la habitación no le angustiaba del modo que le angustiaba a ella. En enero, cuando dejó de trabajar en su cubículo de la biblioteca, instaló su escritorio allí de forma deliberada, en parte porque se sentía a gusto en la habitación, en parte porque Shoba evitaba entrar en ella.



* * *



Shukumar volvió a la cocina y empezó a abrir un cajón tras otro. Trataba de encontrar una vela entre las tijeras, las batidoras eléctricas y manuales, el mortero y su mano adquiridos en un bazar de Calcuta y empleados para machacar dientes de ajo y vainas de cardamomo cuando era ella quien cocinaba. Shukumar encontró una linterna, pero no pilas, así como una caja medio vacía de velas de cumpleaños. Shoba le había organizado una fiesta sorpresa por su cumpleaños, el mayo pasado. Ciento veinte personas habían abarrotado la casa, los mismos amigos y amigos de amigos que ahora evitaban de forma sistemática. Las botellas de vino verde portugués se apilaban en la bañera cubierta de hielo. En su quinto mes de embarazo, Shoba bebía ginger-ale en una copa de martini. Había preparado un pastel de vainilla con crema y azúcar hilado. Toda la noche la pasó con los largos dedos de Shukumar entrelazados con los suyos mientras paseaban entre los invitados de la fiesta.

Desde el pasado septiembre, su única visitante había sido la madre de Shoba. Venida de Arizona, se había quedado dos meses con ellos, después que Shoba volviera del hospital. La mujer hacía la cena todas las noches, conducía ella misma al supermercado y lavaba y ordenaba la ropa de la pareja. La madre de Shoba era una mujer religiosa. En un pequeño altar dispuso la imagen enmarcada de una diosa de rostro color lavanda y un plato con pétalos de caléndula, en una mesita del cuarto de los invitados, donde oraba dos veces al día, en demanda de nietos sanos en el futuro. La mujer se mostraba amable con Shukumar sin ser de veras amistosa. Cuando doblaba sus jerseys, lo hacía con la experiencia aprendida en sus años como empleada de gran almacén. También le cosió el botón que faltaba en su abrigo para el invierno y le tejió una bufanda beige y marrón que le entregó sin el menor atisbo de ceremonia, como si se tratara de una prenda recién descubierta caída en el suelo. Con él, nunca hablaba acerca de Shoba; cierta vez que él hizo mención a la muerte del bebé, ella alzó la mirada de la prenda que tejía y declaró:

—Pero si tú ni siquiera estabas allí...

A Shukumar le pareció extraño que no hubiera una sola vela corriente en toda la casa. Que Shoba no hubiera previsto tan común emergencia. Tras buscar un lugar donde disponer las velas de cumpleaños, se decidió por la tierra de una maceta de hiedra que normalmente reposaba en una repisa sobre el fregadero. Aunque la planta estaba a apenas centímetros del grifo, la tierra estaba tan reseca que debió regarla a fin de que las velas se mantuvieran erguidas. Shukumar echó a un lado los objetos que atestaban la mesa de la cocina, la pila de cartas del correo, los volúmenes prestados de la biblioteca y no leídos. Recordó las primeras comidas allí compartidas, cuando tan excitante les resultaba el matrimonio, por fin la vida en común en una misma casa, cuando tantas veces perdían la cabeza y se echaban el uno en brazos del otro, más ansiosos de hacer el amor que de alimentarse. Shukumar dispuso dos manteles individuales de encaje, regalo de bodas de un tío de Lucknow, y sacó los platos y las copas de vino que solían reservar para las visitas. A continuación puso la hiedra en el medio, las estrelladas hojas de reborde blanco rodeadas por diez velas diminutas. Conectó el aparato digital de radio y despertador, que ajustó en la onda de una emisora de jazz.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Shoba cuando bajó del baño. Una espesa toalla blanca envolvía sus cabellos. Desanudó la toalla y la dispuso en el respaldo de una silla, dejando que su cabellera húmeda y oscura descendiera espalda abajo. Caminando hacia el horno con gesto abstraído, liberó algunos rizos con sus dedos. Vestía unos pantalones de chándal limpios, una camiseta, una vieja bata de franela. Su estómago era otra vez liso, su cintura volvía a resultar estrecha junto a la explosión de las caderas, el cinturón de la bata estaba anudado con descuido.

Eran casi las ocho. Shukumar puso el arroz en la mesa y las lentejas de la noche anterior en el horno microondas, cuyo temporizador ajustó al momento.

—Has hecho rogan josh —observó Shoba, contemplando el estofado reluciente de pimentón a través de la transparente tapa del cazo.

Shukumar extrajo un pedazo de cordero, pellizcándolo con rapidez entre los dedos a fin de no quemarse. A continuación palpó un pedazo mayor con la cuchara de servir para cerciorarse de que la carne se soltaba bien del hueso.

—Ya está listo —anunció.

El microondas emitió su pitido justo cuando la luz se apagó y la música dejó de oírse.

—Ni hecho aposta —dijo Shoba.

—Sólo he encontrado velas de cumpleaños.

Shukumar iluminó la maceta de hiedra y dejó las demás velas y la carterilla de fósforos junto a su plato.

—No importa —respondió ella, pasando un dedo por el canto de su copa de vino—. Así es muy bonito.

En la penumbra, Shukumar supo cómo se sentaba ella, un poco hacia delante en la silla, los tobillos cruzados contra el travesaño inferior, el codo izquierdo sobre la mesa. Mientras buscaba las velas, Shukumar había encontrado una botella de vino en cierto cajón que pensó vacío. Afianzó la botella entre las rodillas y la abrió con el sacacorchos. A fin de no derramar el vino, alzó las copas y las situó sobre su regazo en el momento de llenarlas. Ambos se sirvieron, removiendo el arroz con los tenedores, guiñando los ojos al separar clavos y hojas de laurel del estofado. Cada pocos minutos, Shukumar prendía alguna nueva vela de cumpleaños, que emplazaba en la tierra del tiesto.

—Es como en la India —dijo Shoba, observándole mientras se las componía con su candelabro improvisado. A veces no hay corriente durante horas seguidas. Una vez tuve que atender toda una ceremonia del arroz en plena oscuridad. El bebé no hacía más que llorar y llorar. Seguro que hacía muchísimo calor.

Su niño jamás había llorado, meditó Shukumar. Su bebé jamás disfrutaría de una ceremonia del arroz, por mucho que Shoba hubiera elaborado una lista de invitados y hubiera decidido a cuál de sus tres hermanos le pediría servir al bebé su primer bocado sólido de comida, a los seis meses si se trataba de un niño, a los siete si era una niña.

—¿No está demasiado picante? —preguntó él. Empujó el iluminado de hiedra hacia el otro extremo de la mesa, junto a las pilas de libros y cartas, dificultando aún más la visión que tenían el uno del otro. De pronto le irritó no poder subir al piso de arriba y sentarse frente al ordenador.

—No. Está delicioso —respondió ella, tamborileando sobre su plato con el tenedor—. Muy bueno, de verdad.

Shukumar llenó de nuevo su copa de vino. Shoba le dio las gracias.

Antes no eran así. Ahora se veía obligado a luchar para decir algo que captara el interés de Shoba; algo que le hiciera levantar la mirada del plato o los originales que no dejaba de corregir. Con el tiempo había cedido en su empeño de distraerla. Había aprendido a convivir con el silencio.

—Me acuerdo de que cuando la corriente se iba en casa de mi abuela, era costumbre que todos tuviéramos que decir alguna cosa —continuó Shoba.

Shukumar apenas podía ver sus ojos, si bien su tono le decía que tenía los ojos entrecerrados, como si trataran de concentrarse en un objeto distante. Era un hábito que tenía.

—¿Qué tipo de cosa?

—No sé. Unos versos cortos. Un chiste. Un dato cualquiera acerca del mundo. Por alguna razón, mis parientes siempre querían que les dijera los nombres de mis amigas en América.

No sé por qué les interesaba tanto esa información. La última vez que vi a mi tía, me preguntó por cuatro chicas con quienes fui a la escuela en Tucson. Yo apenas si me acordaba de ellas.

Shukumar no había pasado tanto tiempo en la India como Shoba. Sus padres, que se habían establecido en New Hampshire, tenían la costumbre de volver de visita sin él. La primera vez que fue, siendo un niño pequeño, una disentería amébica casi le cuesta la muerte. Su padre, hombre de carácter nervioso, tenía miedo de volver a llevarle con ellos, no fuera a pasarle algo otra vez, así que le dejaba en casa de sus tíos de Concord. Durante su adolescencia, Shukumar prefería pasar los veranos de campamento o vendiendo helado antes que de visita en Calcuta. No fue hasta la muerte de su padre, en su primer año en la universidad, cuando el país comenzó a interesarle y se dedicó a estudiar su historia en los libros de texto, como si se tratara de una asignatura más. Ahora le gustaría contar con sus propias experiencias infantiles de la India.

—¿Por qué no lo hacemos? —propuso ella de repente.

—¿Hacer, el qué?

—Decirnos algo en la oscuridad.

—¿Como qué? No me acuerdo de ningún chiste.

—No, no hablo de chistes. —Shoba pensó por un minuto—. ¿Por qué no nos decimos algo que nunca nos hayamos dicho antes?

—En la escuela jugábamos a un juego así —recordó Shukumar—. Cuando bebíamos más de la cuenta.

—Ya. Te refieres al juego de contar verdades. Pero yo quiero decir otra cosa. Muy bien, empiezo yo. —Shoba bebió un sorbo de vino—. La primera vez que estuve a solas en tu apartamento, espié en tu agenda de direcciones, para ver si habías apuntado la mía. Me parece que entonces hacía dos semanas que nos conocíamos.

—¿Dónde estaba yo?

—Al teléfono, en la habitación de al lado. Era tu madre, así que supuse que estarías ocupado un buen rato. Quería saber si mi consideración había ascendido del simple teléfono garrapateado en un margen del periódico.

—¿Y era así?

—No. Pero no me desanimé. Ahora te toca a ti.

Aunque no se le ocurría cosa alguna, ella esperaba que dijera algo. Shoba no se había mostrado tan vivaz en varios meses. ¿Qué podía decirle que no le hubiera dicho ya? Shukumar recordó su primer encuentro, cuatro años atrás, en una sala de conferencias en Cambridge, en el recital de un grupo de poetas bengalíes. El azar les había hecho sentarse el uno al lado del otro, en sendas sillas plegables de madera. Shukumar no tardó en aburrirse; incapaz de descifrar la literaria prosodia, le resultaba imposible unirse a los suspiros y solemnes asentimientos de cabeza con que el resto del público acogía determinadas frases. Ojeando con disimulo el diario que tenía sobre el regazo, estudió las temperaturas registradas en diversas ciudades del mundo. Treinta y dos grados en Singapur el día de ayer, diez en Estocolmo. Cuando volvió el rostro a su izquierda, vio que la mujer sentada a su lado estaba ocupada en redactar una lista de la compra. Para su sorpresa, advirtió que la mujer era hermosa de veras.

—Muy bien —repuso él, acordándose—. La primera vez que fuimos a cenar, al restaurante portugués, olvidé darle propina al camarero. A la mañana siguiente volví, pregunté por su nombre y le dejé el dinero al encargado.

—¿Quieres decir que fuiste otra vez a Somerville, simplemente para dejarle la propina al camarero?

—Sí. Fui en taxi.

—¿Cómo es que olvidaste darle la propina?

Las velas de cumpleaños se habían apagado, pero Shukumar no tenía dificultad en percibir su rostro en la oscuridad, los ojos grandes y vivos, los labios llenos como uvas, la caída de la trona sufrida a los dos años, visible en la coma que señalaba su barbilla. Día a día, advirtió Shukumar, la belleza que antes le dejara anonadado parecía disiparse. El maquillaje que antes pareciera superfluo ahora resultaba necesario, no ya para subrayar sus facciones sino para prestarles cierta definición.

—Al final de la cena tuve la curiosa sensación de que acabaría casándome contigo —respondió él, admitiéndolo por primera vez ante sí, tanto como ante ella—. Supongo que eso me distrajo.



* * *



La noche siguiente, Shoba volvió a casa antes de lo habitual. Quedaba algo de cordero del día anterior, que Shukumar recalentó para que pudieran cenar a las siete. Ese día había salido de casa, entre la nieve que se derretía, y había comprado un paquete de velas largas y delgadas en la tienda de la esquina, junto con pilas para la linterna. Aunque ya tenía las velas dispuestas en la encimera, sobre unos candelabros de bronce en forma de flor de loto, comieron a la luz de la lámpara de pantalla de cobre que pendía sobre la mesa.

Cuando terminaron de cenar, Shukumar se sorprendió al ver que Shoba ponía un plato encima del otro y los llevaba al fregadero. Ya le hacía retirándose a la sala de estar, para buscar cobijo tras su barricada de originales.

—No te preocupes por los platos —dijo él, quitándoselos de las manos.

—Mejor hacerlo ahora —respondió ella, vertiendo una gota de jabón lavavajillas en la esponja—. Ya son casi las ocho.

A Shukumar se le aceleraron las pulsaciones. Llevaba todo el día esperando a que se fuera la luz. Pensó en lo que Shoba le revelara la noche anterior, sobre el día que espió su agenda de direcciones. Le gustaba recordar cómo era ella por entonces, atrevida y nerviosa a un tiempo la primera vez que se encontraron, también esperanzada. Hombro con hombro frente al fregadero, su mutuo reflejo encajaba entre el marco de la ventana. Shukumar se había sentido un tanto cohibido la primera vez que se miraron juntos al espejo. Ya no se acordaba de la última vez que alguien les había tomado una fotografía. Ahora habían dejado de ir a fiestas, ya no iban juntos a sitio alguno. La película encerrada en su cámara todavía contenía las imágenes de Shoba en el jardín, cuando estaba embarazada.

Cuando terminaron de fregar los platos, se acercaron a la encimera para secarse las manos, cosa que hicieron al unísono, valiéndose de ambos extremos del mismo paño de cocina. A las ocho en punto la casa se oscureció. Shukumar prendió los cabos de las velas; le sorprendieron las llamas, largas e inmóviles.

—Podemos sentarnos fuera —sugirió Shoba—. Aún no hace frío.

Armados con una vela cada uno, se sentaron en los peldaños del exterior. Resultaba curioso sentarse fuera, cuando la tierra aún exhibía parches de nieve. Pero esta noche todo el mundo había salido de casa, el aire fresco parecía animar a la gente. Las puertas se abrían y se cerraban. Una pequeña procesión de vecinos con linternas pasó frente a ellos.

—Vamos a la librería, a echar un vistazo —informó un hombre de cabello plateado. El hombre caminaba con su esposa, una mujer delgada y vestida con un impermeable, y llevaba a su perro de la correa. El matrimonio, Bradford de nombre, había dejado una tarjeta de felicitación en el buzón de Shoba y Shukumar en septiembre pasado—. He oído que hay luz en la librería.

—Mejor que la haya —bromeó Shukumar—, o echarán un vistazo a oscuras.

La mujer se echó a reír y pasó su brazo por el codo de su marido.

—¿Queréis venir con nosotros?

—No, gracias —respondieron Shoba y Shukumar a la vez. A Shukumar le sorprendió que sus voces sonaran al unísono.

Shukumar se preguntó qué le diría Shoba en la oscuridad. Algunas opciones nefastas ya le habían aguijoneado la mente. Que tenía un lío con otro hombre. Que no podía respetarle: con treinta y cinco años, seguía siendo un estudiante. Que no le perdonaba que ese día estuviera en Baltimore, como no se lo perdonaba su madre. Pero él sabía que nada de eso era cierto. Shoba le era fiel, tanto como lo era él mismo. Ella creía en él. Fue ella quien insistió en que marchara a Baltimore. ¿Había algo que no supieran el uno del otro? Shukumar sabía de la tensión con que a ella se le agarrotaban los dedos de noche, con el cuerpo estremecido por los malos sueños. Sabía que prefería el melón dulce al ácido. Sabía que cuando volvieron del hospital lo primero que hizo ella al entrar en casa fue empezar a amontonar cosas de los dos en el recibidor: libros de los estantes, plantas de las repisas, cuadros de las paredes, fotos de las mesas, cazos y sartenes que colgaban de su gancho sobre la cocina. Shukumar había preferido dejarla hacer, observándola moverse metódicamente de una habitación a otra. Una vez satisfecha, Shoba se quedó allí plantada, con la mirada fija en el montón que acababa de hacer, con los labios fruncidos en tal gesto de asco que Shukumar pensó que iba a soltar un escupitajo. En ese momento Shoba se echó a llorar.

Shukumar comenzaba a tener frío, sentado en los peldaños. Le parecía que lo justo era que ella hablase primero.

—La vez que tu madre vino a visitarnos —repuso ella por fin—, cuando te dije que saldría más tarde del trabajo, en realidad me fui con Gillian a tomar un martini.

Shukumar examinó su perfil, la nariz delgada, la configuración levemente masculina de la mandíbula. Recordaba bien esa noche: la cena con su madre, cansado después de dos horas de clase seguidas, deseando que Shoba estuviera allí, ella que siempre sabía decir las cosas que convenía, tan distinto a él, que sólo sabía meter la pata. Se cumplían doce años desde la muerte de su padre, y su madre había venido para pasar dos semanas con Shoba y él a fin de honrar juntos el recuerdo de su padre. Cada noche, su madre cocinaba algún plato preferido por su padre; sin embargo, el recuerdo le conmovía demasiado para probar bocado y sus ojos tendían a hincharse cada vez que Shoba acariciaba su mano.

—Es algo conmovedor —le había comentado Shoba a él por entonces. Ahora podía ver a Shoba junto a Gillian, en un bar con sofás de terciopelo rayado, el mismo al que solían ir después del cine, recordando al camarero que pusiera otra oliva en el martini, pidiéndole un cigarrillo a Gillian. La imaginó quejándose ante una Gillian que la comprendía y sabía lo que eran las visitas de la familia política. Gillian era quien había llevado a Shoba al hospital.

—Tu turno —recordó Shoba, cortando en seco sus pensamientos.

Shukumar oyó el sonido de un taladro al final de la calle; los empleados de la compañía hablaban a gritos para hacerse oír. Su mirada recorrió las fachadas de las casas que se alineaban en la calle. El destello de unas velas relucía en una ventana. A pesar de que el tiempo era cálido, el humo ascendía de la chimenea.

—Pues yo hice trampa en el examen de Civilizaciones orientales en la universidad —informó—. Eso fue en el último semestre, en los exámenes finales. Mi padre había muerto pocos meses atrás. Desde donde estaba, podía ver las respuestas del tipo sentado a mi lado. Este tipo era americano y un fenómeno que sabía urdú y sánscrito. Yo no me acordaba de si el verso que debíamos identificar era un ejemplo de ghazal o no, así que miré su respuesta y la copié.

El episodio había tenido lugar más de quince años atrás. Shukumar se sintió aliviado tras confesarlo.

Shoba se volvió hacia él, sin mirar su rostro, con la vista fija en sus mocasines, los viejos mocasines que calzaba como zapatillas de estar por casa, el cuero de la parte posterior aplastado de modo definitivo. Shukumar se preguntó si la revelación la habría incomodado. Shoba cogió su mano y la apretó con fuerza.

—No tenías que decirme por qué lo hiciste —apuntó, acercándose a él.

Siguieron sentados el uno junto al otro hasta las nueve en punto, cuando volvió la luz. Oyeron a algunos vecinos aplaudir desde sus porches; las televisiones se pusieron en funcionamiento. Los Bradford pasaron de regreso, con sendos cucuruchos de helado, y les saludaron con un gesto. Shoba y Shukumar les devolvieron el saludo. A continuación se pusieron en pie, la mano de Shoba todavía apretando la suya, y regresaron al interior.



* * *



De un modo u otro, sin hablarlo de forma explícita, la cosa había resultado así. Un intercambio de confesiones: pequeñas tonterías con que se habían herido mutuamente o a sí mismos.

Al día siguiente, Shukumar empleó horas en pensar qué iba a decirle a Shoba. Dudaba entre confesar que cierta vez arrancó la fotografía de una mujer de una de las revistas de modas a las que antaño estaba suscrita, fotografía que había llevado entre las páginas de sus libros durante una semana, o revelar que en realidad nunca perdió el chaleco de punto que ella le regalara por su tercer aniversario de boda, sino que lo cambió por dinero en metálico en la tienda de Filene para después emborracharse a solas en un bar de hotel en pleno mediodía. Con ocasión de su primer aniversario, Shoba le había regalado con una cena-buffet de diez platos, preparada en exclusiva para él. El chaleco le había deprimido.

—Mi mujer me ha regalado un chaleco de punto por nuestro aniversario de boda —había confesado al barman, con la cabeza espesa por el coñac.

—¿Y qué esperaba usted? —había respondido el barman—. En eso consiste el matrimonio.

En cuanto a la fotografía de la mujer, no sabía por qué la había arrancado de la revista. Menos guapa que Shoba, la mujer lucía un vestido blanco con lentejuelas, un rostro flaco y antipático y unas piernas hombrunas. Con los brazos alzados en el aire, con los puños junto a la cabeza, parecía como si se fuera a golpear en las orejas. Se trataba de un anuncio de medias de mujer. Shoba estaba embarazada por entonces, con el estómago repentinamente inmenso, hasta el punto de que Shukumar no quería ni tocarla. La primera vez que vio el anuncio, estaba en la cama junto a ella, contemplándola mientras leía. Cuando más tarde vio la revista en el montón de papeles para reciclar, dio con la mujer y arrancó su imagen con sumo cuidado. Durante una semana se permitió echarle una miradita al día. La mujer le producía un intenso deseo, un deseo, sin embargo, que se convertía en asco después de un minuto o dos. Era lo más cerca que había estado del adulterio.

Shukumar habló a Shoba del jersey en la tercera noche; de la fotografía en la cuarta. Ella no hizo comentario alguno mientras él hablaba, no efectuó protesta o reproche en absoluto. Se contentó con escucharle y, por fin, apretar su mano con la misma fuerza de antes. En la tercera noche, ella le confesó que cierta vez, después de una conferencia a la que habían asistido juntos, no hizo nada por advertirle que tenía una mancha de paté en la barbilla cuando se dirigió a hablar con el catedrático. Irritada con él por un motivo u otro, le dejó explayarse de forma interminable sobre la beca que necesitaba para el siguiente semestre sin tan sólo llevarse el dedo a la propia barbilla a fin de avisarle. En la cuarta noche, le reveló lo poco que le gustaba el único poema que él había publicado en su vida, escrito aparecido en una revista literaria de Utah. Shukumar había escrito ese poema poco después de conocer a Shoba. Según añadió ella ahora, el poema siempre le había parecido demasiado sentimental.

Algo sucedía cuando la casa estaba a oscuras. De nuevo se veían capacitados para hablar el uno con el otro. La tercera noche, después de cenar se sentaron en el sofá; cuando se fue la luz, Shukumar la besó con timidez en la frente y el rostro; aunque estaba a oscuras, cerró los ojos, a sabiendas de que ella también cerraba los suyos. La cuarta noche subieron al piso de arriba con paso cuidadoso, a la cama, tanteando a medias el último escalón antes del rellano, para hacer el amor con una desesperación que habían olvidado. Shoba lloró en silencio y musitó su nombre, mientras repasaba la línea de sus cejas en la oscuridad. Mientras le hacía el amor, Shukumar se preguntó qué le diría él la próxima noche, y qué le diría ella, excitándose ante la perspectiva.

—Abrázame —ordenó—. Abrázame fuerte.

Ambos dormían ya cuando la luz regresó en el piso de abajo.



* * *



En la mañana del quinto día, Shukumar encontró un nuevo aviso de la compañía eléctrica en el buzón. El suministro había sido reparado antes de lo previsto, decía. Se sintió decepcionado. Aunque tenía previsto preparar malai de gambas para Shoba, cuando llegó a la tienda ya no tenía ganas de cocinar. No era lo mismo, meditó, sabiendo que ya no se iría la luz. En la tienda, las gambas eran pequeñas y grisáceas. La lata de leche de coco estaba cubierta de polvo y era carísima. Con todo, las compró. También adquirió una vela de cera de abejas y dos botellas de vino.

Shoba volvió a casa a las siete y media.

—Me parece que nuestro juego toca a su fin —dijo él, al verla leer el aviso.

Shoba le miró.

—Todavía puedes encender las velas, si te apetece.

Shoba no había ido al gimnasio esa tarde y vestía una americana bajo la gabardina. Hacía poco que se había retocado el maquillaje.

Cuando Shoba subió a cambiarse, Shukumar se sirvió algo de vino y puso un disco de Thelonius Monk que sabía que a ella le gustaba.

Después de que Shoba volviera, cenaron juntos. Ella no le dio las gracias por la cena ni le hizo cumplido alguno. Simplemente, se limitaron a cenar en una habitación en penumbra, al hálito de una vela de cera de abejas. Habían sobrevivido a una temporada difícil. Acabaron con las gambas. Acabaron la primera botella de vino y destaparon la segunda. Siguieron sentados juntos hasta casi consumirse la vela. Shoba se movió en su silla y Shukumar pensó que le iba a decir alguna cosa. En lugar de eso, Shoba apagó la vela de un soplido, se levantó, conectó el interruptor de la luz y volvió a sentarse.

—¿No sería mejor dejar la luz apagada? —preguntó Shukumar.

Shoba puso el plato a un lado y unió las manos sobre la mesa.

—Quiero que me mires a la cara cuando oigas lo que voy a decirte —repuso ella con calma.

El corazón de Shukumar latió con fuerza. El día que le comunicó su embarazo, Shoba había empleado las mismas palabras exactas, que pronunció en el mismo tono calmo tras apagar el partido de baloncesto televisado que él se entretenía en contemplar. Esa vez le pilló desprevenido. Pero ahora no era así.

Sin embargo, no quería saber de un nuevo embarazo. No quería verse obligado a mostrar felicidad.

—He estado buscando un apartamento para mí. Ya lo he encontrado —declaró ella, concentrando la mirada, según parecía, en un punto situado tras el hombro izquierdo de Shukumar. No cabía culpar a nadie, continuó. Los dos ya lo habían pasado bastante mal. Necesitaba estar sola un tiempo. Sus ahorros le llegaban para financiar la entrada del piso. El apartamento estaba en Beacon Hill, así que ahora podría ir andando al trabajo. Había firmado el contrato esa misma noche, antes de volver a casa.

Shoba insistía en no mirarle, pero Shukumar tenía los ojos clavados en ella. Estaba claro que tenía el discurso bien ensayado. Llevaba tiempo buscando piso, comprobando la presión del agua, preguntando a este y otro agente de la propiedad si el alquiler incluía la calefacción y el agua caliente.

Shukumar sintió náuseas al pensar que todas estas noches no había hecho sino prepararse para una vida sin él. Aunque se sentía aliviado, la náusea no le abandonaba. Esto era lo que Shoba había estado tratando de decirle las últimas cuatro noches. Aquí estaba la clave de su juego.

Ahora le tocaba hablar a él. Había algo que se había prometido no revelarle jamás, y durante seis meses había hecho todo lo posible por apartarlo de su mente. Antes de la exploración por ultrasonidos, Shoba había pedido al médico que no le dijera el sexo de su hijo, cosa que había acordado con Shukumar. Ella había querido saberlo por sorpresa.

Más tarde, las pocas veces que habían hablado sobre lo sucedido, Shoba le había dicho que al menos se habían quedado sin saberlo. En cierto modo, ella se enorgullecía de la decisión que había tomado, que le permitía hallar cierto consuelo en el misterio. Shukumar sabía que ella asumía que la cuestión también era un misterio para él. Cuando él llegó de Baltimore, ya era demasiado tarde, todo había pasado y Shoba yacía en la cama del hospital. Pero Shukumar no había llegado tan tarde. Había llegado justo a tiempo para ver al bebé y sostenerlo en sus brazos antes de la incineración. Al principio dio un respingo cuando se lo sugirieron, pero el médico le dijo que sostuviera al bebé entre sus brazos, que acaso más adelante eso le ayudaría a superar el dolor. Shoba dormía. El bebé había sido limpiado a conciencia, sus párpados bulbosos aparecían cerrados al mundo para siempre.

—Era niño —declaró—. Su piel era más rojiza que marrón. El pelo de su cabeza era negro. Pesaba casi dos kilos y medio. Tenía los dedos agarrotados, como tú cuando duermes.

Shoba por fin fijó su mirada en él. Su rostro estaba contraído por el dolor. Shukumar había hecho trampa en un examen de la facultad y arrancado de una revista la imagen de una mujer. Había devuelto un jersey para emborracharse en pleno día. Era lo que él le había confesado. Shukumar había tenido al niño en brazos —el mismo niño que sólo había conocido la vida en el seno de su vientre—, contra su pecho en un cuarto a oscuras en un ala desconocida del hospital. Lo había tenido en brazos hasta que una enfermera llamó a la puerta y se lo llevó, prometiéndose entonces que jamás se lo diría a Shoba, pues entonces todavía la amaba, y se trataba de la única vez en su vida que ella había deseado recibir una sorpresa.


Shukumar se levantó y puso su plato sobre el de ella. Llevó los platos al fregadero, pero en vez de abrir el grifo se quedó mirando por la ventana. En el exterior, la noche todavía era cálida; los Bradford paseaban cogidos del brazo. Mientras contemplaba a la pareja, en la cocina se hizo la oscuridad. Shukumar se volvió. Shoba había apagado la luz. Ella volvió a la mesa y se sentó. Al cabo de un momento, Shukumar se sentó a su lado. Ambos se echaron a llorar a la vez, por las cosas que ahora sabían.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Felicidad - Alejandra Laurencich

Le indico al  taxista a dónde voy y veo cómo le cambia la cara. Gesto de compasión. Me hace acordar a un juego que jugaba cuando era chica. Poné cara de lástima, decía yo entonces. Ahora sólo tengo que indicar: Al hospital de patologías infantiles, por favor.

Cada vez que lo digo, siento que repito los pasos de un sueño del que no puedo despertar. La enfermedad en los chicos siempre me pareció algo de otros: qué desgracia, decía en esos casos, y arqueaba las cejas, en silencio, como acaba de hacer el taxista que me mira por el espejo retrovisor. Aprieta los labios hasta que se anima a la pregunta (casi la misma que escucho desde hace ya dieciocho días):
¿Tiene a alguien internado?
-Mi hijo.

Lo digo con bronca, como si aceptara la derrota y me quedo mirándolo, esperando de él algo más que ese meneo estúpido de la cabeza.
-¿Muy chiquito?
-Siete meses.

Otra mueca, la boca en u. ¿Le duele algo?, querría preguntarle, o mejor: Ahora que lo sabe, ¿puede hacer algo? Entonces para qué saber, para qué ese gesto mal  actuado, impotente, para qué esa curiosidad morbosa que lo hace preguntar:
 -¿Qué tiene el bebé?

Cualquier taxista debe saber que al Hospital de Patologías Infantiles no llegan  casos de sarampión,  apendicitis o diarrea de verano. Allí sólo pueden verse chicos con barbijos, con tubitos plásticos colgando como fideos de la nariz, en sillas de ruedas parecidas a camas, niños con calvas brillantes, sin cejas, como la peladita de la 415.  Los aullidos de esa nena no se aguantan.
-¿Qué tiene el bebé?

Cómo que no hay diagnóstico, doctor. Cómo que estamos buscando. Abro la ventanilla y enciendo un cigarrillo. Nunca en mi vida había fumado en los taxis. Ahora sé que nadie me va a decir: Acá no se puede fumar. Largo el humo, busco una estrella en el cielo negro de la madrugada y me rindo por un momento a quien sea que esté detrás de esos infinitos ojos titilantes. Rece, mamá. Rece y deje que nosotros busquemos el problema. El padrenuestro se me enreda a las frases dispersas de los médicos, no puedo evitarlo. A lo mejor eso es rezar. Buscar una lógica, un detalle que a ellos se les haya escapado. Sacarlo de ahí, encontrar el diagnóstico que permita sacarlo de ahí. De ese olor entre dulzón y ácido de las sábanas esterilizadas, de esos tubos fluorescentes, mesitas de fórmica, ventanas sin plantas.  Ruidos ajenos, puertas que se abren en el momento en que nos estamos sonriendo, tan cerca su nariz de la mía, voces intrusas, a ver a ver, ese gordito, déjenos un momentito mamá vamos a sacarle el colector de orina. Él me estaba sonriendo, él me iba a contar qué le pasa. Sacarlo de esas noches que imagino, la manito agarrada a la de su papá que lo ve sobresaltarse por las ráfagas de aullidos, ruedas que gimen por los  pasillos y se acercan trayendo equipos, la peladita de la 415 tuvo una crisis anoche. Y antes de anoche. Sacarlo de ahí.
-Todavía no se sabe que tiene. ¿Puede subir la música?

Cierro los ojos e intento creer en un futuro. Mi bebé y yo, abrazados, bailando canciones alegres como la que está sonando en la radio, o románticas, algunas de aquellas con las que enamoré a su papá. Mañanas de sol en la terraza, los tres, la pileta de lona como un pequeño lago resplandeciente, su primera letra: una A quizá garabateada en una boleta de teléfono que guardaré en una caja con su nombre, los dientes con puntillas, un adolescente de pelo largo con la remera de los Rolling Stones, me das guita, má. A ver mamá, vamos a tomarle una muestrita de sangre.  Él  sonríe, ¿no ven que sonríe? No tiene nada. No grita con esos gritos de lobo. No tiene los ojos extraviados ni aúlla de noche por el  Síndrome de...qué extraño que no recordara ese nombre que parecía ruso, un bellísimo nombre ruso para una enfermedad que convierte a las peladitas en lobos y pinta de negro las ojeras de las madres, para ese sonido que no deja pensar.  Me acostumbré, dice la pobre mujer, si no tengo esos gritos no puedo dormir. Le digo que sí con la cabeza y le tomo la mano. Si tanto le preocupan las madres, ¿por qué no funda una asociación?, pregunta de psicóloga cruzada de piernas en el consultorio de la calle Billinghurst, tan lejos de los pasillos de  luz blanca que no se apagan de noche, tan lejos del aliento a mate dulce de las enfermeras. Por qué no te morís, hija de puta, vos y Freud y  toda esa mierda. La madre de la peladita me entiende más, sus ojeras me ayudan a soportar.
-Son 7 con 80, señora.

Exactos siete con ochenta, a veces menos, nunca más.  A nadie se le ocurriría robarle al que tiene un hijo acá. Ya no queda resto. Lo intuyo en ese “que tenga suerte señora” que suena a despedida del reino de los vivos. El guarda que cuida la puerta  e inclina la cabeza cuando me ve, lo sabe. Abandone toda esperanza quien atraviese este portal. La rampa azul me espera y comienzo el intento de no oler, no oír. Hago una íntima reverencia cuando paso por la capilla y veo envueltos en frazadas a los provincianos que duermen bajo el sagrado corazón. El aroma a café con leche que sube de la confitería se vuelve nauseoso en esa mezcla con el Pervinox. Cruzo los pabellones. Espero el primer grito y el estómago se me vuelve escudo. La puerta de la sala de enfermeras está entreabierta y veo a la pelirroja fumando. Está prohibido fumar en el hospital. Lo sabe, me guiña un ojo: No puedo más, fue una noche terrible, me dice. Ve mi cara de pánico. No, quedáte tranquila, tus hombres están bien.  Fue la de la 415 . Imagino los oídos de mi bebé taladrados por el lobo. ¿Tuvo otra crisis? pregunto. Murió a las dos, me contesta. No puedo seguir hablando.
La dejo que fume en paz y camino hacia la habitación. Cuando paso por la 415 me detengo. Veo el colchón desnudo. Las ventanas están abiertas  y el  aire parece frío. Escucho el silencio. La peladita no va a aullar más de noche. A partir de hoy mi bebé va a poder dormir tranquilo.  Me apuro por el pasillo y siento algo extraño en el pecho. Tengo ganas de cantar.