sábado, 23 de noviembre de 2013

PODERES TERRENALES – Anthony Burgess (caps 1 y 2)

                           1

Era la tarde de mi ochenta y un aniversario, y yo estaba en la cama con mi ganimedes, cuando anunció Alí que había venido a verme el arzobispo.
—Está bien, Alí —dije, en trémulo español, a través de la puerta cerrada del dormitorio principal—. Llévale al bar. Sírvele algo de beber.
—Hay dos. Su capellán también.
—Bien, bien, Alí. Sírvele también algo a su capellán.
Me retiré hace diez años de la profesión de novelista. No tendrá más remedio que admitir el lector, sin embargo, si es que conoce algo de mi obra y se toma la molestia de releer ahora esta primera frase, que nada he perdido de mi vieja astucia para maquinar lo que se llama un impresionante principio. Pero no hay, en realidad, ninguna maquinación en el asunto. La realidad juega a veces en las manos del arte. Que tenía ya ochenta y un años no podía dudarlo siquiera: a lo largo de toda la mañana habían estado llegando telegramas de felicitación ratificándolo. Geoffrey, que estaba poniéndose ya sus estrechos pantalones de verano, era, digamos, mi ganimedes o amante masculino, además de mi secretario. El arzobispo era, desde luego, un arzobispo auténtico. La hora, poco más de las cuatro de la tarde de un día de junio maltés... el 23 para ser exactos y para ahorrar a los verdaderamente interesados la molestia de consultar el Who's Who.
Geoffrey sudaba demasiado y estaba engordando muy deprisa (¿por qué digo muy deprisa? Geoffrey nunca hacía nada muy deprisa). La vida, creía yo, le resultaba demasiado fácil a aquel muchacho de treinta y cinco años. En fin, el momento de nuestra separación no podía demorarse mucho más, por la simple naturaleza de las cosas. Geoffrey no se sentiría muy complacido cuando asistiera a la lectura de mi testamento. «La vieja zorra, amigo, con lo que hice por él.» Yo también lo haría por él, pero póstumamente, póstumamente.
Me quedé un ratito echado, desnudo, moteada la piel de manchas, cetrino, flaco, fumando un cigarrillo que debería haber sido poscoito, pero que no lo era. Geoffrey se puso las sandalias resollando, arrugando la barriga en tres masas de grasa al agacharse. Luego se puso la cazadora florida. Por último, se ocultó tras las gafas de sol, que eran del género insolente, de esas cuyas convexidades chispean metálicos espejos hacia el mundo. Contemplé en ellas con claridad mi cuello y rostro octogenarios, la anciana severidad famosa de quien ha vivido la vida muy intensamente, los tendones descarnados, lo mismo que cables, la clara anatomía de las quijadas, el cigarrillo Fribourg and Treyer en su boquilla Dunhill relacionándome con una época en que fumar era un acto que exigía elegancia. Contemplé sin rencor aquella doble imagen, mientras Geoffrey decía:
—¿Qué demonios andará buscando el arzobispo? Quizá venga a traer una bula de excomunión. Envuelta en un vistoso papel de regalo, por supuesto.
—Llega con sesenta años de retraso —dije yo.
Le pasé el cigarrillo a medio fumar para que lo apagase en uno de los ceniceros de ónice y advertí que refunfuñaba hasta por aquel pequeño servicio; salí de la cama desnudo, moteado, flaco, cetrino. Los pantalones de verano distaban mucho de quedarme ceñidos. La camisa de orquídeas y begonias resultaba ridícula a mi edad, pero les había quitado hacía mucho el veneno a las risillas de Geoffrey diciendo: «Chiquillo, he de habituarme a la perspectiva de la infloración reverencial.» Esta frase databa de 1915. Yo la había oído en Lamb House, en Rye, pero era menos echt Henry James que Henry James con ironía echt Meredith. Él recordaba 1909 y a cierta dama que enviaba demasiadas flores a Meredith. «Infloración reverencial, jo, jo, jo», había dicho jocosamente James, partiéndose de risa.
—Las felicitaciones de los fieles, pues.
No hice el menor caso del énfasis que Geoffrey aplicó al término. Connotaba sexo y las infidelidades desvergonzadas del propio Geoffrey; era una palabra que yo había usado con él una vez llorando; para mí, implicaba una seriedad moral tradicional que para la generación de Geoffrey era sólo un chiste homosexual.
—Los fieles —enfaticé a mi vez— teóricamente no leen mis libros. Al menos aquí, en la isla sagrada de San Pablo. Aquí yo soy inmoral, y anárquico y agnóstico y racionalista. Creo que sé más o menos lo que quiere el arzobispo. Y lo quiere precisamente porque soy todo eso.
—Un diablo listo y viejo, eso es lo que eres, ¿no? —los cristales de sus gafas captaban la piedra dorada de la Triq Il-Kbira, es decir la Calle Mayor o calle principal, a la que daba la ventana abierta.
—Hay mucha correspondencia abandonada abajo, en lo que tú llamas tu oficina —le dije—. Como ya estaba harto de tu vagancia, me puse yo mismo a abrir unas cuantas cartas, aún calientes de manos del cartero, y una de ellas llevaba un sello del Vaticano.
—Bah, bah, no jodas —dijo Geoffrey, sonriendo, o pareciendo sonreír (no podía verle los ojos, claro); luego me remedó, exagerando mi leve ceceo—: Harto de tu vagancia. —Luego volvió a decir—: No jodas —esta vez malhumorado.
—Creo —dije, percibiendo irritado el seco temblequeo senil de mi voz— que sería mejor que durmiera solo en el futuro. Sería lo propio dada mi edad.
—¿Al fin afrontas los hechos, querido?
—¿Por qué —dije y temblequeé en el gran espejo azul de pared, echándome hacia atrás el ralo tupé— has de procurar que todo parezca sucio y ruin? Cariño, sosiego, amor. ¿Acaso son palabras sucias? Amor, amor. ¿Eso es sucio?
—Cosas del corazón —dijo Geoffrey, y pareció volver a sonreír—. Hemos de vigilar esa bomba, que está ya muy gastada, sí. Bien, bien. A partir de ahora, camas separadas. Pero ¿quién va a oírte si lloras de noche?
Wer, wenn ich schrie... ¿Quién había dicho o escrito esto? Por supuesto, el pobre Rilke, claro, el ilustre y difunto Rilke. Que había llorado en mi presencia en una mísera cervecería de Trieste, no lejos del Acuario. Recuerdo que las lágrimas se le caían de la nariz, sobre todo, y se las limpiaba con la manga.
—Tú siempre has conseguido dormir admirablemente, pese a mis angustias nocturnas —le dije—. Lo bastante para no percibir siquiera el ávido tantear de mi dedo.
Y luego, balbuciendo vergonzosamente, añadí:
—Los fieles, sí, los fieles.
Estuve a punto de llorar otra vez, tanta carga tenía aquella palabra. Recordé al pobre Winston Churchill, quien, más o menos a mi edad actual, lloraba por palabras como grandeza. Se llamaba a esto inestabilidad emotiva, una enfermedad de la edad senil.
Geoffrey ya no esbozaba la sonrisa, ni asentó la mandíbula en débil truculencia. La parte inferior de su rostro reflejaba algo así como compasión, la superior mi roto yo gemelo. Pobre maricón viejo, debía estar diciéndose, y, quizá más tarde, a algún amigo o adulador en el bar del Hotel Corinthia Palace, pobre maricón viejo y senil, decrépito, solitario, impotente. A mí me dijo, con cordial aspereza:
—A ver, querido. ¿Te has abrochado bien la bragueta? Bien, bien.
—No se vería nada. Inflorado como estoy.
—Espléndido. Ahora la máscara de distinguido escritor inmortal. Su Señoría el arzobispo espera.
Y abrió la pesada puerta que conducía directamente al ventilado salón superior. A mi edad, yo podía, puedo, aguantar cualquier dosis feroz de luz y calor, y estas dos características del sur penetraron aullando, como un finale estereofónico de Rossini, por las ventanas abiertas y sin contras. A la derecha, las azoteas y las multicolores coladas de Lija, un autobús pasando, niños peleándose; a la izquierda, de detrás del cristal y la estatuaria y la terraza superior, llegaban el bisbiseo y el ronroneo de la bomba que irrigaba mis naranjos y limoneros. En otras palabras, se oía allí el discurrir de la vida, y era un consuelo. Recorrimos fresco mármol, gruesa y blanca piel de oso, mármol, piel, mármol. Allí estaba el clavicordio de William Foster, que yo había comprado para mi antiguo amigo y secretario Ralph, un infiel, algunas de cuyas cuerdas medias había roto una noche Geoffrey en una pataleta beoda. En las paredes había cuadros de mis contemporáneos ilustres... de un valor fabuloso hoy, pero adquiridos todos ellos muy baratos, cuando, aunque todavía joven, había conseguido ya triunfar en mi carrera. Había bibelots u objets d'art de jade, marfil, cristal y metal. Hay que ver cómo los términos franceses, al admitir la trivialidad, parecen liberar de ella a esos objetos. Eran los frutos palpables del éxito. Aunque quedara por ganar la verdadera lucha, la lucha con la forma y la expresión.
Oh, Dios mío... ¿La verdadera lucha? Estaba pensando como escritor, no como ser humano, aunque senil. Como si importase algo dominar el lenguaje. Como si luego, al final, quedara algo más que lugares comunes. Fieles. Tú no has logrado ser fiel. Tú has caído, o te has hundido en la infidelidad. Yo creo que un hombre debería ser fiel a sus creencias. Oh, sí, venid todos vosotros, fieles. Eso aún podía evocar lacrimosa nostalgia en Navidad. La reproducción en el consultorio de mi padre de aquel horror anecdótico... no, ¿quién era yo para decir que era un horror? Aquel soldado de ojos desorbitados en su puesto mientras caía Pompeya. Fiel hasta la muerte. Las felicitaciones de los jefes, sí. El mundo del homosexual tiene un lenguaje complejo, frágil, pero a veces angustiosamente preciso, estructurado con los tópicos del otro mundo. En fin, cher maître, ahí tienes los frutos tangibles de tu éxito.
Geoffrey iba a mi lado, ajustándose burlonamente a mi paso, como si con ello quisiera subrayar su papel, querido mío, de ayudante de camp. Hombro con hombro, paso a paso, con una pulcritud cómica, descendimos el primer tramo de escaleras de mármol. Llegamos a un espacioso rellano donde había un aparador jacobino en el que se guardaba cristalería exquisita (para utilizar, querido, para empinar realmente el codo con ella) y un tablero de ajedrez del siglo xviii con sus piezas de obsidiana de México (sólo para enseñar, querido... a esa edad ya no se juega), luego, giramos a la derecha para enfilar la última catarata de mármol. Miré el dorado reloj maltés de la pared de la escalera. Marcaba casi las tres.
—No han venido a arreglarlo —dije, percibiendo en seguida mi petulancia—. Son ya tres días. No es que importe mucho, desde luego...
Estábamos a tres escalones del final. Geoffrey dio unos golpecitos al reloj, como si fuera un barómetro y luego, malévolamente, fingió darle un puñetazo.
—País de mierda —dijo—. Desprecio y detesto este país de mierda.
—Dale tiempo, Geoffrey.
—Podríamos haber ido a cualquier sitio. Hay otras islas, si quieres islas.
—Ya hablaremos luego —dije—. Tenemos visita.
—¿Por qué coño no pudimos quedarnos en Tánger? Podríamos haber engañado a aquellos cabrones.
—¿Podríamos? Eras tú, Geoffrey, quien tenía problemas. No yo.
—Podrías muy bien haber hecho algo. Fiel. No utilices esa maldita palabra fiel conmigo.
—Algo hice. Te saqué de Tánger.
—¿Y por qué me trajiste a este país de mierda? No hay más que curas y policías trabajando hombro con hombro.
—Hay dos sacerdotes precisamente esperando para vernos. Modera el tono.
—Qué coño. Si quieres morirte aquí, allá tú, yo no estoy dispuesto.
—La gente tiene que morirse en algún sitio, Geoffrey. Malta me parece una opción bastante razonable.
—¿Y por qué no puedes ir a morirte a Londres, por ejemplo?
—Los impuestos, Geoffrey. El de sucesión. El clima.
—Dios maldiga y destruya este jodido país de mierda.
Bajé melindrosamente los tres escalones hasta el vestíbulo, y él me siguió, maldiciendo, pero ya sólo entre dientes. A tres pasos de distancia, en una bandeja de plata, glorificada por un cuenco chino lleno de flores de la estación, había una entrega reciente de felicitaciones traídas por los motoristas de telégrafos. El bar estaba al otro lado del vestíbulo, a la derecha, entre el desastre de una oficina donde Geoffrey menospreciaba su trabajo de secretario y mi propio estudio, melindrosamente limpio. En la pared, entre el bar y el estudio, el Georges Rouault: una fea bailarina garrapateada, impacientes y gruesos trazos negros, agrias pinceladas de acuarela. En París, en aquella época Maynard Keynes me había recomendado ardorosamente que lo comprara. Él sabía más que nadie de mercados.

               2

Su Gracia estaba muy a gusto en el bar. Esperaba encontrarle sentado tamborileando en una de las mesas ante una naranjada intacta, pero estaba acodado en la barra en un taburete de piel de gamo, los pulcros piececillos en el travesaño, la pulcra manita gordezuela sosteniendo lo que parecía un whisky solo. Hablaba sonora y afablemente con Alí (que oficiaba de barman con chaquetilla blanca, detrás de la barra) en, ante mi asombro, la lengua de éste. ¿Era aquello un don del Paráclito pascual? Luego recordé que el árabe maltés y el marroquí eran dialectos hermanos. Su Gracia se dispuso a bajar del taburete nada más verme, sonriendo y saludándome en inglés:
—Por fin le conozco, señor Toomey. Es un privilegio y un placer. Sé que hablo por toda la comunidad, cuando le deseo, como hago ahora, un cumpleaños muy feliz.
Un joven moreno de atuendo clerical más simple que el de su superior, gritó desde un rincón lejano:
—Feliz cumpleaños, señor, sí. Es un honor poder decírselo en persona.
El bar era pequeño y no había necesidad de gritar, pero algunos malteses utilizan un tono de voz anormalmente alto, hasta cuando cuchichean. Había estado examinando las fotos que había enmarcadas en las paredes, en todas las cuales aparecía yo con algunos grandes: Chaplin en Los Ángeles, Thomas Mann en Princeton, Gertrude Lawrence al final de una de mis largas excursiones a Londres, H. G. Wells (con Odette Keun, por supuesto) en Lou Pidou, Ernest Hemingway en el Pilar junto a Cayo Oeste. Había también carteles enmarcados de mis éxitos escénicos: Él pagó su parte, Los dioses en el jardín, Edipo Higgins, Rupturas y otros. Los dos clérigos alzaron jubilosamente sus vasos en mi honor. Luego, Su Gracia posó el suyo en la barra y avanzó hacia mí con cierta timidez, la mano derecha alzada horizontalmente a una altura beso-en-el-anillo. Se la estreché.
—Mi capellán, el padre Azzopardi.
—Mi secretario, Geoffrey Enright.
El arzobispo era unos años más joven que yo y patentemente vigoroso, aunque bastante gordo. Al ser gordo, no se le veían muchas arrugas. Nos miramos con amistoso recelo, enfrentados por nuestras profesiones pero unidos por nuestra generación. Percibí, a mi modo frívolo, que los cuatro formábamos una razonable mano de póquer, dos parejas, descartado Alí. Así que le dije a éste, en español:
—Tónica con ginebra. Luego puedes irte.
Su Gracia se sentó en una de las tres mesas, vaciando primero su vaso y balanceándolo luego animadamente en la mano. Se sentía muy cómodo allí. Después de todo, era su archidiócesis.
—En realidad —dije— quizá sea un poco pronto para tomar alcohol. ¿Preferirían ustedes té?
—Oh, sí —exclamó el capellán, abandonando la contemplación de mi imagen y la de Mae West a la entrada del Teatro Chino de Grauman y volviéndose hacia mí con avidez—, té estaría muy bien.
—Alcohol —proclamó el arzobispo.
Y le dijo a Alí en maltés-marroquí que le sirviese otra vez lo mismo. Luego, pareció decir, ya podía irse.
—Una casa magnífica —comentó—. Qué jardines y qué huertos tan hermosos. He venido muchas veces de visita. En la época de sir Edward Hubert Canning, cuando la difunta señora Tagliaferro. Sé que al padre Azzopardi le gustaría mucho ver toda la casa, todo, que le acompañe este señor, su joven amigo, el de los espejos en los ojos. Ay, los jóvenes, señor Toomey. Estos jóvenes. La casa data, esto quizá lo sepa usted o quizá no, data, sí, de 1798, de cuando nos invadió Bonaparte. Él fue quien expulsó a los caballeros. Intentó restringir o reducir los poderes del clero —Su Gracia emitió una áspera risilla—. No lo consiguió. Los malteses no lo aceptaron. Hubo incidentes. Hubo muertes.
Tomé la tónica con ginebra que me ofrecía Alí y la llevé a la mesa. Me senté frente al arzobispo, ya servido con un Claymore solo, largo.
—Bueno —le dije a Geoffrey—, ya sabes. Enséñale a su, ejem, reverencia, la casa y los jardines. Dale té.
El padre Azzopardi vació el vaso de lo que contuviese con nerviosa premura y rompió a toser. Geoffrey empezó a darle golpes en la espalda con excesiva energía, diciendo a cada porrazo:
—Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.
—Geoffrey —dije con acritud—, eso no tiene gracia.
Geoffrey sacó la lengua y se llevó entre toses al padre Azzopardi. Su Gracia hizo un último chiste semítico para Alí, que también se fue, entre risas.
—Un buen chico —dijo Su Gracia—. Se le ve en la cara. Estos jóvenes —añadió, cabeceando hacia la voz de Geoffrey, que aún podía oírse, llena de inflexiones aspiradas, perdiéndose camino del verdor y de la luz del sol.
Luego, Su Gracia, dijo:
—Supongo que juega al bridge aquí. Es una estancia muy bien orientada para jugar al bridge —no apartaba la vista de las estanterías llenas de botellas—. Un pasatiempo inofensivo y civilizado.
Alzó la mano gorda en lo que parecía al tiempo bendición al juego y gesto de pesar por no poder aceptar de ningún modo una invitación para venir a jugar.
—Yo antes jugaba. Pero ya no. Demasiado trabajo. Su difunta Santidad jugaba también. Y luego también tuvo demasiado trabajo. Pero eso ya lo sabrá usted —su modesta sonrisa pretendía, supuse, atenuar la comparación.
Así pues, tal como me anunciaban en aquella carta del Vaticano, la visita se relacionaba con Su difunta Santidad.
—Cuando Carlo se vio tan encumbrado —dije— ya habían quedado atrás sus tiempos de bridge. Y demasiado trabajo, como dice usted, como decía él. Pero había sido un jugador soberbio... listo y concienzudo. Como la señora Battle, sabe usted. Su Gracia no había oído hablar de aquella señora.
—Oh, sí, no lo dudo. Listo y concienzudo. Pero también humano, ¿o humanitario? Quizás ambas cosas. Pero también un santo —me miraba con cierto respeto involuntario. Yo había dicho Carlo.
Me disponía a bromear diciendo que no había santos en el bridge, pero me pareció vulgar e indigno, así que dije:
—Tengo ya noticia de la propuesta, naturalmente. Supongo que aún queda mucho por hacer.
Su Gracia hizo un gesto con la mano que no sostenía el vaso.
—Hablo, por supuesto, claro...
—¿Prolépticamente?
—Es usted un maestro de la lengua inglesa, señor Toomey. Para mí creo que será siempre una lengua extranjera. La lengua de los protestantes, y perdone. Que es usted un maestro es del dominio público. Yo, claro, tengo poco tiempo para leer. Pero me han dicho muchas veces que es usted un maestro de la lengua inglesa.
—Algo —dije— que la mayoría de los malteses debe contentarse con oír. Los interesados, quiero decir. Se les prohíbe comprobarlo por sí mismos.
—Bueno, uno o dos de sus libros están permitidos. Eso lo sé. Pero tenemos que proteger a nuestro pueblo, señor Toomey. Aunque creo que pronto se suavizará un poco esta censura. Hay una mentalidad nueva en el extranjero. Y aquí también, sí, cómo no. Ya pueden comprarse libremente las obras del ateo monsieur Voltaire, en francés, además.
—Deísta, no ateo —dije.
Sabía el porqué de su visita, pero decidí recurrir a una ignorancia fingida para aprovecharme de ello.
—Arzobispo —dije—, supongo que no ha venido por ninguna actividad, digamos, pastoral... Sabrá usted, me imagino, que aunque yo nací en la fe me propongo morir fuera de ella.
He vivido bastante tiempo ya fuera de ella. Debo dejar bien claro cuál es mi posición.
Y, sin embargo, la palabra se me atragantó.
—Eso es lo que usted se propone —dijo animosamente—. El hombre propone —añadió luego—. No, no, no, oh no. Una cosa que he aprendido, que todos aprendimos, Su difunta Santidad derrochó, ejem, mucha inteligencia y mucho ardor en la tarea de enseñárnoslo a todos, es que hay muchos caminos para la salvación. Pero permítame usted que se lo exponga de este modo, señor Toomey. Usted conoce a la Iglesia. Sea usted lo que sea, ahora no es protestante. Ciertas doctrinas, palabras, términos... tienen sentido para usted. Tengo razón, yo creo.
—Permítame que le sirva más whisky —dije, cogiendo el vaso y levantándome, rígidamente, un viejo—. Permítame que le ofrezca un puro. O un cigarrillo.
—Una actividad mortífera, la de fumar —dijo, sin ironía—. Fumar acorta la vida. Sólo una gotita, eh.
Cogí para mí un cigarrillo de la caja de piel florentina de la barra. Había también un inmenso cuenco de madera del África Central lleno de cajas de cerillas, trofeo de hoteles y líneas aéreas de todo el mundo. En cierta ocasión había jugado con la idea de un libro de viajes estructurado según las cajas de cerillas que fueran saliendo al azar de aquel Cuenco, muy al estilo de la autobiografía de ese cerdo de Norman Douglas, basada en la toma al azar de tarjetas de visita. El proyecto no había cuajado hasta el momento. Es útil, sin embargo, disponer de un cuenco lleno con tales trofeos. Hay direcciones, números de teléfono, así como una especie de anales de viajes palpables, muy valiosos para suplementar la memoria de un viejo. Encendí mi cigarrillo con una cerilla de La Grande Scène, restaurante de la terraza del Kennedy Center de Washington, 833-8870. No recordaba haber estado allí jamás. Aspiré el humo y acorté mi vida. Luego entregué a Su Gracia su whisky. Lo cogió sin darme las gracias, con cierta familiaridad. Cuando volví a sentarme, dijo:
—La palabra milagro, por ejemplo. —Y me lanzó una mirada viva y penetrante.
—Ah, es eso. Sí, bueno, recibí una carta. Una nota, más bien. De un viejo compañero del bridge, de Monsignor O'Shaughnessy.
—Ah, el bridge, no sabía nada. Interesante.
—En ella mencionaba las virtudes del enfoque personal. Comprendo su punto de vista. Algunas cosas no quedan bien sobre el papel. Por todo eso, están preparando, al parecer, un enorme dossier de pruebas de santidad. El testimonio que pudiera aportar un apóstata conocido y un racionalista declarado, un agnóstico, sería mucho más valioso que el testimonio de una vieja campesina supersticiosa vestida de negro. Eso era lo que parecía insinuar la nota de Monsignor O'Shaughnessy.
Su Gracia se balanceó con bastante gracia sobre el trasero, haciendo chispear los anillos.
—Conmigo —dijo— habló cuando estuve en Roma. Es extraño, señor Toomey, tiene usted que admitirlo, insólito incluso, si es ésa la palabra... me refiero a usted. Al hecho de que un hombre que ha rechazado a Dios (eso es lo que dirían en los viejos tiempos, ahora somos más cuidadosos) tuviese, sin embargo, contactos tan íntimos con... quiero decir, usted podría escribir un libro, ¿no es verdad?
—¿Sobre Carlo? Vaya, ¿y cómo sabe Su Gracia que no lo he hecho ya? En cualquier caso, nunca habría entrado en Malta, no le parece... un libro de Kenneth Marchal Toomey sobre el difunto Papa. Tendría que ser forzosamente... en fin, muy poco hagiográfico.
—Monsignor O'Shaughnessy me mencionó que había escrito usted ya alguna cosita. La escribió usted cuando él aún vivía. Antes de que se convirtiera en lo que se convirtió al final.
—Escribí un relato corto —dije— sobre un sacerdote que... pero, en fin, usted mismo puede leerlo, señor arzobispo. Está en uno de mis tres volúmenes de relatos cortos. Mi secretario puede proporcionarle un ejemplar.
Me miró. ¿Pesar, vergüenza? Jamás debería decir uno que no tiene tiempo para leer. Significaba, en su caso, que no tenía tiempo para basura irreligiosa del tipo de la mía. Pero a veces hasta un dignatario eclesiástico debería estar dispuesto a hacer los deberes.
—Monsignor O'Shaughnessy —murmuró, con un estilo muy poco maltés— me telefoneó ayer, y me dijo que había leído en algún sitio que hoy era su cumpleaños. Era un buen día para venir a visitarle. Salió un artículo sobre usted, me dijo, en un periódico inglés.
—El Observer del domingo pasado. El artículo no lo ha leído nadie en Malta, al menos oficialmente. La página posterior incluía un largo artículo, profusamente ilustrado, sobre trajes de baño de señora. Los censores del aeropuerto de Luca lo arrancaron. Y cortaron también, claro, el articulito de cumpleaños sobre mí. Recibí un ejemplar no censurado a través de la representación británica. Pasó por valija, como dicen ellos.
—Sí, comprendo. Pero tenemos que proteger a nuestro pueblo. Algunos de esos hombres del aeropuerto no son demasiado civilizados con las tijeras. Pero así son las cosas, qué le vamos a hacer.
—Ya que hemos tocado el tema, he de decirle también que en la oficina de correos de La Valetta tuvieron la cortesía de permitirme coger, no sin ciertos problemas, amablemente, un ejemplar de los poemas de Thomas Campion que me enviaron, un ejemplar de una edición limitada, de cierto valor. Al final me dijeron que habían descubierto que Thomas Campion era un gran mártir inglés y que no había problema.
—Bueno, eso está bien, ¿no?
—No, no está bien. El gran mártir inglés fue Edmund, no Thomas. Thomas Campion escribió unas cancioncillas bastante licenciosas. También escribió cosas decentes, por supuesto, pero hay cosas suyas que son muy eróticas.
Cabeceó varias veces, no del todo satisfecho. Algo quedaba confirmado por mi propia boca (probablemente mi depravación agnóstica). No pareció avergonzarle lo más mínimo su ignorancia del martirologio inglés.
—Bueno, en fin, eso es sin duda muy interesante. Pero es el otro asunto lo que nos preocupa.
Tenía razón. La precisión conservadora del confesonario frente a la tendencia a divagar del escritor.
—Y, por supuesto, desearle a usted de nuevo un feliz cumpleaños —y brindó por mí, con una sonrisa obesa. Yo brindé también en mi honor, distraído.
—Según Monsignor O'Shaughnessy, se dice que usted dijo en una entrevista o en algún sitio que no había ninguna duda de lo del milagro. Que fue usted testigo del mismo. Así que quiero ofrecerle todas las facilidades para que pueda sentarse, escribir, hacer una pequeña...
—¿Deposición?
Tocó una concertina invisible durante dos segundos.
—Qué dominio tiene usted de la lengua. Canonización. Milagros. Lo habitual. Piense en su compatriota Tomás Moro, un hombre universal. Juana de Arco.
—¿Qué quiere decir con eso de que me va a ofrecer usted todas las facilidades? Tengo papel, pluma, un poco de memoria. Bueno, creo que ya sé lo que quiere decir. Que no debo posponerlo. Que hay que pincharme. La santificación es un asunto urgente.
—No, no, no. No. Debe tomarse usted todo el tiempo que necesite.
Le sonreí, contemplando mi angulosa severidad en el viejo y bello espejo que había sobre la barra, una verdadera antigüedad que anunciaba el whisky Sullivan.
—Así que yo, que no creo en los santos, he de colaborar en la fabricación de uno. Muy seductor. Extraño, para utilizar su propio término.
—Todo consiste, en realidad, en definir los hechos. No importa siquiera que utilice usted o no la palabra milagro. Basta con que diga que vio algo que no podía explicarse por medios normales.
Parecía que empezaba a aburrirle ya su misión, pero, de pronto, una chispa de interés profesional animó sus ojos castaños y burlones.
—Y sin embargo, no hay duda de que milagro es la única palabra posible para designar lo que se ve claramente que sucede pero no puede explicarse, salvo, salvo...
—... Por la intervención de una fuerza que está al margen del sentido común o de la ciencia.
—Sí, sí, ¿admite usted eso?
—En absoluto. El mundo fue en tiempos todo él un milagro. Luego, todo empezó a explicarse. Y con el tiempo, todo se explicará. Es sólo cuestión de esperar.
—Salvo eso. Fue en un hospital, ¿no? ¿Y los médicos habían desahuciado ya a aquel individuo? ¿No?
—Sucedió hace mucho tiempo —dije—. Y no sé si usted, si Su Gracia lo entenderá, pero los escritores suelen tener dificultades para definir lo que pasó realmente y lo que imaginaron que pasó. Ése es el motivo de que, en este triste oficio, nunca podamos ser realmente devotos o piadosos. Nos ganamos la vida mintiendo. Esto, como puede usted suponer, no nos hace buenos creyentes... nos hace crédulos, en realidad. Y eso nada tiene que ver con la fe.
No seguí; percibí que se me empezaba a quebrar la voz con aquella palabra.
—Aaaah —suspiró él—. Pero habrá otros testigos aparte de usted. Individuos que no se ganen la vida mintiendo.
Lo que pretendía ser mero eco de mis propias palabras adquiría en su voz un tono de pecado frívolo.
—Si puede usted conseguir testigos —continuó—, mucho mejor. Hay hombres duros, sabe, que deben fingir que no quieren la canonización. Se les llama los abogados del diablo.
Esto parecía también algo terrible.
—¿Testigos? —dije—. Dios santo, fue hace tanto tiempo. Creo honradamente que sería mucho mejor que recurriese usted a alguna campesina vieja de esas que visten de negro.
—No hay prisa —dijo él.
Vació su vaso, se levantó.
Me levanté también.
—No puede obligársele, claro. Debe usted considerarlo; considerarlo por lo menos. Eso es todo.
Luego, señaló con el anillo arzobispal la galería de fotos en que aparecía yo con los grandes.
—Veo —dijo— que él no está ahí.
Así que le había echado un vistazo, había hecho una parte de los deberes. De un modo chapucero, como cuando se hacen a toda prisa en el colegio mismo, justo antes de que entre en clase el profesor. Había estado buscando una foto en que apareciesen juntos Voltaire y Cristo, sonriendo, rodeados de artistas y actrices ateos.
—Eso —dije, con melindrosa precisión— es una galería de retratos secular. Aunque puede ver usted allí a Aldous Huxley.
Y señalé la foto en la que aparecíamos yo ceñudo y el mescalínico santo ojipirado muy sonriente.
—Sí, sí, ya.
Parecía no haberme oído. Contemplaba por el ventanal la escena del jardín: el padre Azzopardi y Geoffrey tomaban té en una mesita bajo un parasol blanco, Geoffrey hablaba y gesticulaba muy animado, el padre Azzopardi cabeceaba, tragándoselo todo.
—Estos jóvenes —dijo Su Gracia. Y luego, dándome con un dedo en las costillas con mucha familiaridad añadió—: Ya le digo, sin prisas. Pero aun así, por favor, considérelo un asunto urgente.
Una de esas contradicciones tan propias del pensamiento religioso, siendo como es Dios igual de grande que Walt Whitman.


domingo, 10 de noviembre de 2013

A medio borrar - Juan José Saer

para Bernard Le Gonidec
Una columna oblicua de luz que entra, férrea, por la ventana, y que deposita, sobre el piso de madera, un círculo amarillo, y en su interior un millón de partículas que rotan, blancas, mientras el humo de mí cigarrillo, subiendo desde la cama, entra en ella y se disgrega despacio, en esta mañana de mayo, de la que puedo ver, por los vidrios, el cielo azul: la vigilia. Dentro de un rato me levantaré, sacaré la ropa de sobre la cama vacía de mi hermano, me vestiré, saldré a la calle para tomar el primer café en la galería, fumando el tercer o cuarto cigarrillo de la mañana, parado al lado del mostrador, mirando en dirección al pasillo, sin hablar, sin percibir el gusto del café ni el del humo, hombre de alrededor de treinta años para los que me miran desde afuera, confundido a veces con mi hermano —alguien vendrá seguro a saludarme creyendo que soy él y no yo, el que sé que soy—, y a través de los ventanales de la galería, veré el sol cayendo sobre las mesas de metal de colores en el patio casi vacío: la jornada. Contemplo, ya desembarazado de la perplejidad de estar todavía vivo y despierto otra vez, el cuarto dividido en dos por la columna de luz, oblicua, y veo los muebles, mi propia ropa, la cama vacía de mi hermano, la luz misma, el humo: divorcio. Y en seguida, súbito, rápido, resonando más intenso todavía que mi propio silencio y más alto de lo que mi propio silencio puede soportar, desde lo que mi madre llama la antecámara, violento, el teléfono. Llegando remota, la voz de Héctor me pregunta si he oído anoche las explosiones, y uso mi voz por primera vez en el día respondiendo que cuando sonó la primera estábamos pasando con Tomatis exactamente por el hueco de la puerta de la sala de juego del club Progreso, y que cuando sonó la segunda, jugaban, sobre la mesa, en el sector cubierto de paño verde, arriba el as contra el rey y abajo la sota contra el caballo. Exactamente como en la realidad, dice Héctor, y dice que me pasa a buscar en media hora para ir a ver las brechas abiertas por la dinamita en el camino de la costa. Veo venir, parado en la vereda, el coche, en el sol, el cigarrillo entre mis labios y el humo disgregándose un poco más arriba de mi cara, parado en el punto de la vereda que he estado contemplando desde el balcón, después de colgar y vestirme, en el aire soleado y sin viento pero frío. El coche avanza entre otros, negro, despacio, y sus partes niqueladas brillan al sol. Es una partícula del ruido monótono que produce, desde temprano, la ciudad, una partícula del tumulto de manchas y movimiento que empieza a funcionar desde la mañana. Vamos derecho, despacio, deteniéndonos a cada momento entre los coches que nos siguen y que nos preceden cruzando transversales, y cuando llegamos al correo central y a la estación de ómnibus, doblamos por la avenida del puerto y empezamos a avanzar más rápido, desembarazados del núcleo apretado del centro, viendo venir hacia nosotros, y después quedar atrás, las palmeras carcomidas y como agrisadas por la proximidad del invierno. Los vidrios laterales del coche están empañados. La luz dura del sol se quiebra en ángulos rectos, filosos, sobre los árboles y las casas. Hombres que andan por las veredas y otros, que trabajan en la playa de maniobras del puerto, se bañan, como quien dice, en la luz fría. Héctor ha sacado, inclinándose, de la guantera, una petaca de cognac, ofreciéndome un trago. Yo he rechazado. Me ha dado, de todos modos, la petaca, forrada de cuero duro, para que desenrosque, mientras él maneja, la tapa de metal. Un olor de alcohol sube hasta mi nariz, más frío incluso que el aire que acabo de respirar en la vereda y que todavía me hace picar la nariz. Detrás del perfil de Héctor, elevado durante el acto de tomar, pasa, detrás incluso del vidrio empañado, una pared blanca, recién pintada, interminable, detrás de la cual sé que unos hombres han de estar en ese momento fabricando barras de hielo. El empedrado grueso hace temblar la imagen blanca en la ventanilla borrosa. Y me acuerdo, de golpe, tranquilo, de un sueño, como si alguien me mostrase el interior de un cajón, abierto apenas, cerrándolo en el momento en que me inclino, cuando estoy empezando a adivinar lo que hay adentro. No recuerdo en qué consiste ese sueño, únicamente que lo he tenido. No ha habido, me parece, ninguna pared blanca en él, ningún coche, no ha aparecido tampoco Héctor en ese sueño, que no pasaba por otra parte en la avenida del puerto, y sin embargo lo he recordado, por un momento, cuando miré, por detrás del perfil elevado, y por detrás también de la ventanilla borrosa, la pared blanca. Un policía, encapotado, serio, se niega, en el puente Colgante, a dejarnos pasar. No hay, parece, certidumbre de que el agua, subiendo incluso más arriba que las brechas, no corte el camino. Héctor saca de la guantera un carnet de periodista y se lo pasa al policía, cuya cara, color madera, medio oculta por la visera de la gorra y el cuello de la capota, asoma por la ventanilla. Al fin atravesamos el puente, empezamos a rodar sobre el camino a cuyos costados se ve únicamente agua: agua y, de vez en cuando, en medio del campo, un rancho semiderruido del que apenas si se divisa el techo de dos aguas y un poco de las paredes; de los espinillos, ni las copas; todo lo demás es agua, lisa y tranquila, a ras del terraplén. Cuando llegamos a la primera brecha paramos el coche y bajamos. El ruido de las puertas del coche al abrirse, el sonido de las voces y el de nuestros zapatos golpeando contra el asfalto sembrado de escombros suenan y se esfuman. Héctor habla de ciencia ficción. Más tarde, cuando estamos inclinados entre los escombros mirando el torrente que atraviesa —¿en qué dirección?— la brecha, donde las dos planicies líquidas se juntan, casi sin ruido, recuerda a Faulkner. Demasiada literatura, para un pintor, digo yo. Héctor no me contesta. Saca la petaca de su bolsillo y vuelve a tomar un trago de cognac, arrugando la cara correosa. Yo paseo mi vista opaca del torrente en el fondo de la brecha a las dos extensiones lisas que el camino separa. No me dicen nada. Los primeros días traté de experimentar asombro, incluso miedo, piedad por los que el agua barría, algo, pero no logré nada. No veo más que una superficie tranquila, casi plácida, que se extiende hasta el horizonte a los dos costados del camino sembrado de escombros, y que no me hace ninguna seña. Lo que más me estremece, dice Héctor, es pensar que la idea que tenemos de que tiene que dejar de subir algún día y después empezar a bajar, puede muy bien ser falsa. En el centro del camino, con las puertas abiertas, el coche negro, cuyas partes niqueladas brillan al sol, parece abandonado desde hace mucho tiempo. Parece, como quien dice, muerto. Y nosotros, que éramos lo único que se movía en ese paisaje estricto, monótono, ahora también estamos inmóviles. Aparece entonces el helicóptero. Da unas vueltas sobre nosotros, y después se aleja en dirección a la ciudad, hasta que se esfuma. Ha de habernos visto desde arriba, el piloto, dos hombres vestidos con sobretodos negros, en medio del sol, sentados entre los escombros, mirando la brecha, chiquititos, y más allá el coche negro, con las puertas abiertas, abandonado en el centro del camino. Las dos figuras negras aplastadas contra los escombros, al lado de la brecha, y el coche negro abandonado en el centro del camino, con las partes niqueladas refulgiendo al sol y las puertas abiertas. Damos la vuelta despacio, con cautela, cosa de no venirnos al agua, y cuando quedamos apuntando en dirección contraria empezamos a marchar hacia la ciudad. Cuando estamos dejando atrás el puente, y Héctor le hace una seña amistosa al policía que nos ha interceptado el paso a la ida, veo otra vez el helicóptero que pasa sobre nosotros y se dirige hacia el otro lado del puente, sobrevolando el camino en dirección a las brechas. La estructura delicada, de metal rojo y de vidrio, vuela bajo y me pregunto qué ha de estar viendo el piloto desde arriba, aparte de la brecha y los escombros, la cinta azul del asfalto y las dos llanuras líquidas. Todo eso sin nosotros, sin el coche negro, quiero decir, y entonces, cuando empezamos a recorrer la avenida del puerto Héctor me dice que no me preocupe, que aún cuando el agua siga subiendo —y en la radio un informativo dice en ese momento que efectivamente, sigue subiendo, y que incluso seguirá subiendo— puedo quedarme lo más tranquilo, porque después de todo dentro de cuatro días estaré en París. Sé que me mira fijo descuidando el volante, para ver qué efecto me han causado sus palabras —o por lo menos me parece que si me mira fijo es por esa razón—, pero yo sigo mirando la pared blanca a través de la ventanilla borrosa. En realidad, sus palabras no me han causado ningún efecto. Tengo la sensación de que hay como un cabrilleo en las puntas de todo lo que es metal, ahora que el sol sube hacia el mediodía. No he tomado café. Héctor propone que almorcemos juntos. Durante la comida Héctor dice, creo, que el viaje me hará bien, que me sacará un poco de mí mismo. Empieza en seguida, y como de costumbre, a hablar del Gato. El Gato, dice, creo, no quiere madurar. Fin previsible del Gato: el manicomio. Me pregunta si lo veré antes de irme. Y mientras Héctor habla, del otro lado de la mesa, por encima de su cabeza y de su cara correosa, de su cabello perfectamente revuelto y limpio, el tumulto del restaurant, del cual nosotros somos también una parte, el ruido homogéneo en el interior del cual estamos situados, es como el acompañamiento orquestal sobre cuyo fondo la voz de Héctor se valoriza, me parece, ligeramente. Hay, sorda, una confusión de ruidos. Un tipo de sobretodo gris, alto, bien afeitado, abre la puerta de calle y entra, seguido por dos mujeres. Se acerca a nuestra mesa, sacándose los guantes de cuero negro. Tiene la mano fría cuando se la estrecho, porque Héctor me lo presenta. Es un pintor de Buenos Aires, o algo así; tiene el aire de haber progresado, o estar progresando, desde el punto de vista económico. Las dos mujeres lo esperan cerca de la puerta, sacándose los abrigos. Hablan de algo que han hecho juntos la noche anterior, en el momento de las explosiones. Han estado, parece, en una fiesta, o algo semejante. Comentan algo que pasó, algo cómico pareciera, porque se ríen y Héctor, que está parado junto a su silla —lo mismo que yo, que estoy a medio incorporar, con las rodillas medio dobladas y un vaso de vino en la mano izquierda— dice que en el momento en que se escuchó la primera explosión yo estaba entrando a la sala de juego del club Progreso en compañía de Tomatis y que, según yo, cuando sonó la segunda jugaban arriba el as contra el rey y abajo la sota contra el caballo. Y yo le dije, dice Héctor. Le dije: exactamente como en la realidad. El tipo echa la cabeza para atrás cuando se ríe, mostrando el cuello rasurado. Después se va. Se sienta con las mujeres en una mesa que está detrás de la cabeza de Héctor y yo me quedo viéndolos todo el tiempo más allá de la cara correosa, mientras Héctor sigue hablando del Gato. No solamente madurar: al Gato le hace falta también mostrar interés verdadero y constante por alguna actividad seria. Es demasiado variable. Mientras Héctor habla su plato, sin embargo, va quedando vacío. Por fin pasa un pedazo de pan para absorber la salsa rojiza, y la loza blanca queda atravesada por unas rayas rojizas, de textura árida y de consistencia blanduzca. Ahora el alimento debe estar acumulándose en su estómago, que ha comenzado a trabajarlo a su manera. Dos o tres eructos discretos atestiguan ese trabajo. Después Héctor se acomoda de un modo distinto sobre la silla y enciende, previa preparación meticulosa, una pipa. Yo fumo un cigarrillo. Héctor pareciera estar reflexionando sobre las cosas que acaba de decir del Gato, como si las hubiese dicho por primera vez, y estuviese tratando de pulirlas, redondearlas en su mente, para formularlas de nuevo de un modo más preciso. Pero ya las ha formulado muchas veces, con el mismo estilo inconexo, la misma retórica doblemente debilitada por la falta de convencimiento y por la repetición. Algo del invierno inminente diseminado afuera se ha instalado en el interior del restaurante, y yo pienso un momento, de un modo frágil, en las brechas abiertas sobre el camino de la costa, en el asfalto agrietado en los bordes y sembrado de escombros en las inmediaciones. Creo que Héctor no ha estado mirándome mientras tanto. Creo que no ha estado mirando ni siquiera el humo de la pipa que se desenreda despacio frente a su cara, un humo azul, y que lo que parece contemplar ahora con los ojos entrecerrados no está ni en el humo azul ni en ningún punto del presente, ni en mi cara. Así que entrando a la sala de juego del club Progreso con Tomatis, dice, brusco. Le digo que sí. La cara correosa se arruga toda a causa del humo, y se ve bien que el cuero que la compone está adelgazado y lleno de arrugas, por los años. Y más que extrañar, le respondo, después, cuando me pregunta cómo me sentiré en el extranjero, me ocuparé en extrañarme de concebir una ciudad en la que he nacido y vivido cerca de treinta años que seguirá viviendo sin mí, y después digo que una ciudad es una abstracción que nos concedemos para darle un nombre propio a una serie de lugares fragmentarios, inconexos, opacos, y la mayor parte del tiempo imaginarios y desiertos de nosotros. Y después, lento primero, tímido, pulido y perfecto por la continua repetición, como el pie de un santo de mármol alisado por los besos de interminables peregrinos, en un orden que varía cada vez menos, el chorro de recuerdos europeos de Héctor, su permanencia en París durante tres años, en la rué des Ciseaux primero, en la rué Gassendi después, sus veraneos en Italia, sus exposiciones en Londres, en Amsterdam, en Copenhague. En una de ellas estuvo Matta, el surrealista chileno, que lo vinculó con Bretón. Había estado en casa de Bretón varias veces, había traducido textos surrealistas que Edgar Bayley trató de hacer publicar en una revista que justo dejó de aparecer. Cuando salimos del restaurante, el chorro continúa, monótono. En la calle, mientras caminamos hacia el coche, en la vereda del Teatro Municipal, ancha y entibiada por el sol, otro conocido que nos para, extendiéndonos una mano helada: si hemos oído las explosiones y si hemos escuchado el informativo de las doce que ha dicho que sigue creciendo y que incluso seguirá creciendo. Respondemos que hemos oído las explosiones; hemos oído también el informativo. Vuelta a estrechar la mano fría. En el coche, después de arrancar, tomamos un par de tragos de cognac de la petaca forrada de cuero, hasta que la vaciamos y la volvemos a guardar en la guantera. Ahora Héctor no habla más. Tiene la pipa apagada entre los dientes, como una prolongación rígida, un poco más pulida pero casi del mismo color, de esa materia inhumana de la que está hecha su cara. Como yo acabo de apagar el cigarrillo, hay un olor a ceniza, disgregado, fuerte, dentro del coche. Con el motor, la calefacción empieza a andar. Hay un contraste neto entre la luz fría del afuera y el aire caliente y contaminado del interior del coche. Ahora estamos en la punta sur de la ciudad, en la Boca del Tigre. Está el control caminero en el centro de tres avenidas que se juntan y detrás del control el puente y la carretera. A los dos costados del puente, agua. Más acá, a nuestra izquierda, en el gran espacio abierto frente al estadio de fútbol, carpas, un campamento, camiones del ejército, y un desorden inacabable de objetos: camas, roperos, retratos, sillas, ollas, carros, colchones, animales, hombres. El sol entibia ese hormiguero desmantelado. Héctor habla del Marché Aux Puces y del Hotel Druot, mercados de objetos usados que hay en París, lugares altamente surrealistas. Cita a Discépolo: ves llorar la Biblia contra un calefón. Deduce que la realidad es surrealista y que él ha renegado del surrealismo porque demasiado amor por los objetos perturba la reflexión metafísica. Pero el genio de los objetos, ellos, dice, lo tenían. Lo tenían. Los objetos tienden a aglutinarse, son gregarios, dice. La decoración es a los objetos lo que el realismo del siglo diecinueve al surrealismo. Él, Héctor, sin embargo, dice, busca una nueva vía, una tercera posición. Por eso, cuando le hacen algún reportaje, dice riéndose, y le preguntan a qué vanguardia artística pertenece, él responde: al justicialismo. Cuando me deja en la puerta de mi casa, dice que esté a las ocho en punto en el taller. Estoy pasando por el cuartito que mamá llama la antecámara cuando suena el teléfono. La voz de Elisa pregunta si el Gato ha vuelto de Rincón. Le digo que no ha vuelto. Me pregunta si las explosiones han sido en Rincón y le digo que no, que han sido mucho más acá, a dos o tres kilómetros del puente colgante, mucho antes de llegar a La Guardia, y que justamente hemos estado viendo las brechas con Héctor, antes de comer. Elisa me pregunta si Héctor está conmigo y le respondo que acabamos de separarnos, que no sé dónde ha ido. Con mi marido nunca puede saberse, dice Elisa, aunque uno lo puede imaginar lo más bien. Por las dudas, no respondo nada. Al silencio corto, reprobatorio, mutuo, sigue la despedida y después colgamos. Fumo alrededor de una hora echado en la cama, pensando. Mi sobretodo y mi saco están sobre la cama vacía del Gato. La habitación se llena de humo. Veo a través de los vidrios nítidos declinar la luz fría. Del otro extremo de la casa llega el rumor de la televisión. Es una mezcla opaca de voces y de música. De la calle, en cambio, el rumor homogéneo, idéntico, aunque quizá más profundo, al de la mañana, que irá despedazándose al anochecer, familiar, sube y resuena. Lo escucho por momentos, continuo respecto de mi atención, sin que quede el más mínimo recuerdo del contacto. Contra la pared, del otro lado de la cama, está la valija, lista desde ayer, al lado del bolso azul. La he cerrado bajo la mirada impaciente de Tomatis que, creo, jugaba con sus guantes, alzándolos con dos dedos hasta la altura de su cara y dejándolos caer después sobre sus rodillas. O quizás no, quizás se golpeaba con ellos las rodillas, la palma de la mano. Es más seguro que haya sido la palma de la mano, o quizás el pecho, o incluso la cara, porque estuvo echado bocarriba en la cama del Gato mientras yo preparaba la valija, impaciente por salir a comer, o más exactamente por salir, porque después, mientras comíamos, también estaba impaciente y quería salir para ir no sé bien adonde. A otro lugar en el que no estuviésemos, supongo, a otro lugar en el que él, quiero decir, no estuviese estando en ese momento, pensando tal vez que había que pasar siquiera unos minutos para controlar un poco —no sé si soy claro en lo que quiero decir—, porque ha de resultarle penoso saber que al mismo tiempo que está en un lugar hay un montón de otros lugares en los que no está para nada. Me levanto y dejo el cenicero, que ha estado sobre mi pecho, en la mesa de luz. En la habitación hay una penumbra azulada. He de haber estado echado como una hora. Me paseo un poco en la habitación azul y después me asomo al ventanal: en la vereda de enfrente pasan figuras borrosas frente a una vidriera en la que hay seis televisores, idénticos, encendidos. En los seis, colocados en dos hileras de tres, una encima de la otra, se ve la misma imagen titilante, azul acero, la cabeza enorme de un hombre que llora, la cara oculta entre las manos. Reconozco el teleteatro de la tarde. Después me retiro de la ventana, atravieso el dormitorio azul y el cuartito al que mamá le dice la antecámara, cruzo el living interfiriendo un momento el campo visual de mamá que mira la imagen del hombre que llora. Cuando llego al cuarto de trabajo enciendo la luz. Están los dos escritorios vacíos, uno frente a cada ventana, de modo que cuando el Gato y yo nos sentábamos a trabajar nos dábamos la espalda. Desde la ventana del Gato pueden verse las terrazas de baldosas color ladrillo, patios con árboles oscuros, el edificio blanco de la municipalidad, contra un resplandor rojizo en el cielo. La mía da a un patio interior, de mosaicos azules y amarillos y macetas alineadas contra la pared. Estoy parado bajo la luz que cuelga del techo, entre las dos ventanas, frente a la biblioteca. No miro nada en particular. Ahora me siento frente a mi escritorio y abriendo el primer cajón saco unas hojas blancas. De sobre el escritorio alzo una birome verde y escribo: Querido Gato. Iba a pasar por Rincón para verte pero me faltó tiempo. No me queda más que desear que el agua no te haya llegado todavía al cuello. Todo parece indicar que ya te llegará. Espero que hayas tenido noticias de Washington. Mamá no te va a dar mucho trabajo durante mi ausencia: despertarla cuando termine la emisión diaria en la tele y decirle que ya puede irse a la cama y regularle de vez en cuando el sonido y la imagen durante las horas de transmisión. Yo estoy como siempre bien y ya te escribiré apenas me instale en París. Esta noche me hacen una despedida en el taller de Héctor (que me dijo que no se te pudo avisar) así que termino aquí porque se me va a hacer tarde. Un abrazo. Pichón. Ahora abro el cajón del escritorio del Gato para dejar la nota y veo la fotografía: ahí estamos, en mangas de camisa, sonriendo a la cámara, a los seis o siete años, el Gato o yo, porque ya no se sabe quién de los dos es el que aparece, con parte de la casa de Rincón, blanca, atrás, a la izquierda, y a la derecha, más lejos, unos sauces y el río. Hay que estar dentro para saber quién es uno, y en esa foto, el Gato o yo, hace una veintena de años, en mangas de camisa, riendo hacia la cámara, estamos afuera. Hay otra foto, idéntica, no una copia, sino otra foto, o quizás una copia, en uno de los cajones de mi escritorio. Algún pariente lejano las sacó, el mismo día, en la misma pose, en el mismo lugar, con diferencia de minutos, y sin la previsión de mi madre, que perdió su juventud sembrando el mundo de pistas que ayudaran a distinguirnos, nos mandó las copias unos meses después. Cuando estoy pasando otra vez por el living, interceptando un momento con mi cuerpo la pantalla del televisor, mi madre me dice que, según el informativo de la tarde, el ejército ha hecho explotar dinamita en el camino de la costa, para darle salida al agua y disminuir la presión que viene haciendo desde hace días contra el puente colgante, como si estuviera por llevárselo. Me pregunta si he oído las explosiones. Ahora estoy poniéndome el saco, despacio, y encima el sobretodo. Cierro detrás de mí la puerta de calle, calzándome los guantes. Ya es completamente de noche. El rumor decrece. Parado frente al mostrador del bar de la galería tomo un cognac, despacio, fumando. No hay casi nadie. La cajera, vestida con un guardapolvo verde, hojea una revista de historietas. Un hombre come aceitunas verdes de un plato y toma un vermouth, sentado a una de las mesas del pasillo. Ahora que estoy yendo en el taxi en dirección al taller de Héctor, pienso que ya no estoy en el cuarto con los dos escritorios, en el dormitorio con las dos camas, ni interceptando con mi cuerpo la pantalla de televisión al atravesar el living, ni parado en el bar de la galería. Ya no estoy tampoco en el lugar en que estaba mientras iba pensando, porque el taxi corta la noche helada y va dejando atrás las esquinas cada vez más oscuras. Más que el haber estado un momento parado entre los dos escritorios, bajo la luz, o atravesando el living, interceptando la imagen azul acero de la pantalla de televisión, me llama la atención el hecho de que el living y el cuarto de los escritorios sigan estando en su lugar, vacíos de mí, en este mismo momento. De este mundo, yo soy lo menos real. Basta que me mueva un poco para borrarme. Y veo, mientras vamos alejándonos del centro, por calles cada vez más oscuras, más desiertas, a través del vidrio helado, los barrios inmóviles en cuyas veredas los árboles sin hojas muestran los estragos de la primeras heladas, Constantes ya casi sin vida, sin ningún rumor, alguna luz tardía de farmacia o de almacén proyectada sobre la vereda, algún llamado rápido dicho de una vereda a la otra, algún coche cruzando una transversal, se extienden, alrededor de mí, que paso rápido, los barrios que perseveran. Héctor viene hacia mí para recibirme cuando golpeo las manos. No hay todavía nadie. Ha citado, me dice, a todo el mundo para las nueve. Dice que quería preparar tranquilo el asado y conversar conmigo mientras tanto. Todas las luces del taller están encendidas y las paredes blancas, áridas, refractan la luz y multiplican la claridad. Únicamente el altillo está a oscuras. En el patio de atrás, mientras vigila el fuego y la carne, y el humo arranca a sus ojos lágrimas que se atascan en los pliegues de su cara correosa, Héctor, que ha puesto sobre una mesa cubierta con una hoja de papel blanco una botella de vino y dos vasos, dice que si el agua sigue subiendo la carretera que arranca de la Boca del Tigre va a cortarse y que el ómnibus que debe llevarme a Buenos Aires no podrá pasar. Le digo que no exagere y Héctor se ríe. Está algo borracho; lagrimea. Dice que exagerar es un arte. En el que el Gato descuella, dice. Hace todo, dice, demasiado bien, el Gato, y está, todo lo prueba, demasiado dotado, como para que sea capaz, aunque trate, y ya por otra parte lo ha hecho muchas veces, de perseverar en algo. Entramos otra vez al galpón y Héctor me muestra el cuadro que está terminando. Es un rectángulo blanco, árido, que no difiere en nada de las paredes del taller. Es tal vez un poco más blanco y más árido que las paredes. La blancura de las paredes tiene, por otro lado, me parece, la facultad de dar la idea de una cierta anchura, además de una altura. En la del cuadro, la cualidad horizontal, tengo la impresión, como quien dice, se borra. Es una blancura exclusivamente vertical. No sé si lo he visto o es el propio Héctor el que me lo ha dicho esta mañana. En los cuadros de Héctor, todo es vertical; no ascendente, ni descendente, sino vertical. Sirviendo vasos de vino, a la intemperie, cerca del fuego, en el patio trasero, Héctor fuma su pipa y trata de explicarme qué es lo que ha querido expresar. Alguien que golpea las manos en la entrada nos interrumpe. Es Raquel. Nos besa rápido, en la mejilla, y desaparece en el taller. Vuelve sin su tapado y con un vaso vacío en la mano. Después de tomar su primer trago de vino nos pregunta, mirando más bien a Héctor, si hemos oído anoche las explosiones. Héctor responde que él estaba con gente, en una fiesta, y que yo, cuando sonó la primera, estaba, en compañía de Tomatis, atravesando la puerta de la sala de juego del club Progreso. Dice que cuando sonó la segunda jugaban en la mesa el as contra el rey y la sota contra el caballo, dice Héctor. Yo le dije que exactamente así pasa en la realidad, dice. Por un momento, mientras la carne crepita sobre las brasas y el humo, oblicuo, sube en una columna densa, fumamos en silencio, tomando vino, de a tragos cortos. Raquel me pregunta qué siento ahora que estoy a punto de irme a París. Le digo que nada. El vestido de lana verde de Raquel se aprieta contra su cuerpo espeso. Estamos, como quien dice, en el borde del frío, entre la intemperie pura y el resplandor cálido de las brasas. Héctor recomienza con el Gato. El Gato es la peste, dice Raquel, riéndose. Nueva interrupción: Héctor desaparece, hacia la puerta de entrada, y después nos llega, cada vez más alto, un tumulto de voces conocidas, masculinas y femeninas. Miramos, callados, el fuego. Ahora, antes de que Héctor y el grupo que acaba de llegar aparezcan en el patio, se oyen otros golpes en la entrada y el sonido de las voces se multiplica. Son todas demasiado conocidas como para que les prestemos atención. En voz baja, Raquel me pregunta si iremos a tomar algo juntos después de la fiesta. Antes de que yo pueda responder, Héctor reaparece en el patio. Nos dice si queremos pasar. Los recién llegados, que son seis, contemplan, dispuestos en semicírculo frente al caballete, el último cuadro de Héctor, la superficie blanca. Lo admiran, cada uno de distinta manera. Ahora el semicírculo se rompe y nos saludamos, en grupos dispersos. Hablamos de las explosiones. El informativo de la noche, dice alguien, ha dicho que el agua sigue subiendo, y que incluso seguirá subiendo. Alicia, vestida de azul, desaparece en dirección al patio, porque Héctor se ha asomado por un momento a la puerta, observándonos con seriedad, la pipa apagada en la boca, sobresaliendo de la cara correosa. Exactamente en el momento en que Alicia desaparece, entra Elisa por la puerta delantera, sin llamar. Saluda seria, sin frialdad. Al besarme en la mejilla, percibo que se crispa un poco, como si hubiese estado guardando para mí la poca hostilidad de que es capaz o tal vez porque ha visto, por sobre mi hombro, en el momento de darme el beso rápido, aparecer a Alicia desde el patio, seguida por los ojos como empañados de Héctor, que contrastan con la cara reseca, correosa. En la mesa, Elisa se sienta a mi derecha, Raquel enfrente. Como una radiación espontánea, lisa, incluso cálida, la hostilidad de Elisa choca todo el tiempo contra mi perfil circunspecto, que a veces gira, delicado, hacia ella, y rebota contra su cara pétrea, ancha. Nadie que no nos conozca bien, que no esté habituado a nuestras particularidades más secretas, e incluso a veces ni en esas condiciones, es capaz de distinguirnos, e incluso a veces nosotros mismos miramos las dos fotografías que están en los cajones de nuestros escritorios y dudamos, nosotros, el Gato y yo, espejo en el que nos contemplamos recíprocamente, idénticos, y ella, que hace por lo menos cinco años que piensa noche y día en el Gato, que se acuesta con él dos o tres veces por semana desde hace por lo menos dos años, no puede estar a menos de dos metros de distancia de mí sin que empiece a irradiar en seguida repugnancia y hostilidad. Es como si yo fuese el negativo del Gato. Y él va a quedarse: va a seguir despertándose cada mañana frente al río, en la casa de Rincón, va a andar por los bares de la ciudad emborrachándose hasta el amanecer, va a atravesar la puerta de la sala de juego del club Progreso en compañía de Tomatis, va a mirar la municipalidad blanca sentado en su escritorio, sin escribir ni leer nada, va a salir después a la calle a encontrarse con ella, a tenderse desnudo sobre ella, desnuda, en algún hotel, en la casa de Rincón, a la que Héctor sabe que no debe ir sin previo aviso, idéntico a mí, saludando en la esquina de San Martín y Mendoza a algún tipo que le ha dado las buenas tardes confundiéndolo conmigo, va a estar parado en la esquina en el atardecer, en mangas de camisa, recién bañado, en verano, fumando. Héctor habla de las brechas. Las ha visto, dice, conmigo, esta mañana. Tienen varios metros de ancho y los bordes resquebrajados parecen la boca de un volcán; todo el asfalto está sembrado de escombros; inspeccionan la zona con helicópteros; y alrededor, hasta el horizonte, lisa, monótona, amarillenta, cada vez más alta, el agua. Alguien cuenta que estaba durmiendo en el momento en que sonó la primera explosión; otro, haciendo el amor. Uno de ellos me pregunta desde dónde la escuché: Estaba entrando con Tomatis en la sala de juego del club Progreso, digo. Ahora, algunos atraviesan caminando el gran galpón blanco en que aparte del caballete con el cuadro, la mesa desordenada y las sillas, hay muy poca cosa. Estoy sentado en un diván adosado a la pared, entre Raquel y Alicia. Veo gente que cruza, a lo lejos, el galpón, grupos que conversan, caras que se ríen, que se me acercan, y me hablan: de vez en cuando me sirvo vino y fumo, hablo. Las palabras se me forman entre los dientes y los labios, de modo que salen medio mordidas, medio húmedas. Y no estoy, todavía, sin embargo, ausente; estoy aquí. En ninguna otra parte. Aquí. Veo salir a Elisa; se ha despedido de algunos, no de todos, pero no de mí. Ha de haber sido por no aproximarse a Alicia. Veo su vestido de flores azules y rojas, estampado sobre un fondo blanco, desaparecer bajo el tapado negro y después desaparecer toda ella, de golpe, por la puerta de la calle. Ahora el gran galpón blanco está casi desierto. Héctor, Alicia y una pareja están parados frente al caballete, mirando el rectángulo blanco, árido y vertical. Alguien cruza, despacio, en diagonal, el galpón vacío, y va a sentarse en una silla, detrás del caballete. Raquel está estirada sobre el diván, la cabeza apoyada sobre mis muslos, los ojos cerrados; la mano, que cuelga fuera del diván, sostiene un cigarrillo que se consume solo, humeando, entre los dedos. Las cuatro figuras, que se recortan nítidas contra el gran fondo, hablan en voz baja y de vez en cuando sacuden la cabeza o levantan una mano, que vuelven a bajar en seguida, señalando, sin euforia, el cuadro. Ahora no estamos más que los cuatro en todo el taller. Los cuatro sentados en el diván, Héctor, Alicia, Raquel y yo, mirando, sin hablar durante un momento, en la misma dirección, la pared blanca que está frente a nosotros, del otro lado del galpón vacío, donde termina el piso parejo de ladrillos. Ahora la luz está apagada; veo la forma del cuerpo de aquel echado al lado del mío, en la penumbra rojiza producida por la estufa eléctrica que trabaja cerca del diván. Las paredes blancas, en la penumbra, emiten una ligera fosforescencia. El cuadro blanco, a lo lejos, es, como quien dice, como una ventana desde la que se estuviese viendo el amanecer. Palpo, por debajo del vestido, la carne tibia, un poco blanda, de Raquel. Ahora estamos los dos desnudos, cubiertos por una frazada. Llegan, desde el altillo, ruidos de la madera del piso y de la cama que crujen, voces apagadas, risitas, y después los gritos y los quejidos de Alicia. Al oírlos, Raquel pega un gritito rápido, que ahoga apretando su boca contra mi hombro. Queda así, un momento. Hay una boca contra mi hombro, abierta, la misma boca que unas horas antes me ha preguntado si iríamos a tomar algo después de la fiesta. La misma boca que me ha preguntado si he oído anoche las explosiones está ahora contra mi hombro. La boca va bajando por mi brazo derecho hasta la altura del codo y vuelve a pararse ahí. Todo el cuerpo ha estado removiéndose bajo la frazada. Ahora que la boca se para sobre el brazo, se queda quieto. Del altillo no llega nada. El cuerpo, parado, plegado, se mueve un poco, antes de que la boca comience a hacerlo, y deja de hacerlo ahora que la boca sigue haciéndolo, ahora que la boca pasa del brazo al vientre y baja todavía un poco más. La boca comienza a hacer unos ruidos que suenan en el galpón vacío. Entreveo al Gato, durmiendo en Rincón. No es yo, él. Yo no soy, tampoco, el que ahora sueña, tan idéntico a mí el que él sueña que únicamente que porque es el soñador el que designa sabe que es él y no yo, así como no seré tampoco el que esté parado en la esquina, en verano, en mangas de camisa, recién bañado, saludando con la cabeza a alguno que lo ha confundido conmigo. Un verano demasiado grande como para que yo pueda, como quien dice, ocuparlo todo. Y la boca, sin el cuerpo, sin mí, trabaja, con ritmo regular, en la penumbra rojiza, mientras mi pensamiento, confuso, se mezcla, como si pasara del insomnio a un sueño nítido y después, gradual, comenzara a despertar. Ahora está otra vez la luz encendida, Raquel y yo bajo la frazada, desnudos, y Héctor y Alicia, vestidos, parados al lado de la estufa, frente al diván. Hacemos un lugar en la punta de la mesa, entre los restos de comida fría y nos sentamos a picar, tomando vino. La boca de Raquel recibe los pedazos de carne fría, los mastica despacio, muestra la lengua cuando la pasa sobre los labios estriados, habla. Héctor habla: una vez, en París, habían hecho también un asado en un atelier que compartía con una pintora griega, surrealista. La pintora era lesbiana. Fumaba cigarros. Tomaba kirsch y a la madrugada salía a la calle a robar las botellas de leche que los repartidores dejaban en la puerta de los almacenes. Ahora se dirige a mí: si es verdad la historia que sabe contar el Gato, sobre un hermano de nuestra bisabuela que era interno en un hospital de Buenos Aires cuando la fiebre amarilla y que según el Gato hizo abandono de la guardia por miedo al contagio y se apareció en la ciudad, en casa de nuestro tatarabuelo, sin que nadie supiese qué diablos había venido a hacer a la ciudad; y que, según el Gato, dice Héctor, había traído la fiebre con él y murió a los cuatro días, sembrando la peste. Héctor me pregunta si es verdad. Digo que si el Gato lo ha dicho, ha de ser verdad. Héctor se ríe. Pichón lo apaña siempre, al Gato, dice. Son muy diferentes, dice Alicia. El Gato es la peste, dice Raquel. Se necesita ese hartazgo, ese abandono, ese olvido, esa muerte, para que empiece, gradual, como un sol, levantándose, trazando una parábola con un cénit y un nadir, con su misma periodicidad, el tiempo de las historias que se mezclan, se confunden, se superponen, se corrigen, perfeccionándose, falseándose, en una madrugada fría y en un galpón iluminado, de paredes blancas, calentado con estufas eléctricas. El Gato, que una vez en la escuela de Bellas Artes, había hecho pedazos un calco de la Venus de Milo; la vez que el Gato y yo teníamos la misma mujer, y nos acostábamos con ella una semana cada uno, haciéndole creer que éramos una sola persona; la versión que el Gato había inventado, según la cual también la mujer tenía una hermana melliza, que se turnaba con ella para recibirnos; el tipo que el año pasado se tiró por la ventana de los tribunales, desde el despacho del juez, mi primo; la época en que Héctor y la lesbiana hacían copias de cuadros célebres y los vendían en el Pont des Arts; historias de Washington. Fijas, cerradas, las barajamos como naipes durante dos horas. Pasan de boca en boca, como consignas. Se han como quien dice pulido tanto, lo mismo que piedras, sus contornos son tan precisos, se distinguen tan claramente unas de otras, que es como si, en cierto momento, dejaran de ser historias, algo que ha pasado en el tiempo y en el espacio, para convertirse en objetos, en algas, en floraciones. Es fácil, porque ya están en el pasado. Pero lo que está ocurriendo en el tiempo, lo que está ocurriendo ahora, el tiempo de las historias en el interior del cual estamos, es inenarrable. Ahora estamos otra vez parados frente al rectángulo árido, vertical. La boquilla de la pipa de Héctor, cuya cara correosa se ha agrisado un poco, traza líneas imaginarias, verticales, frente al cuadro. Raquel pregunta si le ha llevado mucho tiempo pintarlo. Una punta de semanas, dice Héctor. Ahora estamos otra vez sentados en la esquina de la mesa, tomando café. Héctor echa un terrón de azúcar en un vaso de agua y nos dedicamos a mirarlo disolverse. La durée objetiva, dice Héctor. ¿La cómo?, dice Alicia. La durée objetiva. La durée. Durée. Duración, dice Héctor. Para que sea objetiva, dice Héctor, hay que medirla, hay que estar. Su cuadro, dice, es un fragmento ampliado de la durée objetiva. En el fondo del vaso queda un sedimento arenoso, de cristalitos. Después más nada. Queda el vaso solo, con el agua, sin ninguna durée. Vean: ni rastro de la durée objetiva, dice Héctor. Para escuchar a Héctor, que ha explicado la significación del cuadro, he vuelto la mirada hacia su cara correosa, desviándola del vaso. Al volver a mirar, está primero el sedimento arenoso y después más nada: el vaso con el agua, sin la durée. Ahora estamos saliendo Raquel y yo a la madrugada helada, en dirección al coche de Raquel, estacionado al otro lado de la avenida desierta. El interior del coche está helado. Mientras calienta el motor, Raquel enciende un cigarrillo y me lo pasa, y después enciende otro, que deja colgar de su boca. Ahora acaba de estacionar frente a mi casa. Te reirás de mí, dice. Dirás que no avanzo, pero es más fuerte que yo. Le beso la mejilla. Ya querrás tener hijos, alguna vez, con alguien, digo. Me dice que ella también irá a la estación, pasado mañana, a las doce menos diez, para despedirme. Y ahora estoy acostado, fumando: veo por la ventana el cielo azul, frío, y un rayo de sol, en el que bailan un millón de partículas, atraviesa el vidrio para inscribir un círculo claro en el parquet. Mi ropa está sobre la cama intacta del Gato. Parado junto al escritorio, veo, a través de la ventana, el bloque blanco, vertical, lleno de perforaciones rectangulares oscuras, de la municipalidad. Ahora estoy mirando los helechos del patio, en las macetas alineadas contra las paredes amarillas. Hay luz, en el patio, pero ni una sola mancha solar. Estoy parado junto al mostrador del bar, en la galería, mirando a la cajera enfundada en su guardapolvo verde. El dueño del bar sale de la trastienda, con una taza vacía en la mano, que deja sobre la cafetera. Mi taza tiene todavía, en el fondo, un resto frío de café. El dueño del bar me dirige la palabra, de un modo vago, habitual en él, debido, creo, a que nunca está seguro de si habla conmigo o con el Gato. Habla de las explosiones, dudando de los resultados: hubiesen debido esperar, dice, que el agua alcance el punto más alto pero —mira el patio vacío, por encima de mi cabeza— ¿quién puede asegurar cuál ha de ser el punto más alto? ¿Qué se puede tomar como referencia? ¿El pasado? Hubo la inundación del año cinco, la del veintisiete, la del sesenta y dos; fueron todas de las grandes. Ninguna alcanzó la misma altura, todas diferentes. Se queda callado. Cuando suben, despacio, durante meses, enterrando, bajo un agua oscura, provincias enteras, estos ríos de agua confusa ganan no únicamente nuestras tierras, nuestros animales, nuestros árboles, sino también, y tal vez de un modo más seguro y más permanente, nuestra conversación, nuestro coraje, nuestros recuerdos. Sepultan, inutilizan nuestra memoria común, nuestra identidad. Y hay, aunque frío, el sol del mes de mayo cayendo sobre las mesas vacías de metal, de todos colores, acomodadas en el patio. Hay un silencio soleado. Hay la mancha verde, inmóvil, de la cajera sentada sobre el taburete, una mano apoyada sobre la palanca de la registradora. El rumor de la ciudad, intermitente, continuo, llega apagado. Ahora que me dejo envolver por la muchedumbre, en la esquina del banco, parado inmóvil, fumando, pienso, sin premeditación, en el bar vacío de la galería, en el patio soleado, en la mancha verde de la cajera, la mano apoyada en la palanca de la registradora. Han de persistir, sin mí, vacíos. Súbito, suave, parado a cincuenta centímetros de mi cara, un tipo, en la solapa de cuyo sobretodo gris hay una escarapela, bien afeitado, de unos treinta años, me palmea el brazo, sonriendo, la cabeza algo inclinada hacia mí y los ojos verdes, entrecerrados: que qué es lo que ando haciendo tan pensativo parado en la esquina a las once de la mañana, aunque el solcito valga la pena. Su cara me es ligeramente familiar. Ha de ser, pienso, uno de esos amigos que el Gato hace cada vez que sale de farra con Tomatis o con Héctor, en el club Progreso o en el Copacabana. Uno de esos tipos que creen que el Gato puede haberse olvidado de ellos —el Gato no se olvida de nadie que haya cruzado dos palabras con él, nunca— cuando me confunden con él en la calle y son recibidos de un modo seco. Ahora se ha ido. Pasa gente a mi alrededor, por la vereda y por la calle, y cuando lo tiro, mi cigarrillo choca contra el cordón y sigue humeando sobre el asfalto. Llevándome a la boca un pedazo de carne tibia, en el restaurant, en la misma mesa en que he comido ayer con Héctor, frente a la silla vacía de Héctor, entre ruidos acolchonados, me detengo, sin brusquedad, a mitad de camino, recordando la cara afeitada, los ojos verdes, el sobretodo gris, la escarapela: acostumbrado al error, a punto de irme, con la valija preparada al lado de la cama, el pasaje de avión, el desgaste, advierto que no haber reconocido en la esquina del banco al pintor que Héctor me ha presentado ayer, fugazmente, en el restaurant, demuestra que ser tomado por el que soy no es concebible más que como duda y error. Sacudo la cabeza, riéndome; trago el bocado. El taxi se detiene antes de llegar al puente, cuando el policía parece querer separarse de la garita y hacerle alguna seña. Con vehemencia, mirándome de tanto en tanto por el retrovisor en uno de cuyos ángulos se refleja un fragmento de mi cara, el chofer, cuya cabeza calva y oval parecía incapaz de quedarse quieta un momento, ha venido diciéndome que las explosiones han sido una medida errónea, propia del ejército, y que esas brechas quedarán sin cerrar durante años. Pago y bajo. Hasta no ver el coche dar media vuelta, después de dos o tres maniobras trabajosas, y alejarse por el bulevar, el policía no me mira. En el sol de la siesta, una cabeza más alto que yo, las manos separadas del cuerpo, la cara oscura, bajo la visera, el cuerpo cubierto por el sobretodo marrón que ciñe la bandolera, las piernas abiertas, el policía, por estar fuera de mí, parece como más nítido, más perfecto. Emplea no únicamente la mirada, sino todo el cuerpo en ver alejarse el coche negro. Ahora sus botas lustradas chasquean roncas sobre el asfalto al girar hacia mí. Sí, salen vaporcitos y canoas para Rincón. Se baja en La Guardia, se toma una chata tirada por un tractor y después, en la entrada del pueblo, de nuevo canoas. Por hábito, se cuadra, sin ostentación, o me parece, cuando me alejo. La brisa enfría la luz en el medio del puente, plataforma débil por encima del agua, que domina todo y de la que sobresalen, intermitentes, árboles, postes, construcciones. Abajo, contra el pilar central, corrientes, visibles en la superficie, se arremolinan, rompiendo la tersura de la gran extensión líquida, mostrando crestas que se sacuden, ásperas y espumosas, como si alrededor del pilar hubiese, por así decir, un hoyo profundo en el que toda el agua viene a caer. Desde el puente, antes de salir por la otra punta, veo la construcción del Yacht Club, de tejas rojas y paredes blancas, a medio sumergir: el agua entra y sale por las puertas, por las ventanas. Del otro lado del club hay una barranca y un caminito angosto que bordea el agua, entre los árboles. Se ven soldados, gente, canoas, un vaporcito. Un oficial dirige el embarque. Hay una franja seca de unos diez metros de largo y no más de dos de ancho. Me acerco al grupo y permanezco en silencio; casi nadie habla. Hay ya algunos subidos al vaporcito. Otros se preparan para subir. Otros miran, como si no fuesen a viajar. Suena, súbito, un teléfono. Veo, entonces, que el oficial, euforizado por su trabajo y por la situación general, da un salto hacia un costado y hunde los pies en el agua y diviso, sobre una mesita alta y estrecha, en el agua, cerca de la orilla, el teléfono. Sigo con la vista el cable que va, por encima de los árboles, a perderse en el interior del Yacht Club. El oficial habla un momento por teléfono, los pies hundidos en el agua. Cuando termina, vuelve a dirigir nuestro embarque. Ahora, buscando a ciegas, después de haber dejado la costa, lo que hasta unos meses antes era el curso de un arroyo, navegamos, precarios, lentos, apiñados, en el vaporcito, el ritmo de cuyo motor se quiebra por momentos, en medio de la gran extensión acuática de la que sobresalen matas altas de pajabrava, camalotes, y a lo lejos, de vez en cuando, árboles y ranchos ya medio hundidos. Junto a uno de ellos distingo, ya casi sin pintura, el metal del techo comido por el óxido, un colectivo sumergido en el agua. Pasamos por detrás de La Guardia, toda inundada. Desembarcamos sobre el camino de asfalto. Hay gente que espera el vapor, parada en la orilla. No se ve ningún tractor. Cuando el motor del vaporcito se para, antes de atracar, y vamos aproximándonos despacio a la orilla, el silencio es tan grande, tan vasto, que percibo, de un modo fugaz, arduo, complejo, la creciente, el éxodo, el miedo generalizado, la miseria, la muerte. Al tocar tierra tropiezo y me voy hacia adelante. Alguien me sostiene; se oyen exclamaciones y algunas risas. Muchas de esas caras oscuras, parecidas entre sí, me son familiares. Algunos me saludan. Gran parte de los que esperaban en la orilla suben al vaporcito. Soldados, un suboficial, dirigen el embarque. A un costado del embarcadero, armado rápido con madera y chapas de cinc hay, precario, un despacho de bebidas. Alguien informa que el tractor y la chata acaban de salir para Rincón y que no estarán de vuelta antes de una hora. Otros hablan de las explosiones, de los informativos, del ejército. Una familia entera, que no alcanza a subir en el vaporcito y que se queda en la orilla esperando su regreso, pide información a un soldado sobre el campamento de la Boca del Tigre. Por el modo en que le contesta, vago, rápido, indeciso, percibo que el soldado ni siquiera sabe que existe ese campamento; el conjunto de una catástrofe es un privilegio de espectadores, no de protagonistas. En el despacho de bebidas tomo ginebra, entre dos hombres que hablan en voz baja. Compro una botella para el Gato. Hay algo más que recupero, por un momento, en el sabor de esa ginebra tomada en el sol tibio que ya empieza a declinar, más que mis años ya perdidos, más que un cierto olvido y una cierta inmovilidad, un cierto reparo, y es, mezclada al olor del agua y al olor de la pobreza, algo invisible y férreo como una raíz, un alimento, una relación preexistente mediante la cual mi divorcio no es la separación de dos partes distintas que coexisten, enemigas, dentro de mí, sino el fin de un matrimonio con algo que por falta de una palabra mejor designo como el mundo. Agujas, como quien dice, de oro, todavía altas, rayan el cielo azul. Antes que el tractor, dejando oír sus explosiones débiles, irregulares, llega, otra vez, cargado de gente, maniobrando despacio para atracar, navegando por lo que antes ha sido una calle de La Guardia, frágil, antiguo, el vaporcito. Veo, con un vaso de ginebra en la mano, por entre el grupo que se ha apiñado en la orilla preparándose para subir, saltar la gente a tierra. Ahora estoy parado en la chata que remolca el tractor, trabajoso, y me aferró a los travesaños, mirando el campo a los costados del camino. No demasiado alta, almacenada, mostrando, sin embargo, en esa mansedumbre, que será la última en retirarse, el agua cubre los campos, ciñe los troncos de los árboles, golpea, imperceptible, contra las paredes, las alcantarillas, los terraplenes. El asfalto está manchado de barro, de detritus, de escombros. En Colastiné, en un trecho relativamente alto alrededor del cual el agua muerde tranquila, hay otro campamento. El tractor se para; hacia la gente que baja vienen, corriendo, niños y perros desde las carpas, y mujeres y hombres, ocupados en hervir agua, en hachar, alzan la cabeza, interrumpiendo un momento su trabajo, para mirar en dirección a la chata. Soldados andan, ociosos, entre las carpas, alrededor de las cuales se acumulan, en desorden, cachivaches, colchones, cacerolas. Después el tractor, anaranjado, vuelve a arrancar, con el conductor, cuya espalda, cubierta por una campera de lana, se mantiene rígida delante de mí, y un soldado que lo acompaña, parado en el pescante, la cara enrojecida por el aire frío. No he tenido, en meses, del agua, ninguna impresión de violencia, sino más bien, y más todavía cuando el hábito de la creciente se instaló entre nosotros, de discreción, de placidez, de silencio, y ha sido necesario ver a los hombres en la Boca del Tigre, en Colastiné, en campamentos, amontonados frente a las pizarras de La Región, comentando las explosiones, los informativos, para percibir, como en ráfagas, como quien llega a zonas, las atraviesa y por fin las deja atrás, estable, la violencia. Ahora salto de la chata, en la entrada de Rincón; mis pies, flexionados, se adhieren firmes al asfalto y me yergo para contemplar el agua que cubre, rojiza, la calle ancha, derecha, a cuyos costados las casas abandonadas, de material o de adobe, nítidas en el sol todavía alto, están sumergidas hasta la mitad en el agua. El sol de las cuatro, pálido, destella débil en un cielo verdoso. Hay, a pesar de las canoas que esperan en la orilla, contra el terraplén, a pesar de las carpas diseminadas en el camino, alrededor de las cuales se mueven figuras humanas, a pesar de eso y a causa del silencio, ahora que el tractor se ha parado y que las pocas voces que suenan se esfuman casi de inmediato, difusa, en todos nosotros, la sensación, más que de estar frente a un pueblo abandonado, de llegar, por primera vez y sobre todo los primeros, a un lugar virgen, sin vida animal, sumergido en un agua ciega en la que todavía no se ha formado la vida. El hombre de la canoa, que rema frente a mí por el medio de la calle inundada, en dirección al centro del pueblo, inclinándose rítmicamente hacia adelante y hacia atrás, con un cigarrillo apagado entre los labios, girando de vez en cuando la cabeza para mirar los patios sepultados por el agua, me pregunta, después de un momento de remar en silencio, por encima del chapoteo regular de los remos que es el único sonido que se disemina en el aire verdoso antes de que se oiga su voz, si he estado en la ciudad o si he llegado únicamente hasta La Guardia, y si he ido únicamente para comprar la botella de ginebra y volver. Le digo que vengo de la ciudad. Ha hecho rápido, me responde, incrédulo. Después dice que no hubiesen debido volar el camino: que un soldado le había dicho la tarde antes que el ejército estaba preparando las explosiones y que él no había creído hasta que las oyó; que estaba durmiendo en la carpa y que no únicamente había oído el ruido sino que había sentido, las dos veces, temblar la tierra sobre la que estaba acostado. El, dice, no es del pueblo sino del norte, de más allá del Leyes, donde prácticamente no queda tierra seca. A San Javier, desde la ciudad, dice, se va en lancha; al pedo han parapetado el terraplén con bolsas de arena, porque el agua se filtró igual. Ahora está callado; avanzamos por las calles desiertas, y los remos, al golpear, levantan una marejada débil que va abriéndose a los costados, cada vez más, y choca sobre las veredas, contra el frente de las casas; donde no hay construcciones, la marejada leve atraviesa los tejidos de alambre y va a perderse, silenciosa, en el fondo de los patios, entre los troncos de los árboles. Al doblar por una calle lateral veo, de paso, por la puerta, abierta de par en par, de una casa, el agua que corre entre las patas de los muebles y, sobre la pared, a un costado de otra puerta abierta que da a una habitación interior, un espejo, y sobre él, en la pared celeste, un gran retrato oval. Y después de doblar dos o tres veces, en completo silencio, en el cancel del crepúsculo, hacia las afueras del pueblo, adormecido más por el agua y por el atardecer que por el ritmo de los remos, sin ansiedad, sin euforia, diviso, por sobre la cabeza del hombre que se inclina hacia adelante, se yergue un momento y se inclina después hacia atrás, creciendo, aproximándose, único punto seco del pueblo a pesar de estar construida a la orilla del arroyo, sobre la barranca, nítida, compacta, con las ventanas abiertas, con alientos humanos que salen de ella aunque nadie sea todavía visible, separada del agua por muchos metros de tierra seca, en declive, un poco extraña para mí por el cambio salvaje del paisaje en el centro del cual se eleva, blanca, enorme, la casa. En el frío, parece todavía más blanca, más árida. Frente a la puerta hay algunas canoas que se sacuden un poco por la marejada que levantamos al aproximarnos y atracar. Al empujar la puerta entreabierta escucho, apagado, el tableteo lento de una máquina de escribir. Ahora que he atravesado el primer cuarto veo, en el segundo, a la luz de una lámpara a querosén, rígido sobre la silla, contemplando la hoja puesta en la máquina, las manos elevadas a punto de golpear las teclas, la figura de Washington, cuya cabeza blanca, brusca, se mueve hacia mí, sin sobresalto. Se queda mirándome un momento, fijo, sin parpadear, mientras avanzo hacia el interior de la esfera de claridad que difunde el farol. Creí que era el Gato, dice Washington, tendiéndome una mano huesuda, reseca, que retira en seguida. Le pregunto como está. Ya lo ve, dice. Del patio llegan un grito de niño, una risa, voces. Es la familia de don Layo, dice Washington. El Gato los ha alojado, lo mismo que a él: no han querido parar en la casa y tienen unas carpas del ejército. Han perdido todo, esta vez, dice, porque la isla está bajo agua. Se queda en silencio. La decepción al comprobar que era yo y no el Gato ha de mezclarse en él al sentimiento de ser un intruso, simplemente porque, a sus ojos, mi amor, mi veneración, que pudo haber sido en otros tiempos más grande que la del Gato, tiene el defecto de no ser la del Gato. Baja los ojos, jugando con el mate ya frío que está sobre la mesa. El Gato, me dice, circunspecto, ha ido a la ciudad, para verme: estará de vuelta a las seis. Pero a las seis sale también, por última vez en el día, el tractor hacia La Guardia, donde combina con el último vapor. Le digo que siga trabajando, que yo esperaré. Lo contemplo de un modo fugaz, dos o tres veces, mientras escribe a máquina. Ahora está sentado en esa silla. Ya no está, como la última vez que lo he visto, en noviembre, en el patio de su casa, con un mate en la mano, parado cerca del Gato y de Tomatis, hablando de los fundamentos Tendai, bajo el sol fuerte, contra un fondo, fresco y florecido, de paraísos y laureles. Ahora está sentado frente a mí. Suenan las teclas de la máquina, golpeando contra la hoja blanca, en un clima de circunspección. Es, frente a mí, con su cabeza blanca, su cara reseca, color tierra, a pesar de su camisa de lana a grandes cuadros rojos y blancos bajo cuyo cuello entreabierto asoma la camiseta de frisa, a pesar de sus movimientos joviales que todos le conocen y que reduce en mi presencia, a pesar de lo invisible del tiempo que ha vivido, o quizá sobre todo por eso, en el que ha sido niño, adolescente, adulto, a pesar de su vida múltiple, sentado frente a la máquina, sin anteojos, pulcro, extravagante, un anciano. Continúan llegando, de a ráfagas, desde el patio, rápidas, las voces, y cuando la máquina se para y Washington queda con las manos suspendidas en el aire, sobre el teclado, la mirada fija en la hoja de papel, se hacen más altas, más nítidas. Ahora estoy parado en la galería del fondo, viendo las carpas diseminadas en el patio, entre los árboles, y entre ellas, una fogata, cuyas llamas más altas son más altas incluso que las carpas, expande un resplandor rojizo en el aire todavía claro. Me ha saludado, don Layo, entre el tumulto de sus sobrinos y de las mujeres que preparan ollas, pavas, en las proximidades del fuego. Después ha desaparecido en el interior de una de las carpas. Cinco o seis perros merodean en los fondos, detrás de las carpas separadas de la galería por una gran extensión de terreno abierto en la que no hay ni siquiera árboles, sembrada de baterías de auto medio enterradas en la tierra y entre el pasto amarillento, las puntas de cuyas hojas han sido calcinadas por el frío. Hombres, carpas, árboles, confusos, apagándose con el día, están envueltos y como amortiguados por una penumbra lila, ahora que he salido otra vez con un vaso de ginebra en la mano y me paseo por la galería mientras oigo, atenuado, parándose por momentos y recomenzando otra vez, intermitente, débil, dubitativo, el tableteo de la máquina que llega, de a ráfagas, desde el interior de la casa. Nuestras dos sombras se proyectan, silenciosas, contra la pared blanca, enormes. Acaba de decirme que el Gato, salvo que encuentre medios excepcionales, ya no vendrá. Para poder llegar, dice, debería existir la posibilidad, remotísima, de obtener permiso de la policía o del ejército para atravesar, a pie, de noche, el puente colgante, y la posibilidad, después, de que salga, excepcionalmente, alguna embarcación particular desde el Yacht Club para La Guardia, y además caminar desde La Guardia hasta la entrada de Rincón, y conseguir que alguien lo traiga en canoa desde la entrada del pueblo hasta la casa, en plena noche, lo que obliga, se quiera o no, a descartar de antemano la idea de que pueda volver esta noche. Toma un largo trago de ginebra, uno más corto, deja el vaso sobre la mesa, introduce un cigarrillo, parsimonioso, en la boquilla negra, muerde la boquilla sobándola un poco con los labios mientras busca los fósforos sobre la mesa, enciende el cigarrillo, echa una bocanada de humo, deja los fósforos otra vez sobre la mesa y retirando la boquilla negra de entre los dientes, apoyándola sobre el borde de la mesa y sacudiendo la mano frente a su cara para dispersar el humo, emite una sonrisa breve y agrega que si bien todo indica que ya no vendrá puede muy bien suceder lo contrario, porque con el Gato, yo lo sé por otra parte muy bien, nunca se sabe. Ahora estoy sentado frente a la máquina de escribir, las manos elevadas sobre el teclado, esperando que Washington me dicte. Si cuando suene su voz, y yo me incline rápido, golpeando las teclas con la yema de los dedos, alguien entrase, viéndonos, sin saber, desde el marco de la puerta, alzando la mano para saludarnos, afables, creería, y seguiría creyéndolo si no lo sacáramos del error que soy, inclinado sobre las teclas, otro. Y yo mismo, en el momento en que comienzo a golpear, va cío de prevención, despecho, miedo, indiferencia, dedicado sencillamente a escribir, me suspendo, borrándome, sin ser yo, y teniendo, por un momento, si no la posibilidad de ser otro, la certeza, por lo menos, de no ser nadie, nada, como no sean las frases que vienen de la boca de Washington y pasan a través de mí, de mis brazos, salen por la punta de mis dedos y se imprimen, parejas, en el papel acomodado en la máquina. El humo de nuestros cigarrillos va llenando la esfera de luz que expande el farol y de afuera no nos llegan ni ruidos, ni voces, ni el horizonte de sonido animal, polifónico, que el agua empuja, como quien dice, según Washington, hasta las franjas secas, donde lo almacena. No hay, ahora que Washington, absorto en el texto de la traducción que me dicta, no piensa ni en mí ni en el Gato, sino únicamente en las frases que va puliendo con la mirada fija en su cuaderno mientras arruga la frente y arquea, reflexionando, las cejas blancas, más que mi convicción, debilísima, mi certeza, pobre, para sostener que no he estado todo el día aquí, sentado frente a la máquina de escribir copiando la traducción de Washington, y que en cambio he debido llegar hasta aquí hace unas horas, en lancha, en un tractor anaranjado, en canoa. Únicamente yo conservo, débil, confusa, dispersa, la llamita encendida, que ahora, de gol pe, en el momento en que me pongo a releer, a pedido de Washington, una frase ya escrita, cuando mi atención se desplaza, insignificante, se apaga. Salgo de eso pensando que estamos los dos afuera de algo, que algo nos ha despedido dejándonos afuera y cerrando la puerta por detrás, a costa de una oscuridad, aún cuando estemos, y quizá los únicos, en el punto negro de la noche repleta de agua, expuestos en plena luz, áridos y lentos, como para ser observados. En esa exterioridad yo no estoy; está, aunque ausente, el Gato. Ahora Washington está dictándome: Una buena obrera una buena obrera no hace con el huso más que cinco una buena obrera no hace con el huso mas que cinco puntos por minuto coma más que cinco puntos por minuto coma por minuto coma mientras que ciertas máquinas circulares mientras que ciertas máquinas circulares de tejer hacen treinta mil en el mismo tiempo treinta mil en el mismo tiempo punto mientras que ciertas máquinas circulares de tejer hacen treinta mil en el mismo tiempo punto Cada minuto de la máquina Cada minuto de la máquina Cada minuto de la máquina equivale entonces Cada minuto de la máquina equivale entonces a cien horas a cien horas equivale entonces a cien horas de trabajo de la obrera punto y coma cada minuto de la máquina equivale entonces a cien horas de trabajo de la obrera punto y coma o bien cada minuto de trabajo o bien cada minuto de trabajo o bien cada minuto de trabajo de la máquina le permite a la obrera le permite a la obrera diez días de reposo punto diez días de reposo punto le permite a la obrera diez días de reposo punto Ahora voy caminando detrás de Washington, que lleva el farol, con la botella de ginebra y los vasos, siguiéndolo en dirección a la cocina, atravesando, detrás del farol que se balancea y que produce un movimiento irregular y continuo de sombras y luces alrededor, dos de las grandes habitaciones blancas, casi vacías. Ahora Washington corta, en tajadas finas, una cebolla sobre el fogón mientras yo voy pelando, el cigarrillo colgándome entre los labios, una tras otra, y metiéndolas en una olla llena de agua, papas que ahora comienzo a secar y a cortar en tajadas para echarlas en el aceite que crepita en la sartén negra, sobre el fuego. Nacido del vientre de una mujer, alimentado por dos grandes tetas blancas y amparado en la falda dura y contra el vientre amplio de su madre, en los años de su infancia, obsesionado durante la adolescencia por el delirio de los cuerpos de las mujeres, casado, divorciado, vuelto a casar y a divorciar, padre de una hija, frecuentador de prostitutas a los sesenta años, rodeado de mujeres como un estambre de pétalos, Washington no parece, ahora que está inclinado sobre el fogón, mientras corta la cebolla, ni andrógino ni hermafrodita sino asexuado, como si la compuerta del sexo se hubiese cerrado para él, en él, y ahora fuese, al mismo tiempo, una pareja de ancianos conviviendo al fin, tranquilos, reconciliados, en el mismo cuerpo. Y en la comida, ahora, separados por el pan y la botella de vino, veo, firme, su vejez. Mastica despacio, erguido, ascético, sin que ni sus manos ásperas, arrugadas, ni sus labios llenos de estrías, se manchen, se vuelvan brillosos por la grasa. Condesciende a hablar, aunque no soy el Gato. Sos tiene el vaso de vino en el aire, masticando, serio, y afirma: viajar, ya lo veré, es pasar de lo particular a lo universal, y a medida que uno va viajando lo particular va volviéndose universal y lo universal, particular; no hacen, dice, más que cambiar de lugar. Ahora está dejando el farol sobre la mesa, cerca de la máquina de escribir. Yo lo contemplo; puedo, si quiero, me di ce, dormir, aunque más no sea unas horas, en la cama del Gato; don Layo, a la mañana, me llevará hasta el camino. Desde la cama oigo la máquina, en el otro cuarto. Sobre la mesa de luz arde, tranquila, una lámpara; ni titila. Echado boca arriba, mientras fumo, extiendo, sin mirar, la mano hacia la mesa de luz y recojo el vaso alto de ginebra. Me incorporo para tomar un trago. Ahora la máquina no se escucha. No se oye nada. Sin oír nada, se sabe que se está dentro del punto negro del presente, un grano de arena, como quien dice, en la esfera lunar, el punto negro del presente que es tan ancho como largo es el tiempo entero, en la cama de otro. Y ahora, en el sol, en el corredor de atrás, veo los chicos jugar contra las carpas y el humo, mientras escucho a don Layo que chupa el mate, un pie apoyado sobre una de las baterías de auto medio enterradas: le han dicho, sí, de las explosiones; en cuanto a la isla, está toda bajo agua. Un perro negro salta dos o tres veces a la cara del viejo y después se tiende a sus pies. Don Layo vuelve a llenar el mate y me lo ofrece. Washington sale de la casa, con su propio mate y otra pavita. Quedo entre dos viejos que hablan, tranquilos, de una catástrofe que, en cierto modo, ni los roza, yo, que me alejo de ella casi temblando. Dos viejos que hablan serenos, respetuosos, y que han tenido tiempo, pagándolo con sus años, de llegar a este punto en el que, rodeados por el agua que sube, y que incluso seguirá subiendo, están parados, firmes, pulidos, como huesos, mateando en el sol frío de la mañana, más cálido, paradójicamente, que el de las doce. No dan, sin embargo, como quien dice, ninguna lección. No dan nada. Más exteriores que la casa, los árboles, el humo, y más fugaces, no sacan, ni siquiera para ellos, ninguna conclusión. Ahora miro a Washington chupar el mate, retirar la bombilla de la boca, tragar, y traga para él, en él, mientras don Layo, mirándolo, esperando, me tiende otra vez el mate lleno. Trago a mi vez, del otro mate. Vaya echarle un vistazo a la paré de los federados, cuando llegue, me dice, en la puerta, mientras estoy subiendo a la canoa. Le respondo que iré. Dele saludos a su mamá, me dice don Layo, cuando me deja en el camino. Y después, otra vez, en sentido inverso, parado en la chata que tira, lento, el tractor anaranjado, recorro el camino, viendo como se alejan, desvalidas, entre los perros, los niños, el humo, oscuras, las carpas. Y después: La Guardia bajo el agua, el puente, la ciudad. Atravieso, como quien dice, un lugar inmóvil del que creo, porque viajo, que va quedando atrás. En la galería, Elisa, con un vestido azul, está sentada ante una mesa en la que hay dos pocillos, vacíos. Se volvió a Rincón, me dice. Me siento frente a uno de los pocillos; Elisa está sentada frente al otro. Te anduvieron buscando ayer, con Tomatis, dice. Me mira. Piensa que, sin embargo, no soy el Gato. Me pregunto qué es lo que tiene que ir a hacer a Rincón, dice. Washington está con él, digo yo. En el silencio que sigue, monótona, la voz del propietario comienza a llegar hablando, desde detrás del mostrador, con la cajera. La cara correosa de Héctor, detrás de la pipa, aparece por el corredor de la galería, y cuando se sienta con nosotros, Héctor, después de darme dos golpes suaves en el hombro, pregunta por el Gato: alguien, dice, le ha dicho que lo han visto ayer por aquí. Se volvió esta mañana. Ha debido venir a despedirse de mí, digo. Elisa dice que hay que pasar a buscar a los chicos a la salida de la escuela. Héctor le da las llaves. No creo que yo pueda ir esta noche a la estación, dice Elisa, parándose. Siento, por última vez, contra mi mejilla árida, la suya, lisa, fugaz, fría, cuando me paro y la rozo, como despedida, mi mejilla izquierda contra su mejilla derecha, después de haber rozado, rápido, durante una fracción de segundo, mi mejilla derecha contra su mejilla izquierda. Héctor está mirándome mientras sigo parado, viéndola atravesar la puerta vidriera, entrar al corredor, desaparecer entre los locales iluminados, pensando, sin precisión, vagamente, que no es el amor lo que despierta la nostalgia, sino, más mecánicamente, la experiencia, la percepción, la familiaridad con lo que incluso nos rechaza, rodeándonos, inerte. Ahora estamos los dos parados en el sol, en la vereda, la pipa que sale de la cara correosa dejando subir una columna de humo débil entre la gente que pasa y que debe, distraída, desviarse para superar el punto de la vereda que interceptamos con nuestros cuerpos. Ahora, después de haber rechazado la invitación para ir a almorzar que me ha hecho, diciendo que debo ir a mi casa a preparar un montón de cosas, después de habernos despedido hasta la noche en la estación, cruzo la calle soleada, gano la otra vereda, camino entre el rumor del centro como sumergido en un río trasparente, opaco, continuo, en dirección a mi casa. Ahora estoy en el dormitorio, parado entre las dos camas, viendo la del Gato, deshecha, y la mía intacta. Sobre mi almohada hay una nota: No te encontré por ningún lado. No habrás ido a Rincón. Te estuvimos buscando con Tomatis. ¿Qué me contás de las explosiones? Volvé pronto que en una de esas no encontrás nada. Mándame tu dirección en seguida así te escribo. Abrazos. Gato. Otrosí digo: como no nos alcanzaba para pagar la cuenta —comimos en El tropezón— firmé la boleta con tu nombre. No te preocupes que Tomatis va a pasar a pagar apenas cobre. Más abrazos. Ahora estoy mirando la municipalidad blanca por la ventana. Se hunde, como quien dice, en el cielo azul. Es un solo bloque blanco que relumbra al sol de las doce. Y yo estoy parado, mirándola. Yo estoy parado ahora al lado del escritorio del Gato mirando el bloque blanco de la municipalidad que relumbra en el sol de las doce y que se hunde, como quien dice, en el cielo azul. He llegado esta mañana de Rincón, he estado con Elisa y con Héctor en el bar de la galería, he venido caminando hasta casa, he estado en el dormitorio viendo la cama desarreglada del Gato y la mía intacta, he leído la nota que me ha dejado sobre la almohada, y ahora estoy parado al lado de su escritorio, mirando a través de la ventana el bloque blanco de la municipalidad que relumbra al sol de las doce y que se hunde, como quien dice, en el cielo azul. Masticando con dificultad, despacio, escuchando mi relato impreciso sobre la familia de Layo y la isla inundada, sin demasiada fuerza, mi madre, más joven que su cabeza entrecana que le da el aire de una actriz madura maquillada para representar a una anciana en la televisión, disimula, bajo una pátina delgada de resignación, cierta indiferencia. Una suerte de cansancio le impide mostrar más efusión. De ese embarazo nos saca, súbito, el teléfono. La sirvienta viene a decir que es para mí. Estoy tragando un bocado cuando alzo el tubo y escucho la voz de Tomatis. Esto, dice, se hunde. Se hunde. Sigue creciendo. Esta noche van a volar más terraplenes. Dichosos los que se van. Le digo que he estado en Rincón para ver al Gato y que el Gato, en cambio ha venido a comer a la ciudad con otros atorrantes. Tomatis se ríe: él le ha sugerido, dice, que yo podía haber ido a Rincón. Bueno, Pichón, dice Tomatis, por última vez: desistí de ese viaje absurdo. Te prometo, a cambio, para lavar tus pecados, agua, mucha agua. Tus limitaciones, le digo, son las mismas que las del demonio: no tiene poder más que para tentar. Único poder real, dice Tomatis: el resto es pura demagogia. El será también de la partida, para eso ha llamado, dice, esta noche, a las doce menos diez, en la estación de ómnibus, y entre el final de su frase y el sonido del aparato al cortarse la comunicación, hay un silencio, una vacilación, algo impreciso, como si la voz, ya desvanecida, estuviese, infructuosa, tratando, indecisa, de decir algo, y no, de ningún modo, para rectificar, para ir más lejos, para consolar, sino simplemente, y de un modo casi mecánico, para continuar un poco hablando, para llenar, con un corte, la duración, que no es más que un momento al que la voz, fragmentaria, se adhiere, así como mi madre, ahora, en seguida, demora en terminar la comida, me ofrece dulce, una naranja, café, de modo de adherir algo neto, preciso, formal, a la duración sin medida que no es, si se quiere, más larga que un momento, y ancha, sin embargo, como el tiempo entero. Ahora estamos sentados los dos frente a la luz azul acero del televisor, viendo el informativo. Sigue subiendo, e incluso seguirá subiendo, dice el informativo. Vemos soldados evacuar, por el norte, un barrio entero: catres, colchones, calentadores, animales, niños, pasan, precarios, a lanchas, a camiones, se recortan, en fila india, sobre terraplenes, rodeados de agua, contra un fondo de árboles desnudos y ranchos semiderruidos y sumergidos hasta la mitad en el agua. Vemos, por el lado de la costa, una cinta más clara y casi imperceptiblemente más serena que las dos grandes planicies que la aprietan, tomadas desde el cielo, las brechas, y al costado de la primera, como achatados contra el pavimento y los escombros, el coche negro y dos figuras humanas. Después que la imagen se esfuma me reconozco, retrospectivamente, parado al lado de Héctor que contempla, inclinado, el agua de las brechas. Ahora vuelven a verse las brechas, vacías, siempre desde lo alto, y la imagen avanza, comiendo el camino, el agua, dejándola atrás, hasta que se ven los mástiles del puente colgante cuya plataforma, vista desde arriba, parece ya a ras del agua; en la boca del puente, saliendo, lento, en dirección al bulevar, un coche negro —nosotros— y las primeras casas. Me levanto, interceptando, por un momento, la imagen azul acero. Atravieso, despacio, la antecámara, el dormitorio, y veo, desde la ventana, en la pantalla de los seis televisores, otra vez, la imagen azul acero mostrando, achatadas, desde arriba, a un costado de las brechas, dos figuras humanas, Héctor y yo. Después me recuesto y fumo, en silencio, con el cenicero en el pecho mirando, sin verlo, el cielorraso. No pienso, propiamente hablando, durante quince minutos, mientras fumo, en nada. Soy, por así decir, el centro, la pared blanca, donde ondulan, como banderas, imágenes. Ahora estoy pasando otra vez frente a la pantalla azul acero que titila, interceptando, durante un momento, con mi cuerpo, la visión de mi madre que se remueve, ligeramente molesta, en su asiento. Ahora, parado, inmóvil, estoy otra vez mirando la municipalidad blanca que se hunde, como quien dice, en el cielo azul. Un hombre, chiquitito, visible únicamente del torso para arriba, camina al sol, en la terraza, borrado hasta la mitad por el parapeto blanco. Se apoya un momento en él y mira para abajo. Es más fácil, así, a la distancia, estar parado, mirando hacia abajo, sin vértigos, recuerdos, sin el viento frío que ha de golpear, allá arriba, y más ahora que la luz comienza a declinar, de a ráfagas, sus mejillas. Está como a sus anchas, compacto, contra el cielo. No pareciera subir nada, desde el fondo de sí mismo, a su cabeza, ni subir tampoco, hacia los músculos, la piel, el rumor, inestable, continuo, de las entrañas que trabajan, complejas, en la oscuridad. Avanza, perfecto, opaco, indestructible, media figura oscura emergiendo del parapeto blanco, en la terraza, y ahora que giro en dirección a mi escritorio desaparece, se vuelve un recuerdo nuevo que traigo conmigo y que comienza a bajar, como un alimento, hacia el nudo de combustión de la memoria que lo tritura, lo mezcla, lo pule, lo almacena en un gran recinto móvil en el que todas las cosas, cambiando sin embargo de tamaño y de lugar, permanecen. Voy, del tercer cajón del escritorio, abierto, sacando papeles, rompiéndolos sin mirarlos y dejándolos caer en el cesto de mimbre. Estoy en eso cosa de media hora. Miro, de vez en cuando, las macetas en el patio estricto, cegado por paredes amarillas. Y ahora estoy otra vez interceptando, fugazmente, con mi cuerpo, la imagen azul acero, que titila, en la habitación que a medida que avanza la tarde va poniéndose cada vez más fría y oscura. Los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza entrecana, demasiado lisa y bien peinada y pareja como para aparecer natural, inmóvil y medio levantada en dirección a la imagen titilante, mi madre me pregunta, distraída, sin escuchar mi respuesta afirmativa, lacónica, si tengo ya todo listo. Ahora voy acomodándome el cuello del sobretodo mientras bajo, despacio, las escaleras. Al abrir la puerta, el rumor de la ciudad, homogéneo, se hace más variado y más fuerte de lo que ha estado llegándome mientras bajaba, acomodándome sin apuro, y sin éxito, el cuello del sobretodo. Me ciñe, innumerable, la ciudad. Es más que las veredas derechas, grises, por las que camino, más que las vidrieras de los negocios, abarrotadas y diversas, que voy flanqueando, que la gente que viene caminando en dirección contraria por la misma vereda, por la vereda de enfrente, que pasa al lado mío rozándome levemente, que cruza la calle, que se para frente a las vidrieras y a los quioscos de cigarrillos, que me mira pasar desde el interior de los bares, que pasa manejando automóviles, más que las casas amarillas, blancas, grises, de una o dos plantas, y que los ómnibus y los coches que se amontonan en las calles principales y esperan la señal de los vigilantes, con el motor en marcha, más que los sonidos, los barrios, los olores, más incluso que los recuerdos entrecruzados en un espacio común que no es sin embargo el mismo que los cuerpos atraviesan, más que los baldíos, que el agua que sube, lenta, rodeándola, más que el material opaco siempre presente a la mirada y refractario sin embargo a la memoria entre el que avanzo moviendo los brazos y las piernas como si nadara, con los ojos abiertos, en un agua pétrea. Ciudad sin memoria, los que recuerdan, en tus calles derechas como destinos, erróneos, funestos, se equivocan, compongo, tratando, infructuosamente, de memorizar mientras llego, a paso lento, a la estación de ómnibus. En tus calles derechas, corrijo, continúo, como rayos, erróneos, funestos, se equivocan. Cruzo los andenes, manchados de lubricante, pasando entre grandes ómnibus amarillos y rojos. Suenan, confusos, perentorios, altoparlantes. Hay montones de valijas entre los quioscos de revistas y cigarrillos. Discuto durante unos minutos, inclinado ante el hueco de la ventanilla y consigo, por fin, urgido de un modo discreto por una cola impaciente, cambiar el pasaje. Y ahora estoy otra vez, el humo del cigarrillo mezclándose al más débil, más transparente, del café, parado frente al mostrador del bar de la galería, de espaldas al patio lleno sobre el que la claridad fría del fin de la tarde cae monótona, y a la cajera de guardapolvo verde las yemas de cuyos dedos prolijos rozaron la palma de mi mano en el momento de darme el vuelto de cien pesos. Los que recuerdan, establezco, por fin, desganado, flojo, sabiendo que olvidaré, en tus calles derechas como destinos, erróneos, funestos, crédulos, se equivocan. Y ahora estoy otra vez subiendo las escaleras de mi casa, desembarazándome del sobretodo, interceptando otra vez con mi cuerpo, durante un momento, la imagen azul acero que titila en la habitación cada vez más oscura, percibiendo otra vez, al pasar, la cabeza blanca de mi madre que se sacude un momento, se hace a un lado, para recuperar sin pérdida de tiempo la imagen que yo he tapado. Ahora están la valija y el bolso de mano, azul, sobre la cama. Veo, por la ventana, en la vereda de enfrente, repetida seis veces, en dos hileras de tres, una encima de la otra, la cara de un hombre que habla y después de un cambio rápido, repetida también seis veces, otra cara, la cabeza cubierta con una gorra militar. Me paro un momento a escuchar cuando voy pasando del dormitorio a la biblioteca: es un coronel que informa a la población: sigue subiendo, e incluso seguirá subiendo. Estan evacuando la Boca del Tigre, Barranquitas. Habrá nuevas explosiones. Y empiezan, después, mudas, las imágenes: camiones del ejército que avanzan, oscuros, por una avenida, que tuercen por calles laterales, en un convoy monótono, que se dividen, al llegar a una esquina, en dos hileras que llevan dirección contraria; una gran extensión de agua de la que emergen, medio tapados, endebles, ranchos; carpas del ejército amontonadas en un enorme baldío, entre las que unas mujeres reunidas en círculo, vestidas de negro, hablan con dos soldados; otra vez, en detalle, sacudiéndose con un ritmo regular, comiendo el borde, reforzado con bolsas de arena, de un terraplén, firme, apacible, el agua. Y de nuevo, desde el aire, la cinta más clara del camino entre las dos extensiones interminables y al costado de las brechas, un poco más acá del coche negro abandonado en el medio del camino, con las puertas abiertas, dos figuras irreconocibles, achatadas, y en seguida, también desde arriba, los mástiles del puente colgante y su plataforma en cuyo extremo, en la entrada a la ciudad, el coche negro de Héctor va saliendo despacio y entrando, con maniobras, en el bulevar. Otras imágenes, espontáneas, me acompañan cuando entro, quizá por última vez, al escritorio y me siento, mirando el patio cegado por las paredes amarillas y las macetas en las que los helechos empiezan ya a fundirse o a borrarse en la penumbra: la casa blanca, árida, al sol de enero, y el río, desde el que el Gato sale chorreando agua, pasando, estrecho, dorado, en dirección al sur; Washington hablando, mientras el humo de su cigarrillo sube en el sol, de los fundamentos Tendai —primera proposición: el mundo es irreal; segunda proposición: el mundo es un fenómeno transitorio; tercera proposición, y, atención, la fundamental: ni el mundo es irreal ni es un fenómeno transitorio— cerca del Gato y de Tomatis, contra un fondo, fresco y florecido, de paraísos y laureles; y por último, móvil, armoniosa: el Gato, bajando, recién bañado, las escaleras, en mangas de camisa, una gota de agua cayendo desde el pelo aplastado por la frente quemada por el sol, el olor, crudo y salvaje, del río, impregnado todavía a su cuerpo, más fuerte que el del jabón y el del verano, llegando después, tan idéntico a mí que saluda dos o tres veces con la mano, de una vereda a la otra, a algunos tipos que lo han confundido conmigo, a una esquina del centro donde se para, fumando. No es, compongo, me doy cuenta, ni el amor, ni la nostalgia, ni ninguna raíz elemental lo que convoca, brillantes, estas imágenes, sino el misterio del tiempo, del espacio, sus operaciones inertes, densas, sólidas, más puras y más nítidas, más reales que nuestra adhesión, débil, compongo, como la sombra, acribillada de luz, de un árbol sobre el río; y así de espesa. Más aguerridas, más fuertes, las calles, las casas, amarillas y grises, parejas, sobre el cimiento del planeta, en las mañanas, en las tardes, no habrán de tener, como quien dice, más rastros que el del tiempo del que están hechas, hacia el exterior, para nadie, constantes, ciegas, refractarias, mojadas de vez en cuando por el péndulo de la lluvia, calcinadas regularmente por el vaivén del verano, ahora que me levanto en el oscurecer y voy, silencioso, a la cocina, para ver humear, frente a mi madre, del otro lado de la mesa, mi plato de sopa. No hablamos casi, separados por el mantel a cuadros blancos y verdes, el pan partido en dos, la sopera que brilla a la luz de la lámpara y humea, la botella de vino a medio llenar y los vasos llenos, los platos blancos de loza gruesa, la carne, la pimienta, el aceite, las naranjas, la sal. Es cuando le digo que he cambiado el pasaje, que viajaré a las diez en vez de hacerlo a medianoche, que sacude, sin efusión, la cabeza entrecana, demasiado cuidada como para parecer natural, hipa dos o tres veces, y se echa a llorar. Es un llanto de segundos, que enrojece su cara y pasa en seguida. Y ahora estoy poniéndome el sobretodo, acomodándome el cuello, recogiendo el bolso y la valija después de haberme despedido, bajando despacio las escaleras y llegando a la calle justo para ver tres camiones del ejército, en hilera, venir desde la oscuridad, pasar bajo la luz de la esquina, idénticos, lentos, y continuar envueltos en la oscuridad de la próxima cuadra. No pienso en nada, no compongo nada. Y no son, por otra parte, las calles, las esquinas, los letreros, lo que, mientras camino hacia la estación, va quedando atrás, retrocediendo, sino yo, más bien, lo que se borra, gradual, de esas esquinas, de esas calles. El ómnibus verde espera, semivacío, iluminado por dentro, en el andén. En el quiosco de revistas compro La región: sigue subiendo e incluso seguirá subiendo. Hay, entre otras, una fotografía borrosa, tomada desde el aire, de las brechas: las grandes extensiones blancas, la cinta un poco más oscura sobre la que se ve un coche negro, con las puertas abiertas, como abandonado, y al costado de las brechas, franjas desiguales de una negrura árida, dos figuras achatadas, vestidas de negro. Es exactamente cuando pongo el pie en el estribo, el pie derecho en el estribo, alzando con la mano izquierda el bolso azul en el que he guardado el diario, que suena, súbita, lejana, la explosión. Vibran los vidrios, los metales, fugaces, del colectivo. Atravieso, como quien dice, entre un murmullo de comentarios discretos, el pasillo, buscando mi asiento. Hay todavía como un eco, vago, de la explosión en mi cabeza. No es ningún recuerdo, es demasiado fresco todavía como para ser algo más que un residuo, ya delgadísimo, de percepción. Y ahora, el colectivo iluminado por dentro arranca, despacio, va, como quien dice, porque soy yo el que está arriba, dejando atrás la estación, las calles del centro, como un nudo de luces rojas, verdes, azules, amarillas, violetas, las esquinas, las casas parejas, monótonas, de una o dos plantas, los parques entreverados en la oscuridad, las avenidas humildes, los barrios diseminados entre los árboles, la ciudad que va cerrándose como un esfínter, como un círculo, despidiéndome, dejándome afuera, más exterior de ella que del vientre de mi madre, y ella misma más exterior, con todos sus hombres y los recuerdos y la pasión de todos sus hombres que se mezclan, sin embargo, en una zona que coexiste, más alta, con el nivel de las piedras. Nos paramos, antes de llegar al control, detrás de una hilera de camiones militares. Del otro lado de la avenida está el estadio de fútbol, y más acá, en el enorme baldío que separa el estadio de la avenida, las carpas tendidas en desorden, más oscuras que la noche helada que las envuelve y más bajas que la punta de las fogatas que arden, dispersas, en los claros y que forman unos círculos áridos, móviles, de luz amarilla en la oscuridad. La luz en el interior del colectivo se apaga: alguien, algo, contempla o mejor dicho mira, o, mejor todavía, ve, a través del vidrio frío, el basural, el amplio invierno, las carpas mudas, las fogatas, y unas sombras anónimas que se mueven en la proximidad del fuego, pilas de objetos sin nombre almacenados en desorden, cuerpos, más densos, como las carpas, que la noche, pero más altos, a veces, que las llamas, cruzar la intemperie negra que ha de estar impregnada del olor del agua, y en la que han de sacudirse por momentos, con un ruido de llamas, los paños rotos de las carpas y el rumor de los camiones, y el cristal de la escarcha y el grito de las bestias acumuladas en las franjas angostas de tierra todavía firme. Arrancamos. Suena la segunda explosión. Entro en la Boca del Tigre.
1971
En el extranjero
La nada no ocupa mi pensamiento sino mi vida, me decía, hace unos días, en una carta, Pichón Garay. Durante las horas del día no le dedico el más mínimo pensamiento; y mis noches se llenan de sueños carnales. Ha de ser porque la nada es una certidumbre, y hay una raza de hombres a la que debo, presumiblemente, pertenecer, que no baila más que con la música de lo incierto.
Así me escribe a veces, desde el extranjero, Pichón Garay. O también: el extranjero no deja rastro, sino recuerdos. Los recuerdos nos son a menudo exteriores: una película en colores de la que somos la pantalla. Cuando la proyección se detiene, recomienza la oscuridad. Los rastros, en cambio, que vienen desde más lejos, son el signo que nos acompaña, que nos deforma y que moldea nuestra cara, como el puñetazo la nariz del boxeador. Se viaja siempre al extranjero. Los niños no viajan sino que ensanchan su país natal.
Otra de sus cartas traía la siguiente reflexión: el ajo y el verano, son dos rastros que me vienen siempre desde muy lejos. El extranjero es una maquinaria inútil, y compleja, que aleja de mí ajo y verano. Cuando reencuentro el ajo y el verano, el extranjero pone en evidencia su irrealidad. Estoy tratando de decirte que el extranjero —es decir, la vida para mí desde hace siete años— es un rodeo estúpido, y tal vez en espiral, que me hace pasar, una y otra vez, por la latitud del punto capital, pero un poco más lejos cada vez. Releyéndome, compruebo que, como de costumbre, lo esencial no se ha dejado decir.
O incluso: dichosos los que se quedan, Tomatis, dichosos los que se quedan. De tanto viajar las huellas se entrecruzan, los rastros se sumergen o se aniquilan y si se vuelve alguna vez, no va que viene con uno, inasible, el extranjero, y se instala en la casa natal.