sábado, 15 de noviembre de 2014

Entrevista a Ernest Hemingway


Entrevista a Ernest Hemingway realizada por George Plimpton y publicada originalmente en la revista The Paris Review en 1958.

 


-¿Le resultan placenteras las horas dedicadas al proceso de la escritura? ¿Podría decirnos algo de ese proceso? ¿Cuándo trabaja usted? ¿Mantiene un horario rígido?
-Me resultan muy placenteras. Cuando trabajo en un libro o en un relato escribo cada mañana, en cuanto haya luz. A esa hora nadie molesta y está fresco o frío, y uno se pone a trabajar y se caldea a medida que escribe. Uno lee lo que ha escrito, y como siempre se interrumpe cuando sabe qué es lo que va a ocurrir a continuación. Uno sigue a partir de ese punto. Uno escribe hasta llegar a un lugar en el que todavía le queda resto y sabe lo que ocurrirá a continuación, y allí uno se interrumpe y trata de vivir hasta el día siguiente para volver a seguir con eso. Uno ha empezado, digamos, a la seis de la mañana. Y puede seguir hasta el mediodía o dejar antes. Cuando uno se detiene está vacío, y al mismo tiempo no vacío sino llenándose como cuando ha hecho el amor con alguien a quien ama. Nada puede dañarlo, nada puede ocurrir, nada significa nada hasta el día siguiente, cuando uno vuelve al trabajo. Lo difícil es la espera hasta el día siguiente.

-¿Puede quitarse de la cabeza el proyecto al que está entregado cuando está lejos de la máquina de escribir?
-Por supuesto. Pero para eso hace falta disciplina y esa disciplina se adquiere.

-¿Hace alguna revisión o alguna reescritura cuando lee hasta el lugar en el que se interrumpió el día anterior? ¿O las revisiones vienen más tarde, cuando todo el trabajo está terminado?
-Todos los días reescribo hasta el punto en que dejé el día anterior. Cuando todo está terminado, naturalmente lo reviso. Así se tiene otra oportunidad de corregir y reescribir cuando otra persona lo mecanografía, y uno ve el material más prolijo. La última oportunidad son las pruebas. Uno agradece todas esas chances.

-¿Reescribe mucho?
-Depende. Reescribí el final de Adiós a las armas, la última página, treinta y nueve veces antes de quedar satisfecho.

-¿Había allí algún problema técnico? ¿Qué era, o que lo obstaculizaba?

-Buscaba las palabras adecuadas.

 

-¿La relectura es lo que le hace dar el “resto”?

-La relectura me pone en el sitio en el que la escritura tiene que seguir, sabiendo que hasta allí todo está tan bien como es posible. Siempre queda resto en alguna parte.

 

-¿Pero hay momentos en que la inspiración no aparece por ninguna parte?

-Naturalmente. Pero si uno se detuvo cuando sabía qué ocurriría a continuación, después puede seguir. Siempre que uno pueda volver a empezar todo está bien. El resto vendrá solo.


-Thornton Wilder habla de recursos mnémicos que ponen en marcha el día de trabajo de un escritor. Dice que una vez usted le dijo que les sacaba punta a veinte lápices.
-Creo que nunca tuve veinte lápices a la vez. Gastar la punta de siete lápices número 2 es un buen día de trabajo.

-¿Cuáles lugares le resultaron más provechosos para trabajar? El hotel Ambos Mundos parece haber sido uno, a juzgar por la cantidad de libros que usted escribió allí. ¿O el ambiente no ejerce demasiada influencia sobre su trabajo?
- El Ambos Mundos de La Habana era un muy buen lugar para trabajar. Esta finca es un lugar espléndido, o lo fue. Pero siempre he trabajado bien en todas partes. Quiero decir que he podido trabajar tan bien como puedo en distintas circunstancias. El teléfono y los visitantes son los que destruyen el trabajo.

-¿La estabilidad emocional es necesaria para escribir bien? Una vez me dijo que sólo podía escribir bien cuando estaba enamorado. ¿Podría explayarse más sobre el tema?
-¡Qué pregunta! Pero lo felicito por el intento. Uno puede trabajar en cualquier momento si la gente lo deja tranquilo y nadie interrumpe. O más bien, si uno puede ser despiadado con los demás. Pero la mejor escritura se produce, por cierto, cuando uno está enamorado. Si a usted le da lo mismo, prefiero no explayarme sobre el tema.

-¿Y qué ocurre con la seguridad económica? ¿Puede hacer daño a una buena escritura?
-Si llega temprano en la vida y uno ama la vida tanto como el trabajo, hace falta mucho carácter para resistir las tentaciones. Una vez que la escritura se ha convertido en el mayor vicio de uno, en el mayor placer, sólo la muerte puede interrumpirla. La seguridad económica es entonces una gran ayuda, ya que evita preocupaciones. Las preocupaciones destruyen la capacidad de escribir.

-¿Puede recordar exactamente el momento en que decidió convertirse en escritor?
-No, siempre quise ser escritor.


-Philip Young, en el libro que escribió sobre usted, sugiere que el shock traumático producido por la herida de metralla que usted sufrió en 1918 ejerció gran influencia sobre su trabajo de escritor. Recuerdo que en Madrid usted habló brevemente sobre esta hipótesis, considerándola poco consistente. Y luego continuó diciendo que usted pensaba que el equipamiento de un artista no era una característica adquirida sino heredada, en el sentido mendeliano.

­-Evidentemente ese año, en Madrid, no podía decirse que mi mente estuviera muy equilibrada. Lo único que podría decirse a su favor es que hablé tan sólo brevemente del señor Young y de su teoría traumática de la literatura. Tal vez las dos conmociones y la fractura de cráneo de ese año me volvieron irresponsable de mis declaraciones. Recuerdo haberle dicho que la imaginación podía ser resultado de la experiencia racial heredada. Todo eso suena como perfecta cháchara posconmoción, y creo que eso es exactamente. Así que hasta el próximo trauma de liberación, dejemos las cosas así. ¿Está de acuerdo? Pero gracias por no dar los nombres de cualquier pariente que yo pueda haber involucrado entonces. Lo divertido de las conversaciones es explorar, pero no debe escribirse gran parte de la charla, y nada de lo que sea irresponsable. Una vez escrito algo, hay que sostenerlo. Y uno puede haber dicho algo para ver si lo creía o no. En cuanto a la pregunta que usted me formuló, los efectos de las heridas varían mucho. Las heridas simples, que no rompen los huesos, son de poca importancia. A veces dan seguridad. Las heridas que producen daños importantes, óseos y nerviosos, no son buenas para los escritores ni para nadie.

 

-¿Cuál es la que usted considera la mejor formación intelectual para un escritor en potencia?

-Digamos que debería ir y colgarse porque ha descubierto que escribir bien es imposiblemente difícil. Después su propio yo debería descolgarlo y obligarlo a escribir tan bien como pueda durante el resto de su vida. Al menos tendrá la historia de haberse colgado para empezar.

 

-¿Y qué opina de la gente que se ha embarcado en una carrera académica? ¿Cree que la gran cantidad de escritores que tienen un cargo docente han comprometido sus carreras literarias?

-Depende de lo que se quiera decir con compromiso. ¿Se usa como en el caso de una mujer a quien se ha comprometido? ¿O como en el caso del compromiso de un estadista? ¿O el compromiso que uno hace con el almacenero o el sastre de que pagará un poco más, pero más tarde? Un escritor que puede escribir y enseñar debe estar en condiciones de hacer ambas cosas. Muchos escritores competentes han demostrado que es algo que se puede hacer. Yo no podría hacerlo, lo sé, y admiro a los que sí han podido. Creo, sin embargo, que tal vez la vida académica podría poner un límite a la experiencia externa, limitando de ese modo el conocimiento del mundo. El conocimiento, no obstante, exige a un escritor más responsabilidad y hace más difícil escribir. Tratar de escribir algo de valor permanente es un trabajo full-time aunque sólo se pasen unas pocas horas del día escribiendo. Un escritor puede compararse a un pozo. Hay tantas clases de pozos como de escritores. Lo importante es tener buena agua en el pozo, y es mejor extraer de él una cantidad regular en vez de dejarlo seco de una vez y esperar que vuelva a llenarse. Veo que me estoy alejando de la pregunta, pero la pregunta no era muy interesante.

 

-¿Sugeriría a un escritor joven que trabajara en un periódico? ¿En qué medida lo ayudó el entrenamiento que tuvo en el Kansas City Star?

-En el Star uno estaba obligado a aprender a escribir una frase simple, declarativa. Eso es útil para cualquiera. Trabajar en un periódico no es perjudicial para un escritor joven, y podría ser una ayuda si el escritor sabe irse a tiempo. Ése es uno de los más trillados clichés, y me disculpo por él. Pero si usted formula preguntas viejas y gastadas, lo más probable es que reciba respuestas viejas y gastadas.

 

-Usted escribió una vez en la Transatlantic Review que la única razón para escribir periodismo era recibir una buena paga. Dijo: “Y cuando uno destruye las cosas valiosas que tiene escribiendo sobre ellas, quiere ganar buen dinero a cambio”. ¿Cree que la escritura es una forma de autodestrucción?

-No recuerdo haber escrito eso. Pero a mí me suena suficientemente tonto y violento haberlo dicho como para ahora morder el anzuelo y hacer una declaración sensata. Por cierto no creo que la escritura sea una forma de autodestrucción, aunque el periodismo, llegado a un punto, pueda ser una autodestrucción cotidiana para un escritor creativo serio.

 

-¿Cree que el estímulo intelectual ofrecido por la compañía de otros escritores tiene algún valor para un autor?

-Sin duda.

 

­-En el París de la década de 1920, ¿experimentó algún tipo de “sentimiento de grupo” con otros artistas y escritores?

-No. No había sentimiento de grupo. Nos respetábamos mutuamente. Yo respetaba a muchos pintores, algunos de mi edad, otros más grandes… Gris, Picasso, Braque, Monet, que todavía estaba vivo entonces… y algunos escritores: Joyce, Ezra, lo bueno de Stein…


-Cuando escribe, ¿alguna vez descubre que está influido por lo que está leyendo en ese momento?
-No desde que Joyce estaba escribiendo Ulises. La de él no fue una influencia directa. Pero en esa época en que las palabras que conocíamos estaban prohibidas para nosotros y teníamos que luchar por una sola palabra, la influencia de su obra fue lo que cambió todo y nos hizo posible romper con las restricciones.

-¿Pudo aprender algo de los escritores, algo sobre la escritura? Ayer me decía usted que Joyce, por ejemplo, no soportaba hablar sobre la escritura.
-En compañía de gente del mismo oficio, uno habitualmente habla de los libros de otros escritores. Cuanto mejor sea un escritor, tanto menos hablará de lo que él mismo ha escrito. Joyce era un escritor muy grande y sólo les explicaba lo que estaba haciendo a los tontos. Los escritores que él verdaderamente respetaba supuestamente eran capaces de darse cuenta de lo que él estaba haciendo, simplemente leyéndolo.

-Durante los últimos años usted parece haber eludido la compañía de los escritores. ¿Por qué?
-Eso es más complicado. Cuanto más lejos va uno con la escritura, tanto más solo está. Casi todos los viejos amigos, los mejores, mueren. Otros se alejan. Uno no los ve más que raramente, pero uno escribe y tiene con ellos casi el mismo contacto que tenía cuando se encontraba con ellos en el café, en los viejos tiempos. Uno intercambia cartas cómicas, a veces alegremente obscenas e irresponsables, y eso es casi tan bueno como charlar. Pero uno está más solo porque así es como debe trabajar y el tiempo para trabajar se acorta todo el tiempo y si uno lo malgasta siente que ha cometido un pecado para el cual no hay perdón.


-¿Y qué ocurre con la influencia de algunas de esas personas, sus contemporáneos, sobre su trabajo? ¿Cuál fue la contribución de Gertrude Stein, si hubo alguna? ¿O de Ezra Pound? ¿O de Max Perkins?

-Lo siento, pero no soy bueno para los post mortem. Siempre hay forenses, literarios y no literarios, para ocuparse de esas cosas.  La señora Stein escribió bastante extensamente y con considerable falta de precisión, acerca de su influencia en mi trabajo. Le resultó necesario hacerlo después de haber aprendido a escribir diálogos de un libro llamado Fiesta. Yo la quería mucho y me parecía espléndido que hubiera aprendido a escribir conversaciones. Para mí no era nuevo aprender de todos los que pudiera, vivos o muertos, y no tuve idea de que eso pudiera afectar tanto a Gertrude. Ella ya escribía muy bien de otras maneras. Ezra era verdaderamente inteligente en los temas que verdaderamente conocía. ¿Esta clase de conversación no le aburre? Estos chismes literarios de patio trasero, mientras se lava la ropa sucia de hace treinta y cinco años, me resulta asqueante. Sería diferente si uno hubiera tratado de decir toda la verdad. Eso tendría algún valor. En este caso es más simple y mejor agradecer a Gertrude todo lo que aprendí de ella sobre la relación abstracta de las palabras, decir cuánto la quería, reafirmar mi lealtad hacia Ezra como gran poeta y amigo leal, y decir que quería tanto a Max Perkins que nunca he podido aceptar que está muerto. Nunca me pidió que cambiara algo de lo que había escrito, sólo me pidió que quitara ciertas palabras  que entonces no eran publicables. Se dejaban blancos, y cualquiera que conociera esas palabras sabría cuáles eran. Para mí no era un editor. Era un amigo sabio y un compañero maravilloso. Me gustaba la manera en que llevaba  el sombrero y la manera rara en que se movían sus labios.

 

-¿A quiénes nombraría como antecesores literarios?

-Mark Twain, Flaubert, Stendhal, Bach, Turgeniev, Tolstoi, Dostoievsky, Chejov, Andrew Marvel, John Donne, Maupassant, el buen Kipling, Thoreau, el capitán Marryat, Shakespeare, Mozart, Quevedo, Dante, Virgilio, Tintoretto, Hieronymus Bosch, Brueghel, Patinir, Goya, Giotto, Cézanne, Van Gogh, Gauguin, San Juan de la Cruz, Góngora… me llevaría un día entero recordarlos a todos. Y parece que me estoy arrogando una erudición que no poseo en vez de recordar a todas las personas que han tenido influencia sobre mi vida y mi trabajo. Ésta no es una pregunta vieja y aburrida. Es una pregunta muy buena pero solemne, y requiere un examen de conciencia.  Nombré pintores, o empecé a hacerlo, porque aprendo a escribir de los pintores tanto como de los escritores. ¿Me pregunta cómo es eso? Llevaría todo el día explicarlo. Creo que es obvio decir que uno también aprende de los compositores y del estudio de la armonía y el contrapunto.

 

-¿Alguna vez tocó algún instrumento musical?

-Solía tocar el cello. Mi madre me mantuvo un año fuera de la escuela para que estudiara música y contrapunto. Creía que yo tenía talento, pero en realidad carecía absolutamente de él. Interpretábamos música de cámara… venía alguien a tocar el violín, mi hermana tocaba la viola, y mi madre el piano. Ese cello… yo tocaba peor que cualquier otra persona de la Tierra. Por supuesto, ese año también hice otras cosas.

 

-¿Relee algunos de los autores de su lista? ¿A Twain, por ejemplo?

-En el caso de Twain hay que esperar dos o tres años. Uno lo recuerda demasiado bien. Leo algo de Shakespeare todos los años, Lear siempre. Leer eso levanta el ánimo.

 

-Leer, entonces, es un placer y una ocupación constantes.

-Siempre estoy leyendo libros… tantos como haya. Me raciono para tener siempre porciones disponibles.

 

-¿Alguna vez lee manuscritos?

-Uno puede meterse en problemas haciendo eso, a menos que conozca al autor personalmente. Hace unos años me hicieron un juicio por plagio, un hombre que decía que y había levantado Por quién doblan las campanas  de un guión cinematográfico, no publicado, que él había escrito. Lo había leído en alguna fiesta de Hpllywood. Yo estaba allí, dijo, al menos había allí un tipo llamado “Ernie”, escuchando la lectura, y eso le bastó para entablarme un juicio por un millón de dólares. Al mismo tiempo enjuició a los productores de las películas North West Mounted Police y Cisco Kid, alegando que también esas habían sido robadas del mismo guión inédito. Fuimos a la corte y, por supuesto, ganamos el caso. El hombre resultó ser insolvente.

 

-Bien, ¿podríamos volver a la lista y ocuparnos de uno de los pintores… por ejemplo Hieronymus Bosch? La cualidad pesadillesca y simbólica de esa obra parece estar muy lejos de sus libros.

-Yo tengo pesadillas y conozco las que tienen otras personas. Pero no es necesario escribirlas. Cualquier cosa que uno omita pero conozca sigue estando en su escritura, y su cualidad aparece. Cuando un escritor omite cosas que no conoce, aparecen como agujeros en su escritura.

 

-¿Eso significa que un profundo conocimiento de las obras de las personas de su lista lo ayudan a hacer ese “pozo” del que hablaba antes? ¿O que esas formas fueron conscientemente una ayuda para su desarrollo de sus técnicas de escritura?

-Fueron una parte de mi aprendizaje de ver, escuchar, pensar, sentir y no sentir, y de escribir. El pozo es donde está ese “resto”. Nadie sabe de qué está hecho, y menos uno mismo. Lo que uno sabe es que lo tiene, o que tiene que esperar que vuelva.

 

-¿Admitiría que hay simbolismo en sus novelas?

-Supongo que hay símbolos, ya que los críticos no dejan de encontrarlos. Si no le importa, me disgusta hablar de ellos y que se me hagan preguntas al respecto. Ya es suficientemente duro escribir libros y relatos sin que alguien me pida además que los explique. Y, por otra parte, eso privaría de trabajo a los exégetas. Si hay cinco o seis buenos exégetas que pueden vivir de eso, ¿por qué tendría que interferir en su trabajo? Lea todo lo que escribo por el simple placer de leerlo. Cualquier otra cosa que encuentre será aquello que usted mismo ha puesto en la lectura.

 

Sigamos con una sola pregunta más en la misma línea: uno de los asesores de staff siente curiosidad por un paralelismo que ha encontrado, en Fiesta, entre los dramatis personae de la corrida de toros y los personajes de la novela. Él señala que la primera oración del libro nos dice que Robert Cohn es boxeador: más tarde, durante la desencajonada, se describe al toro usando sus cuernos como un boxeador, con ganchos y jabs. Y así como el toro es atraído y pacificado por el buey, Robert Cohn se somete a Jake, quien está castrado, precisamente como el buey. Luego ve a Mike como a un picador que azuza repetidamente a Cohn. La tesis de nuestro editor es más extensa, pero se preguntó si sería su intención consciente dar a la novela la misma estructura trágica de una corrida de toros.

-Suena como si el asesor editorial estuviera un poquito chiflado. ¿Quién dijo alguna vez que Jake “estaba castrado precisamente como un buey”? En realidad, había sido herido de otra manera, y sus testículos estaban intactos, no habían sufrido ningún daño. Era capaz de concebir sentimientos normales de un hombre, pero era incapaz de consumarlos. La distinción importante es que su herida era física y no psicológica, y que no había sido castrado.

 

-Estas preguntas referidas a la habilidad en el oficio son verdaderamente una molestia.

-Una pregunta sensata no es ni un placer ni una molestia. Todavía creo que es muy malo para un escritor hablar de cómo escribe. Escribe para ser leído con lo ojos y no tendría que ser necesaria ninguna clase de explicación o disertación. Uno puede estar seguro de que hay allí mucho más de lo que será leído en cualquier primera lectura, y tras haberlo escrito, no le corresponde al escritor explicarlo ni hacer visitas guiadas a través de los territorios más complejos de su obra.

 

-Con relación a esto, recuerdo también que usted advirtió que es peligroso para un escritor hablar de su obra en marcha porque puede “hablarla en exceso”, por así decirlo. ¿Por qué? Sólo se lo pregunto porque hay muchos escritores –en este momento recuerdo a Twain, Wilde, Thurber, Steffens– que parecen haber pulido su material probándolo con oyentes.

-No puedo creer que Twain haya probado Huckleberry Finn con oyentes. Si lo hizo probablemente fueron ellos quienes le hicieron cortar partes buenas y poner las partes malas. La gente que conoció a Wilde decía que era mejor conversador que escritor. Steffens hablaba mejor de lo que escribía. Tanto su conversación como escritura eran a veces difíciles de creer, y escuché muchos cambios en las historias cuando él envejeció. Si Thurber puede hablar tan bien como escribe debe ser uno de los mejores conversadores del mundo, y el menos aburrido. El hombre, entre los que yo conozco, que habla mejor sobre su propio oficio y tiene la lengua más agradable y mordaz es Juan Belmonte, el matador.


-¿Podría decirnos cuánto esfuerzo deliberado invirtió en el desarrollo de su estilo distintivo?
-Esa es una pregunta extensa y cansadora, y si uno se pasara un par de días respondiéndola, se sentiría tan autoconsciente que ya no podría escribir. Podría decir que lo que los amateurs llaman un estilo suele ser tan sólo la inevitable torpeza de alguien que intenta por primera vez hacer algo que no se ha hecho antes. Casi ningún nuevo clásico se parece a otros clásicos previos. Al principio la gente sólo ve la torpeza. Después la torpeza ya no es tan perceptible. Cuando aparece, la gente piensa que esas muestras de torpeza son el estilo y muchos las copian. Eso es lamentable.

-Usted me escribió una vez que las simples circunstancias en las que fueron escritas diversas obras de su ficción podían resultar instructivas. ¿Podría aplicarse eso a Los asesinos -usted dijo que lo había escrito, junto con Diez indios y Hoy es viernes, todo en un solo día- y tal vez también a su primera novela Fiesta?
-Veamos. Empecé Fiesta en Valencia, el día de mi cumpleaños, el 21 de julio. Mi esposa Hadley y yo habíamos ido a Valencia con tiempo para conseguir buenas entradas para la feria, que empezaba el 24 de julio. Toda la gente de mi edad ya había escrito una novela, y yo todavía tenía dificultades para escribir un párrafo. Así que empecé el libro el día de mi cumpleaños, lo escribí durante la feria, a la mañana, en la cama, y fui a Madrid y seguí escribiéndolo allí. En Madrid no había feria, así que teníamos una habitación con una mesa y yo escribía con gran lujo en esa mesa, y a la vuelta de la esquina del hotel, en una cervecería del Pasaje Álvarez, donde estaba más fresco. Finalmente se puso muy caluroso para escribir y nos fuimos a Hendaya. Allí había un hotel barato, sobre esa enorme y larga playa solitaria, y trabajé muy bien, y después fuimos a París y terminé la primera versión en el departamento que estaba sobre el aserradero, en el 113 de la calle Notre-Dame-des-Champs, seis semanas después del día que lo había empezado .Le mostré la primera versión a Nathan Asch, el novelista, quien entonces tenía un acento muy marcado, y él me dijo: Hem, ¿qué quieres decir con que has escrito una novela? Una novela, oh. Hem, eso será un libro de viaje. Nathan no me desalentó demasiado, y reescribí el libro, conservando lo de viaje (era la parte sobre la excursión de pesca y Pamplona), en Schruns, en el Voralberg, en el hotel Taube. Los relatos que usted mencionó los escribí en un día, el 16 de mayo, en Madrid, cuando la nieve suspendió las lidias de toros de San Isidro. Primero escribí Los asesinos, algo que había intentado escribir antes y no lo había logrado. Después, tras el almuerzo, me metí en la cama para mantenerme abrigado y escribí Hoy es viernes. Tenía tanta energía que pensé que me volvería loco, y tenía más o menos otros seis cuentos para escribir. Así que me vestí y salí y fui hasta Fornos, el viejo café de los toreros, y tomé café y después volví y escribí Diez indios. Eso me entristeció mucho y tomé un poco de brandy y me fui a dormir. Me había olvidado de comer y uno de los camareros me trajo un poco de bacalao y carne y papas fritas y una botella de Valdepeñas. La mujer que regenteaba la pensión siempre se preocupaba porque yo no comía lo suficiente y había enviado al camarero. Recuerdo que me senté en la cama y comí y bebí el Valdepeñas. El camarero dijo que me traería otra botella. Dijo que la señora quería saber si yo pensaba escribir toda la noche. Le dije que no, que creía que me acostaría un rato. Por qué no trata de escribir uno más, me preguntó el camarero. Se supone que sólo debo escribir uno, dije yo. Tonterías, dijo él. Podría escribir seis. Lo intentaré mañana, dije. Inténtelo esta noche, dijo él. ¿Por qué cree que la señora le envió la comida? Estoy cansado, le dije. Tonterías, dijo él (la palabra no fue en realidad tonterías). Está cansado después de tres miserables cuentos. Tradúzcame uno. Déjeme tranquilo, le dije. Cómo puedo escribir si usted no me deja tranquilo. Así que me senté en la cama y bebí el Valdepeñas y pensé qué escritor condenadamente bueno sería yo si el primer cuento era tan bueno como esperaba.

 

-¿Hasta qué punto la concepción de un cuento aparece completa en su cabeza? ¿El tema, el argumento o algún personaje pueden cambiar a medida que la escritura avanza?

-A veces uno sabe la historia. A veces la construye a medida que avanza y no tiene idea de cómo resultará. Todo cambia a medida que uno avanza. Eso es lo que da el movimiento que constituye el relato. A veces el movimiento es tan lento que parece que nada avanza. Pero siempre hay cambio, siempre hay movimiento.

 

-¿Le ocurre lo mismo con las novelas, o primero elabora un plan completo antes de empezar, y luego se somete rigurosamente a él?

-Por quién doblan las campanas fue un problema que tuve que enfrentar cada día. En principio, sabía qué iba a ocurrir. Pero inventé lo que ocurría cada día que me sentaba a escribir.

 

-¿Las verdes colinas de África, Tener y no tener y A través del río y entre los árboles empezaron como cuentos y se desarrollaron hasta convertirse en novelas? Si es así, ¿las dos formas narrativas son tan similares que un escritor puede pasar de una a otra sin remodelar completamente su enfoque?

-No, no es cierto. Las verdes colinas de África no es una novela, sino que fue escrito en un intento de plasmar un libro absolutamente verdadero, para veri si forma de un país y el esquema de acción de un mes podían competir, si se los representaba verdaderamente, con una obra de imaginación. Después de escribir ese libro escribí dos relatos breves. “Las nieves del Kilimanjaro” y “La breve vida feliz de Francis Macomber”. Inventé esos relatos a partir del conocimiento y la experiencia adquirida durante ese mismo largo viaje de cacería del cual había intentado hacer un relato realista, de un mes de duración, en Las colinas verdes; Tener y no tener y A través del río y entre los árboles empezaron como relatos breves.

 

-¿Le resulta fácil cambiar de un proyecto literario a otro o continúa hasta terminar lo que ha empezado?

-El hecho de que esté interrumpiendo un trabajo serio para responder a estas preguntas demuestra que soy tan estúpido que debería recibir un severo castigo. Lo recibiré. No se preocupe.

 

-¿Piensa que está en competencia con otros escritores?

-Nunca. Solía tratar de escribir mejor que ciertos escritores muertos de cuyo valor estaba seguro. Ahora, y ya desde hace mucho tiempo, trato simplemente de escribir lo mejor posible. A veces tengo buena suerte y escribo mejor de lo que puedo.

 

-¿Cree que la potencia de los escritores disminuye a medida que envejecen? En Las verdes colinas de África usted menciona que los escritores norteamericanos se convierten, a cierta edad, en la Vieja Madre Hubbard.

-No sé nada de eso. La gente que sabe lo que está haciendo debería dudar en tanto duraran sus cabezas. En ese libro que usted menciona, si se fija bien, verá que yo estaba hablando de literatura norteamericana con un personaje austríaco sin ningún sentido del humor, que me obligaba a hablar cuando yo quería hacer alguna otra cosa. Escribí un relato verídico de esa conversación. No intenté hacer declaraciones inmortales. Un buen porcentaje de esas declaraciones son bastante buenas.

 

-No hemos hablado de los personajes. ¿Los personajes de sus obras son tomandos, sin excepción, de la vida real?

-Por supuesto que no. Algunos son de la vida real. En general uno inventa gente a partir del conocimiento y la comprensión y la experiencia que ha tenido con la gente.

 

-¿Podría decirnos algo acerca del proceso de conversión de un personaje de la vida real en un personaje de ficción?

-Si explicara cómo ocurre eso algunas veces, sería un manual para abogados querellantes.

 

-¿Establece usted una distinción, como hace E. M. Forster, entre personajes “planos” y “redondos”?

-Si uno describe a alguien, es plano, como una fotografía, y desde mi punto de vista eso es un fracaso. Si uno lo construye a partir de lo que conoce, deben estar en él todas las dimensiones.

 

-¿A cuáles de sus personajes recuerda con particular afecto?

- La lista sería demasiado larga.

-¿Entonces usted disfruta leyendo sus propios libros... sin sentir que le gustaría hacer algunos cambios?
-A veces, cuando me resulta difícil escribir, los leo para levantarme el ánimo, y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible.


-¿Cómo da nombre a sus personajes?

-Lo mejor que puedo.


-¿El título se le ocurre mientras está en el proceso de elaborar la historia?
-No, hago una lista de títulos después de haber terminado el relato o el libro... a veces son más de cien. Después empiezo a eliminarlos, y a veces los elimino a todos.

-¿Y hace eso también en los casos en los que el título de un relato ha sido sugerido por el mismo texto, como por ejemplo en el caso de Colinas como elefantes blancos?
-Sí. El título viene después. Encontré a una muchacha en Prunier, donde había ido a comer ostras antes del almuerzo. Sabía que ella había tenido un aborto. Me acerqué y hablamos, no sobre eso, pero en el camino a casa se me ocurrió la historia, salteé el almuerzo y me pasé esa tarde escribiéndola.

-Entonces, cuando está escribiendo, usted es constantemente un observador en busca de algo que pueda usar.
-Sin duda. Si un escritor deja de observar está terminado. Pero no debe observar conscientemente ni pensar de qué modo algo le será útil. Tal vez al principio eso sea cierto. Pero más tarde todo lo que ve se integra a la gran reserva de cosas que sabe o que ha visto. Si de algo sirve saberlo, siempre trato de escribir de acuerdo con el principio del iceberg. Hay nueve décimos bajo el agua por cada parte que se ve de él. Uno puede eliminar cualquier cosa que sepa, y eso sólo fortalecerá el iceberg. Si un escritor omite algo porque no lo sabe, habrá un agujero en su relato. El viejo y el mar podría haber tenido más de mil páginas, y dar cuenta de cada personaje de la aldea y del proceso de cómo vivían, cómo habían nacido, cómo se habían educado, tenido hijos, etcétera. Otros escritores hacen eso de manera excelente. Al escribir, uno está limitado por lo que ya se ha hecho de manera satisfactoria. Así que he tratado de aprender a hacer otra cosa. Primero traté de eliminar todo lo innecesario para transmitir experiencia al lector, para que después de haber leído algo, lo leído se convirtiera en parte de su propia experiencia, y le pareciera que realmente había ocurrido. Es algo muy difícil de hacer, y trabajé muy duramente para lograrlo. De todos modos, para no explicar cómo se hace, tuve una suerte increíble en ese momento y pude transmitir la experiencia completamente. Y pude lograr que fuera una experiencia que nadie había transmitido antes. La suerte fue que tuve un buen hombre y un buen muchacho, y que últimamente los escritores se han olvidado de que todavía existen esas cosas. Después, el océano: vale tanto la pena escribir sobre el océano como sobre un hombre. Así que también fui afortunado en eso. He visto el acoplamiento de los peces espada, así que es algo que conozco. Eso no lo cuento. He visto un cardumen de más de cincuenta ballenas en esa misma zona del agua, y en una oportunidad arponeé a una de casi dieciocho metros de largo, y la perdí. De modo que eso no lo cuento. No cuento ninguna de las historias que conozco sobre la aldea de pescadores. Pero ese conocimiento es lo que constituye la parte sumergida del iceberg.

 

-Archibald MacLeish ha hablado de un recurso teórico que usted describió y que parece tener que ver con el tema de transmitirle la experiencia al lector. Dijo que usted lo había desarrollado mientras cubría los partidos de béisbol en la época en que trabajaba en el Kansas City Star. Era simplemente que un escritor debía concentrarse durante los momentos de aparente inactividad… que lo que describía en esos momentos tenía un efecto, un efecto, además, poderoso: el de hacer consciente al lector de aquello que sólo sabía inconscientemente…

-La anécdota es apócrifa. Nunca escribí sobre béisbol para el Star. Lo que Archie trataba de recordar eran cosas que yo intentaba aprender en Chicago, alrededor de 1920, cuando investigaba las cosas poco evidentes, inadvertidas, que constituían las emociones, como la manera en que un jugador de béisbol tiraba el guante sin mirar dónde caía, el chillido que producía la lona sobre la resina cuando un boxeador se movía, el color gris de la piel de Jack Blackburn cuando dejaba de moverse y otras cosas que yo advertía, del mismo modo que un pintor puede bocetar. Uno veía el extraño color de Blackburn, y las marcas de la navaja, y la manera en que sacudía a un hombre antes de conocer su historia. Ésas eran cosas que a uno lo conmovían antes de saber la historia.

 

-¿Ha descripto alguna vez una clase de situación de la que usted no tuviera conocimiento personal?

-Es una pregunta extraña. ¿Por conocimiento personal se refiere usted a conocimiento carnal? En ese caso, la respuesta es afirmativa. Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento personal o impersonal y a veces parece disponer de conocimientos inexplicables, que podrían provenir de experiencias familiares o raciales olvidadas. ¿Qué es lo que hace que los pichones de palomas vuelen como lo hacen, de dónde saca su coraje un toro de lidia, o un sabueso su olfato? Todo esto es una elaboración o una condensación de lo que hablamos en Madrid aquella vez, cuando no se podía confiar demasiado en mi cabeza.

 

-¿Hasta qué punto debe distanciarse de una experiencia antes de poder escribir sobre ella en términos de ficción? ¿En el caso los accidentes aéreos de África, por ejemplo?

-Depende de la experiencia. Una parte de uno la ve de manera completamente distanciada desde el principio. Otra parte de uno está muy involucrada en ella. Creo que hay una regla fija con respecto al tiempo que debe pasar para que uno escriba sobre ella. Eso dependería del equilibrio de cada individuo, o de su capacidad de recuperación. Sin duda es valioso para un escritor entrenado estrellarse en un avión que se incendia. Aprende varias cosas importantes con gran rapidez. Que le sean útiles o no es algo condicionado por la supervivencia. La supervivencia, con honor, esa palabra tan fuera de moda y tan importante, es siempre difícil y absolutamente importante para un escritor. Los que no duran siempre son más amados, ya que nadie tiene que ver sus largas, aburridas, interminables luchas sin cuartel, a las que deben abocarse para hacer algo que creen que deben hacer antes de morir. Los que mueren o abandonan tempranamente casi siempre, y con razón, son preferidos, porque resultan comprensibles y humanos. El fracaso y la cobardía bien disfrazada son más humanos y más amados.

-¿Puedo preguntarle en qué medida considera usted que el escritor debe involucrarse en los problemas sociopolíticos de su época?
-Cada uno tiene su propia conciencia, y no debería haber reglas para el funcionamiento de la conciencia. De lo único que podemos estar seguros con respecto a un escritor politizado es que, si su obra dura, uno tendrá que pasar por alto la política cuando lo lea. Muchos de los escritores llamados políticamente comprometidos cambian sus ideas políticas frecuentemente. Esto les resulta muy excitante, a ellos y a los reseñistas político-literarios. A veces hasta deben reescribir sus puntos de vista… y apresuradamente. Tal vez todos eso pueda respetarse considerando que es una forma de búsqueda de la felicidad.

 

-¿La influencia política de Ezra Pound sobre el segregacionismo de Kasper ha ejercido algún efecto sobre su convicción de que el poeta debe ser liberado del hospital St. Elizabeth[1]?

- No. Ninguna influencia en absoluto. Creo que Ezra debe ser liberado y que le debe permitir que escriba poesía en Italia, con la promesa de abstenerse de cualquier acción política. Me haría feliz ver a Kasper en la cárcel lo antes posible. Los grandes poetas no son necesariamente guías para las niñas ni jefes de boy scouts,  ni tampoco espléndidas influencias para la juventud. Para nombrar a unos pocos: Verlaine, Rimbaud, Shelley, Byron, Baudellaire, Proust, Gide, no tendrían que ser encarcelados para impedir que los Kasper locales imitaran sus pensamientos, sus modales o su moral. Estoy seguro de que dentro de diez años a este párrafo le faltará una nota al pie de página para explicar quién fue Kasper.

-¿Diría que alguna vez hay una intención didáctica en su obra?

-Didáctica es una palabra que ha sido mal utilizada y arruinada. Muerte en la tarde es un libro instructivo.

-Se ha dicho que un escritor sólo trata una o dos ideas en toda su obra. ¿Usted diría que su obra refleja una o dos ideas?

-¿Quién dijo eso? Suena demasiado simple. El hombre que lo dijo posiblemente tenía solamente una o dos ideas.


-Bien, tal vez sería mejor expresarlo de esta manera: Graham Greeene dijo en una de estas entrevistas que una pasión regente da a todo un anaquel de novelas la unidad de un sistema. Usted mismo ha dicho, según creo, que las grandes obras se producen a partir de un sentimiento de injusticia ¿Considera que es importante que un novelista sea dominado de ese modo… por algún sentimiento tan intenso?

 

-El señor Greeene tiene una facilidad para hacer afirmaciones que yo no poseo. A mí me resultaría imposible hacer generalizaciones sobre un anaquel de novelas o sobre una bandada de patos o una manada de caballos. No obstante, intentaré una generalización. El escritor que carezca de sentido de la justicia y de la injusticia haría mejor en dedicarse a editar el anuario de una escuela de chicos excepcionales en vez de escribir novelas. Otra generalización. Ya ve, no son tan difíciles cuando son suficientemente obvias. El don más esencial para un buen escritor es tener un detector de mierda incorporado, a prueba de golpes. Ese es el radar de un escritor. Y todos los grandes escritores lo han tenido.


-Finalmente, una pregunta fundamental: ¿cuál cree usted que es la función de su arte? ¿Por qué una representación de los hechos en vez de los hechos mismos?


-¿Por qué preocuparse por eso? A partir de las cosas que han ocurrido y de las cosas tal como existen y de todas las cosas que uno sabe y de todas aquellas que no puede saber, uno hace algo por medio de la invención, algo que no es una representación sino una cosa nueva más real que cualquier otra real y viva, y uno le da vida, y si la hace suficientemente bien, también le da inmortalidad. Por eso uno escribe, y por ninguna otra razón conocida. Pero, ¿acaso no hay muchas razones que nadie conoce?




[1] Cuando este número entró en prensa, una Corte Federal de Washington retiró todas las acusaciones contra Pound, permitiendo su liberación del hospital St. Elizabeth.

jueves, 14 de agosto de 2014

El fin de la aventura - Graham Greene (cap. I)

 LIBRO PRIMERO
 I

 Una historia no tiene comienzo ni fin: arbitrariamente uno elige el momento de la experiencia desde el cual mira hacia atrás o hacia adelante. Digo "uno elige" con el orgullo inexacto del escritor profesional que —cuando ha alcanzado alguna notoriedad digna de tenerse en cuenta— fue elogiado por su destreza técnica; pero, en realidad, ¿elijo yo por mi propio arbitrio aquella oscura y húmeda noche de enero de 1946, en el prado comunal, la figura de Henry Miles, sesgada a través del ancho río de lluvia, o son estas imágenes las que me eligen a mí? Conviene sin duda, según las reglas del oficio, comenzar justo en este momento, pero de haber creído entonces en algún Dios, podría haber también creído en una mano tomándome bruscamente del codo y en una voz sugiriéndome: "Háblale; no te ha visto".
 ¿Por qué, en otro caso, iba yo a haberle hablado? Si no fuera el odio una palabra demasiado vasta para usarla en relación con un ser humano, yo odiaba a Henry, como también odiaba a Sarah, su mujer. Y supongo que él, a su vez, no tardó en odiarme después de lo que pasó aquella noche; como seguramente debió odiar en oca siones a su mujer y a aquel otro en cuya existencia teníamos entonces la suerte de no creer ni él ni yo. Ésta es, pues, una historia mucho más de odio que de amor, y si digo en ella algo en favor de Henry o de Sarah puede prestársele crédito: escribo contra mi parcialidad, porque forma parte de mi orgullo profesional el preferir la casi-verdad incluso a la expresión de mi casi-odio.
 Era raro ver a Henry fuera de casa en una noche semejante: Henry era muy comodón, y además —tal creía yo cuando menos— tenía a Sarah. Para mí el confort es como el recuerdo inoportuno en el momento o el lugar inadecuados: cuando uno se siente muy solo prefiere la falta de confort. Incluso en mi living-dormitorio, al lado sur —el malo— del prado comunal, amueblado con muebles de ocasión, que no eran míos, había demasiado confort. Pensé, pues, que no me vendría mal un corto paseo bajo la lluvia y un trago en el bar cercano. El estrecho hall estaba atestado de sombreros y abrigos y, sin darme cuenta, tomé el paraguas de otro, el inquilino del segundo piso, que tenía invitados. Cerré la puerta de cristales de colores y bajé cuidadosamente los escalones, que habían sido deteriorados por una bomba en 1944, y no reparados todavía. Tenía razones bien personales para recordar el incidente y cómo los cristales de color, recios, feos y victorianos, habían resistido la conmoción con un denuedo realmente digno de nuestros abuelos.
 Empezaba a cruzar el prado cuando me percaté de que no era mi paraguas, pues por una hendidura, que el mío no tenía, comenzó a entrarme agua por el cuello del impermeable. En ese momento fue cuando vi a Henry. Pude evitar fácilmente el encuentro; Henry no llevaba paraguas y, a la luz del farol, pude advertir que caminaba medio cegado por la lluvia. Los árboles sin hojas no ofrecían la menor protección, diseminados en torno como tuberías rotas, y el agua resbalaba por su sombrero y caía en arroyuelos sobre su abrigo negro de funcionario del Estado. Si hubiese pasado junto a él sin decir palabra no me habría visto, y todavía menos si me hubiese echado un poco a un lado, como podía hacer perfectamente; pero en lugar de eso exclamé: "¡Henry, cuánto tiempo que no se te vel" A estas palabras vi brillar sus ojos como si fuésemos dos antiguos amigos. —¡Bendrix! —exclamó a su vez con afecto; a pesar de que la gente no habría podido menos de decir que quien tenía razones de odio era él y no yo.
 —¿Qué haces con esta lluvia, Henry? —Hay hombres que nos inspiran el deseo irresistible de molestarlos: aquellos cuyas virtudes no compartimos.
 —Necesitaba tomar un poco de aire —contestó Henry evasivamente, pescando al vuelo el sombrero que una ráfaga súbita estuvo a punto de arrebatarle hacia el lado norte.
 —¿Cómo está Sarah? —pregunté, ya que habría podido parecer un poco extraño que no lo hiciera, aunque nada me habría alegrado más que el saber que estaba enferma, desdichada, moribunda. En aquellos tiempos imaginaba que cualquier sufrimiento, de ella habría aliviado el mío y que su muerte habría traído consigo mi liberación; y querría no pensar ya todas las cosas que uno puede imaginar en las circunstancias abyectas en que me hallaba. Hasta habría podido sentir afecto por el pobre Henry si Sarah hubiera muerto.
 —Ha salido a pasar la velada no recuerdo exactamente dónde —contestó Henry; y su respuesta puso de nuevo en movimiento aquel demonio en mi cerebro, haciéndome pensar en aquellos días en que Henry habría contestado lo mismo a otras personas, cuando yo era el único que sabía dónde estaba Sarah.
 —¿Un trago? —propuse, y con gran sorpresa de mi parte Henry aceptó, ajustando su paso al mío. Nunca habíamos bebido juntos fuera de su casa.
 —Hace mucho tiempo que no te veíamos, Bendrix. —No sé bien por qué rezón soy de esos hombres a los que sólo se llama por el apellido, al punto de que, a juzgar por el uso que hacían de él mis amigos, lo mismo habría dado que mis padres no me hubiesen bautizado con el nombre un poco afectado y literario de Maurice.
 —Mucho, en efecto.
 —Si no recuerdo mal, más de un año.
 —Junio de 1944 —precisé.
 —¿Tanto? ¡Caramba!
 El muy idiota, pensé, no ve nada extraño en este intervalo de año y medio. Eso, estando nuestras casas a menos de quinientas yardas a través del prado. ¿Es posible que no se le ocurriera nunca preguntar a Sarah: "¿Qué será de Bendrix? Podríamos invitarlo un día". Y, si lo había hecho, ¿cómo no le parecieron sospechosas las respuestas evasivas de ella? Para ambos había desaparecido tan completamente como la piedra que se tira a un estanque. Quizá las ondas en la superficie la perturbaron levemente una semana, un mes; pero, en todo caso, las anteojeras de Henry estaban bien sujetas. Siempre detesté estas anteojeras, hasta cuando me beneficiaban, sabiendo que, lo mismo que a mí, podían beneficiar a otros.
 —¿Ha ido quizás al cine? —pregunté.
 —¡Oh, no!, casi nunca va.
 —Antes le gustaba.
 El bar "Las Armas de Pontefract" estaba aún decorado para la Navidad con flámulas de papel y cartelones, reliquias de alborozo comercial, naranja y malva, y la joven patrona apoyaba sus pechos en el mostrador, con una mirada de desdén hacia los parroquianos.
 —Bonito —dijo Henry, sin pensarlo realmente, y miró en torno de él con cierto aire perdido, de timidez, en busca de una percha en que colgar su sombrero. Me dio la impresión de que lo más parecido a un bar en que había estado nunca debía ser el bodegón en las cercanías de Northumberland Avenue donde almorzaba con sus colegas del Ministerio.
 —¿Qué tomas?
 —No me vendría mal un whisky.
 —Ni a mí; pero tendremos que contentarnos con una copa de ron.
 Nos sentamos a una mesa, acariciando vagamente nuestras copas. La verdad es que nunca había tenido mucho que decir a Henry. Hasta dudo de que me habría interesado conocer a Henry o Sarah si no hubiese empezado en 1939 a escribir una novela cuyo protagonista era un funcionario veterano. Henry James dijo una vez, discutiendo con Walter Besant, que a una muchacha de cierto talento le bastaría pasar ante las ventanas del cuarto de rancho de un cuartel y mirar lo que ocurría dentro para poder escribir una novela corta sobre la vida entera del regimiento; pero, por mi parte, creo que. en un momento dado de la redacción, habría considerado necesario acostarse con uno de los soldados, aunque no fuera sino para comprobar algunos detalles. Yo no me acosté precisamente con Henry, pero hice lo que más podía acercarse a ello, y la primera noche que saqué a comer a Sarah tenía el decidido propósito de escudriñar la mentalidad de una mujer de funcionario. Ella, como es natural, no sabía mi intención; seguramente pensó que me interesaba su vida doméstica, y hasta es posible que eso fuera lo qué despertó su simpatía hacia mí. ¿A qué hora suele desayunarse Henry?, le pregunté. ¿Iba a la oficina en subterráneo, en autobús o en taxi? ¿Se traía por la noche algún trabajo a casa? ¿Usaba para sus papeles una cartera con el escudo de la casa real? Mi interés hizo florecer nuestra amistad; Sarah estaba encantada de que alguien tomara en serio a Henry. Sin duda Henry era importante, pero importante un poco a la manera en que lo es un elefante, por el espacio que ocupa; hay géneros de importancia irremediablemente condenados a no ser tomados en serio. Henry era un importante secretario auxiliar en él Ministerio de Pensiones —llamado a convertirse más tarde en el Ministerio de Previsión Social—. ¡Previsión Social! Cuánto no me habré reído de él en esos momentos en que se odia al compañero y se busca un arma cualquiera... Tiempos vinieron en que deliberadamente le dije a Sarah que la única razón de haberme interesado en Henry fue de orden informativo, buscando la documentación necesaria para un personaje que era el elemento cómico, ridículo, de mi libro. Fue entonces cuando ella comenzó a detestar mi novela. Tenía una extraordinaria lealtad hacia Henry (no podría, aunque quisiera, negarlo) y en esas horas nubladas en que el demonio se apoderaba de mi cerebro y me hacía odiar hasta al innocuo Henry solía utilizar lá novela para inventar episodios demasiado crudos para ser escritos... Una vez que Sarah había pasado toda la noche conmigo (ocasión que había esperado con la avidez con que un escritor ansia la última palabra de su libro), la eché a perder súbitamente por una palabra casual que vino a quebrar el estado de ánimo que a veces se me antojaba durante horas de un amor perfecto. Muy malhumorado, me había quedado dormido a eso de las dos, cuando habiéndome despertado una hora después, al extender la mano toqué sin querer el brazo de Sarah y la desperté. Supongo que, instintivamente, quería hacer las paces con ella, hasta que mi víctima volvió hacia mí su rostro, empañado aun por el sueño y tan dulcemente confiado. Había olvidado la querella y este olvido, en vez de alegrarme, me pareció un nuevo motivo de enojo. ¡Qué retorcidos somos los seres humanos! ¡Y todavía dicen que nos han hecho a semejanza de Dios! Pero me parece difícil concebir un Dios que no sea tan sencillo como una perfecta ecuación, tan claro como el aire. En cuanto estuvo un poco más despierta, le dije: "No he podido dormir, pensando en el capítulo quinto. ¿Es que Henry toma alguna vez granos de café para quitarse el mal aliento antes de asistir a las reuniones importantes?" Ella sacudió la cabeza y empezó a llorar calladamente. Como es natural, yo pretendí no saber la razón: ¿una simple pregunta que me había estado preocupando en relación con mi personaje, en qué podía ofender a Henry? La gente más distinguida toma a veces granos de café, etc. Ella siguió llorando un rato y acabó al fin por dormirse —dormía muy bien, y hasta esa capacidad de sueño se me antojó en esa ocasión una ofensa más.
 Henry bebió de prisa su ron, la mirada vagabundeando melancólicamente entré las flámulas malva y naranja.
 —¿Pasasteis bien la Nochebuena? —pregunté.
 —Muy bien...
 —¿En casa? —Henry me miró como si la inflexión de la palabra le sonara extraña.
 —¿En casa? Sí, naturalmente.
 —¿Y Sarah, está bien?
 —Muy bien.
 —¿Otro ron?
 —Bueno, ahora me toca a mí.
 Mientras Henry fue a buscar las bebidas entré un momento en el W. C. Las paredes estaban cubiertas de inscripciones: "Al c... del patrón y la tetuda de su mujer", "A todos los alcahuetes y las putas una buena sífilis y unas felices purgaciones". Volví lo más rápidamente que me fue posible a las alegres flámulas y el tintinear de los vasos. A veces me veo demasiado exactamente reflejado en los deniás, y siento en esas ocasiones un deseo tremendo de creer en los santos, en las virtudes heroicas.
 Repetí a Henry la dos inscripciones que acababa de leer. Deseaba escandalizarlo, y me sorprendo que replicara simplemente:
 —Los celos son una cosa atroz.
 —¿Te refieres a la frase sobre la "mujer tetuda"?
 —A las dos. Cuando uno sufre, se envidia la felicidad de los demás.
 No era realmente lo que yo habría esperado que pudiese aprender en el Ministerio de Previsión Social. Y aquí, en esta frase, la amargura rezuma nuevamente de mi pluma. ¡Qué cosa opaca e inerte esta amargura! Si pudiera, me gustaría escribir con amor; pero si pudiese escribir con amor sería otro hombre que el que soy: no habría perdido nunca el amor. No obstante, a través de la superficie lustrosa que formaban los azulejos de la mesa del bar, sentí de pronto algo, no precisamente tan extremado como el amor, pero sí una especie de compañerismo en la desgracia.
 —¿Hay algo que te hace sufrir? —no pude menos de preguntar a Henry.
 —Bendrix, estoy sumamente preocupado.
 —Cuéntame.
 Supongo que fue el ron lo que lo hizo hablar; o ¿tendría en parte conciencia de lo mucho que yo sabía sobre él? Sarán era leal, pero en una relación como había sido la nuestra, es difícil no enterarse de algunas cosas... Así, por ejemplo, yo sabía que tenía un lunar junto al ombligo, pues otra marca de nacimiento en mi cuerpo se lo había recordado; sabía que era miope, aunque no quería usar gafas ante los extraños (y yo era aún para él un extraño y jamás le vi con ellas); sabía su afición a tomar una taza de té a las diez; hasta conocía su manera de dormir. Y él, ¿sabría realmente que yo sabía tanto de él que un hecho más o menos no podría en modo alguno alterar nuestra relación?
 —Sí, estoy muy preocupado a causa de Sarah —repitió.
 En ese momento se abrió la puerta del bar y pude ver la lluvia azotando oblicuamente la luz que se proyectó afuera. Un hombrecito bullicioso se precipitó dentro, vociferando jovialmente: "¡Buenas noches a todo el mundo!" Saludo al que, por otra parte, nadie contestó.
 —¿Qué le ocurre a Sarah? ¿Está enferma? Me pareció que dijiste...
 —No es que esté enferma. Es decir, no creo —Y miró lastimeramente en torno. Desde luego éste no era su medio. Observé que tenía los ojos congestionados; quizá no había usado bastante sus gafas (¡hay siempre tantos extraños alrededor!), a no ser también que hubiese llorado.
 —No puedo hablar aquí, Bendrix —añadió (¡como si acostumbráramos hablar de estas cosas!) —. Vamos a casa.
 —¿No estará ya Sarah de vuelta?
 —No creo.
 Pagué las bebidas, y ello fue un síntoma más del estado anormal de Henry, que era muy reacio a que lo invitaran. Siempre en el taxi era el que tenía el dinero a mano, mientras ios demás se registraban los bolsillos. Las calzadas del prado todavía estaban encharcadas por la lluvia, pero la casa de Henry no quedaba lejos. Abrió con el llavín la puerta de estilo Queen Anne y llamó en voz alta: "¡Sarah! ¡Sarah!" Esperé con tanta ansiedad como temor una respuesta; pero no la hubo.
 —No ha llegado aun —declaró Henry—, vamos al despacho.
 No había estado nunca en su despacho; realmente, yo era un amigo de Sarah, y cuando me había encontrado con él había sido en los territorios de Sarah, en su gabinete, sin orden ni concierto, donde ningún objeto casaba con otro, como si todo hubiese sido traído aquella misma semana, pues nunca se conservó nada que pudiera parecer un recuerdo de gustos o sentimientos pasados. Pero todo allí estaba usado; mientras en el despacho de Henry tuve la sensación de que apenas si alguna que otra cosa lo había sido. Sospeché que la serie de tomos del Gibbon no debía haber sido abierta nunca, y que la de Walter Scott estaba allí porque probablemente había pertenecido a su padre, lo mismo que la reducción en calamina del Discóbolo. Sin embargo, él se sentía más a gusto en esta habitación sin usar simplemente porque era suya: su posesión. Pensé con amargura y envidia: si se tiene la seguridad de poseer una cosa, no se necesita usarla.
 —¿Un whisky? —propuso Henry. Recordé sus ojos y me pregunté si estaría bebiendo más que antes. Ciertamente los whiskies que sirvió eran ampliamente dobles.
 —¿Y qué es lo que te preocupa, Henry? —pregunté. Hacía tiempo que había abandonado mi proyectada novela sobre el funcionario; no era, el afán de documentación lo que me movía.
 —Sarah —repuso.
 ¿Me habría asustado si hubiera dicho esto, y exactamente como lo dijo, dos años antes? No. Al contrario, creo que me habría sentido más contento —¡el engaño acaba por cansar a, tal punto!— Habría aceptado con alegría la lucha en campo abierto aunque no fuera sino por la posibilidad —por pequeña que fuese— de que algún error táctico suyo me hubiese proporcionado la victoria. Pues jamás, en toda mi vida, ni antes ni después, he sentido tanto la necesidad de vencer. Jamás he deseado tanto nada, ni aun el escribir un buen libro.
 Henry me miró fijamente, con aquellos ojos bordeados de rojo, y dijo:
 —Bendrix, tengo miedo.
 Comprendí que no podía ya tomar un aire protector con él: Henry había ingresado en la misma escuela del sufrimiento y quizás hasta se hubiera graduado ya en ella; por primera vez pensé en él como en un igual. Recuerdo que sobre su escritorio había una de aquellas antiguas fotografías sepia, con marco Oxford, el retrato de su padre, y mirándolo pensé en lo parecido a la vez que lo distinto (había sido tomada aproximadamente a la misma edad, cuarenta y pico) que era de Henry. No era el bigote lo que constituía la diferencia; era aquel aire de aplomo Victoriano, de sentirse a gusto, en el mundo y saber dónde pisar. Y, súbitamente, sentí de nuevo aquel sentimiento amistoso de compañerismo. Me sentí más cerca de él de lo que me habría sentido de su padre (que había pertenecido al Ministerio de Hacienda). Éramos a la vez extraños y compañeros.
 —¿Y de qué tienes miedo, Henry?
 Éste se sentó en un sillón como si alguien le hubiese dado un empujón y dijo con repugnancia.
 —Bendrix, siempre he pensado que lo peor, con mucho, que un hombre podía hacer...
 Seguramente, en otro tiempo, me habría sentido como sobre ascuas oyéndole: curiosa, y qué horriblemente desolada, la serenidad de la inocencia.
 —Tú sabes que puedes confiar en mí, Henry.
 Era posible, pensé, que Sarah hubiese conservado alguna carta mía, a pesar de las pocas que le había escrito. Es un riesgo profesional que corren todos los autores. Las mujeres tienen tendencia a exagerar la importancia de sus amantes y jamás prevén el día lamentable en que una carta indiscreta aparecerá marcada como "interesante" en un catálogo de autógrafos al precio de cinco chelines.
 —Échale una ojeada a esto —y Henry me tendió una carta: pero en seguida vi que no era mi letra—; léela, léela.
 Era de un amigo de Henry, y decía:
 "Creo que el hombre que dices podría acudir a un individuo de nombre Savage, 159 Shaftesbury Avenue. Es hábil y discreto, y sus empleados parecen menos inmundos de lo que suele ser esta gente."
 —No comprendo bien, Henry.
 —Sí, le escribí a ese amigo diciéndoíe que un conocido mío me había pedido consejo respecto a una agencia privada de detectives. Es horrible, Bendrix. Seguramente se dio cuenta de que no había tal amigo.
 —¿Cómo? ¿Quieres decir?...
 —Todavía no he hecho nada sobre el particular, pero ahí está la carta, sobre mi escritorio, recordándome de continuo... Parece tan estúpido, ¿verdad?, que pueda tener, como tengo, la absoluta certidumbre de que no se le ocurrirá leerla, aunque entra aquí diez o doce veces al día. Ni siquiera la guardo en uno de los cajones. Y, sin embargo, no puedo confiar en otro sentido... En este momento se halla fuera de casa, desde hace rato, dando una vuelta. ¡Una vuelta, Bendrix! —e inclinándose, tendió el borde de su manga mojada por la lluvia hacia la encendida chimenea de gas.
 —Lo siento, Henry.
 —Tú siempre fuiste un buen amigo de ella, Bendrix. La gente dice que el marido siempre es el último que se entera... Esta noche, al verte en el prado, pensé que si te lo contaba y te reías de mí, quizás acabaría por quemar la carta.
 Pero la verdad es que viéndole allí sentado, con el brazo mojado tendido y mirando a otra parte, no me sentía en absoluto con ganas de reír, cosa que sin embargo me habría gustado poder hacer.
 —No es cosa como para reírse, por imaginaria y absurda que sea... —declaré.
 —Absurda, en efecto —me contestó anhelosamente—. Como es natural, pensarás que soy un idiota...
 Hacía un instante aún podría haberme reído, pero ahora, en que ya no tenía que mentir, todos mis antiguos celos me volvieron de golpe. ¿Son marido y mujer hasta tal punto una sola carne que si se odia a la mujer se tiene que odiar también al marido? La pregunta de Henry me hizo acordarme de lo fácil que había sido de engañar; tan fácil que me pareció casi un cómplice en la infi delidad de su mujer como el hombre que deja billetes de banco a la vista en un cuarto de hotel es cómplice del robo; y en aquel momento lo odié por la misma cualidad que en otro tiempo había servido a mi amor.
 La manga de su chaqueta humeaba frente al gas encendido, y Henry repitió, siempre sin mirarme:
 —Seguramente estás pensando que soy un idiota...
 El demonio habló entonces:
 —De ningún, modo, Henry, no creo que seas un idiota.
 —¿Cómo ¿Quieres decir que, realmente, te parece... posible?
 —¿Y por qué no iba a serlo? Sarah es un ser humano.
 —¡Y yo que creía que eras un buen amigo de ellal —exclamó con indignación, como si fuera yo quien había escrito la carta.
 —Naturalmente —dije, excusándome—, tú la conoces mejor que yo.
 —En cierto sentido —contestó lúgubremente, y comprendí que estaba pensando en el sentido en que yo la había conocido mejor que él.
 —Tú me preguntaste si pensaba que eras un idiota, y yo lo único que he dicho es que la idea en sí no es una idiotez. No he dicho una sola palabra contra Sarah.
 —Ya sé, Bendrix, perdón. Duermo muy mal desde algún tiempo. Me despierto por la noche cavilando en lo que debo hacer con respecto a esa maldita carta.
 —Quemarla.
 —¡Ojalá pudieral Aun la tenía en la mano y, por un instante, creí realmente que iba a quemarla.
 —O ir a ver a Mr. Savage —sugerí.
 —Pero ante él no puedo fingir que no soy el marido. Figúrate lo que debe ser estar frente a un escritorio, sentado en una silla en que se han sentado todos los demás maridos celosos, contando la misma historia... ¿Crees que habrá una sala de espera, y que se verán las caras de los otros maridos que aguardan?
 Curioso, pensé: casi me habría tomado a Henry por un hombre de imaginación. Sentí mi superioridad un poco quebrantada y el antiguo deseo de molestarle se despertó en mí de nuevo.
 —¿No quieres que vaya yo en tu lugar, Henry? —pregunté.
 —¿Tú?
 Pensé por un momento que quizás había ido demasiado lejos y si Henry podría empezar a sospechar.
 —Sí —dije, jugando con el peligro, pues, ¿qué importaba ya que Henry supiese algo del pasado? No le vendría mal, y hasta puede que le enseñase a cuidar mejor a su mujer.
 —Podría hacerme pasar por un amante celoso —continué—. Los amantes celosos son más respetables, menos ridículos que los maridos celosos. La literatura les sirve de sostén. Los amantes traicionados son trágicos y no cómicos. Recuerda a Troilo. En mi entrevista con Mr. Savage podré conservar mi dignidad.
 La manga de Henry se había secado, pero continuaba con ella tendida hacia el fuego, y la tela empezaba a chamuscarse.
 —¿Harías realmente eso por mí, Bendrix? —y había lágrimas en sus ojos, como si nunca hubiera esperado ni merecido una prueba tan suprema de amistad.
 —Claro que lo haría. Se te está quemando la manga, Henry.
 Éste la miró como si perteneciese a otra persona.
 —Pero es absurdo —dijo al fin—. No sé en qué he estado pensando. Primero, decírtelo; y luego, preguntarte eso. No se puede espiar a la mujer propia por medio de uri amigo... y que un amigo pretenda pasar por su amante.
 —¡Oh!, todavía no se ha hecho nada —repliqué—. Pero no hay en ello ni adulterio, ni robo, no es huir ante el fuego del enemigo. Las cosas que no se hacen se hacen todos los días, Henry. Forman parte de la vida moderna. Yo mismo he hecho la mayoría de ellas.
 —Eres un buen chico, Bendrix. Lo que me hacía falta era hablar con una persona como tú, para despejarme la cabeza.
 Y esta vez tendió la carta a la llama del gas. Cuando dejó las pavesas en el cenicero el recordé:
 —El nombre era Savage, y la dirección el 159 o 169 de Shaftesbury Avenue.
 —Olvídalo —dijo Henry—. Olvida cuanto te he dicho. La culpa es de las jaquecas que he venido teniendo últimamente. Tendré que ver a un médico.
 —Ha sonado la puerta —le advertí—. Debe ser Sarah.
 —No; será la criada. Había ido al cine.
 No; era el paso de Sarah.
 Henry se dirigió hacia la puerta, y la abrió y, automáticamente, su rostro tomó las líneas absurdas de la dulzura y el afecto. Siempre me había irritado aquella reacción mecánica a su sola presencia; reacción que no tenía el menor sentido, pues, aun estando enamorado de una mujer, no siempre se puede acoger tan jubilosamente su presencia, y Sarah me había dicho además, y estoy convencido de ello, que nunca habían estado enamorados el uno del otro. Había una bienvenida más auténtica hasta en mis momentos de odio y de desconfianza. Al menos para mi era una persona por sí misma y no parte de una casa, como un objeto de porcelana, que hay que manejar con cuidado.
 —¡Sarah! —llamó— ¡Sarah! —espaciando las sílabas con una afectación intolerable.
 ¿Cómo podría hacer yo que un extraño la viera, tal como se detuvo en el hall, al pie de la escalera, volviéndose hacia nosotros? Nunca he podido describir, incluso a mis personajes ficticios, como no fuera por sus actos. Siempre me ha parecido que, en una novela, debe dejársele al lector que imagine a los personajes como se le antoje; no seré yo quien les procure una ilustración improvisada. Ahora, mi misma técnica me hace traición, pues no querría que imagen alguna de mujer pudiera reemplazar a la auténtica Sarah. Quiero que el lector vea la ancha frente, la boca decidida, la configuración del cráneo, y sin embargo, todo lo que puedo transmitir es una figura imprecisa volviéndose hacia nosotros, todavía con el impermeable chorreando, y diciendo, primero: "Sí, Henry", y en seguida: "¿Tú?".
 Siempre me había llamado "tú". "¿Eres tú?", en el teléfono. "¿Puedes?", "¿Quieres?", al punto de que me hacía pensar, como un tonto, por unos minutos, que sólo había un "tú" en el mundo y que ése era yo.
 —¡Qué gusto verte! —dije (era uno de los momentos de odio)—. ¿Estabas dando una vuelta?
 —Sí.
 —¡Qué noche terrible! —comenté, en tono acusador, mientras Henry, por su parte, comprobaba con ansiedad:
 —Estás toda mojada, Sarah. Un día vas a pescar una pulmonía.
 Un clisé con su sabiduría popular, puede a veces deslizarse en una conversación como una admonición del destino; no obstante, aun habiendo sabido la verdad que contenía, tales eran nuestra nerviosidad, odio y desconfianza, que dudo mucho que ni uno ni otro hubiéramos sentido una genuina ansiedad por la desaparición de Sarah.