jueves, 14 de agosto de 2014

El fin de la aventura - Graham Greene (cap. I)

 LIBRO PRIMERO
 I

 Una historia no tiene comienzo ni fin: arbitrariamente uno elige el momento de la experiencia desde el cual mira hacia atrás o hacia adelante. Digo "uno elige" con el orgullo inexacto del escritor profesional que —cuando ha alcanzado alguna notoriedad digna de tenerse en cuenta— fue elogiado por su destreza técnica; pero, en realidad, ¿elijo yo por mi propio arbitrio aquella oscura y húmeda noche de enero de 1946, en el prado comunal, la figura de Henry Miles, sesgada a través del ancho río de lluvia, o son estas imágenes las que me eligen a mí? Conviene sin duda, según las reglas del oficio, comenzar justo en este momento, pero de haber creído entonces en algún Dios, podría haber también creído en una mano tomándome bruscamente del codo y en una voz sugiriéndome: "Háblale; no te ha visto".
 ¿Por qué, en otro caso, iba yo a haberle hablado? Si no fuera el odio una palabra demasiado vasta para usarla en relación con un ser humano, yo odiaba a Henry, como también odiaba a Sarah, su mujer. Y supongo que él, a su vez, no tardó en odiarme después de lo que pasó aquella noche; como seguramente debió odiar en oca siones a su mujer y a aquel otro en cuya existencia teníamos entonces la suerte de no creer ni él ni yo. Ésta es, pues, una historia mucho más de odio que de amor, y si digo en ella algo en favor de Henry o de Sarah puede prestársele crédito: escribo contra mi parcialidad, porque forma parte de mi orgullo profesional el preferir la casi-verdad incluso a la expresión de mi casi-odio.
 Era raro ver a Henry fuera de casa en una noche semejante: Henry era muy comodón, y además —tal creía yo cuando menos— tenía a Sarah. Para mí el confort es como el recuerdo inoportuno en el momento o el lugar inadecuados: cuando uno se siente muy solo prefiere la falta de confort. Incluso en mi living-dormitorio, al lado sur —el malo— del prado comunal, amueblado con muebles de ocasión, que no eran míos, había demasiado confort. Pensé, pues, que no me vendría mal un corto paseo bajo la lluvia y un trago en el bar cercano. El estrecho hall estaba atestado de sombreros y abrigos y, sin darme cuenta, tomé el paraguas de otro, el inquilino del segundo piso, que tenía invitados. Cerré la puerta de cristales de colores y bajé cuidadosamente los escalones, que habían sido deteriorados por una bomba en 1944, y no reparados todavía. Tenía razones bien personales para recordar el incidente y cómo los cristales de color, recios, feos y victorianos, habían resistido la conmoción con un denuedo realmente digno de nuestros abuelos.
 Empezaba a cruzar el prado cuando me percaté de que no era mi paraguas, pues por una hendidura, que el mío no tenía, comenzó a entrarme agua por el cuello del impermeable. En ese momento fue cuando vi a Henry. Pude evitar fácilmente el encuentro; Henry no llevaba paraguas y, a la luz del farol, pude advertir que caminaba medio cegado por la lluvia. Los árboles sin hojas no ofrecían la menor protección, diseminados en torno como tuberías rotas, y el agua resbalaba por su sombrero y caía en arroyuelos sobre su abrigo negro de funcionario del Estado. Si hubiese pasado junto a él sin decir palabra no me habría visto, y todavía menos si me hubiese echado un poco a un lado, como podía hacer perfectamente; pero en lugar de eso exclamé: "¡Henry, cuánto tiempo que no se te vel" A estas palabras vi brillar sus ojos como si fuésemos dos antiguos amigos. —¡Bendrix! —exclamó a su vez con afecto; a pesar de que la gente no habría podido menos de decir que quien tenía razones de odio era él y no yo.
 —¿Qué haces con esta lluvia, Henry? —Hay hombres que nos inspiran el deseo irresistible de molestarlos: aquellos cuyas virtudes no compartimos.
 —Necesitaba tomar un poco de aire —contestó Henry evasivamente, pescando al vuelo el sombrero que una ráfaga súbita estuvo a punto de arrebatarle hacia el lado norte.
 —¿Cómo está Sarah? —pregunté, ya que habría podido parecer un poco extraño que no lo hiciera, aunque nada me habría alegrado más que el saber que estaba enferma, desdichada, moribunda. En aquellos tiempos imaginaba que cualquier sufrimiento, de ella habría aliviado el mío y que su muerte habría traído consigo mi liberación; y querría no pensar ya todas las cosas que uno puede imaginar en las circunstancias abyectas en que me hallaba. Hasta habría podido sentir afecto por el pobre Henry si Sarah hubiera muerto.
 —Ha salido a pasar la velada no recuerdo exactamente dónde —contestó Henry; y su respuesta puso de nuevo en movimiento aquel demonio en mi cerebro, haciéndome pensar en aquellos días en que Henry habría contestado lo mismo a otras personas, cuando yo era el único que sabía dónde estaba Sarah.
 —¿Un trago? —propuse, y con gran sorpresa de mi parte Henry aceptó, ajustando su paso al mío. Nunca habíamos bebido juntos fuera de su casa.
 —Hace mucho tiempo que no te veíamos, Bendrix. —No sé bien por qué rezón soy de esos hombres a los que sólo se llama por el apellido, al punto de que, a juzgar por el uso que hacían de él mis amigos, lo mismo habría dado que mis padres no me hubiesen bautizado con el nombre un poco afectado y literario de Maurice.
 —Mucho, en efecto.
 —Si no recuerdo mal, más de un año.
 —Junio de 1944 —precisé.
 —¿Tanto? ¡Caramba!
 El muy idiota, pensé, no ve nada extraño en este intervalo de año y medio. Eso, estando nuestras casas a menos de quinientas yardas a través del prado. ¿Es posible que no se le ocurriera nunca preguntar a Sarah: "¿Qué será de Bendrix? Podríamos invitarlo un día". Y, si lo había hecho, ¿cómo no le parecieron sospechosas las respuestas evasivas de ella? Para ambos había desaparecido tan completamente como la piedra que se tira a un estanque. Quizá las ondas en la superficie la perturbaron levemente una semana, un mes; pero, en todo caso, las anteojeras de Henry estaban bien sujetas. Siempre detesté estas anteojeras, hasta cuando me beneficiaban, sabiendo que, lo mismo que a mí, podían beneficiar a otros.
 —¿Ha ido quizás al cine? —pregunté.
 —¡Oh, no!, casi nunca va.
 —Antes le gustaba.
 El bar "Las Armas de Pontefract" estaba aún decorado para la Navidad con flámulas de papel y cartelones, reliquias de alborozo comercial, naranja y malva, y la joven patrona apoyaba sus pechos en el mostrador, con una mirada de desdén hacia los parroquianos.
 —Bonito —dijo Henry, sin pensarlo realmente, y miró en torno de él con cierto aire perdido, de timidez, en busca de una percha en que colgar su sombrero. Me dio la impresión de que lo más parecido a un bar en que había estado nunca debía ser el bodegón en las cercanías de Northumberland Avenue donde almorzaba con sus colegas del Ministerio.
 —¿Qué tomas?
 —No me vendría mal un whisky.
 —Ni a mí; pero tendremos que contentarnos con una copa de ron.
 Nos sentamos a una mesa, acariciando vagamente nuestras copas. La verdad es que nunca había tenido mucho que decir a Henry. Hasta dudo de que me habría interesado conocer a Henry o Sarah si no hubiese empezado en 1939 a escribir una novela cuyo protagonista era un funcionario veterano. Henry James dijo una vez, discutiendo con Walter Besant, que a una muchacha de cierto talento le bastaría pasar ante las ventanas del cuarto de rancho de un cuartel y mirar lo que ocurría dentro para poder escribir una novela corta sobre la vida entera del regimiento; pero, por mi parte, creo que. en un momento dado de la redacción, habría considerado necesario acostarse con uno de los soldados, aunque no fuera sino para comprobar algunos detalles. Yo no me acosté precisamente con Henry, pero hice lo que más podía acercarse a ello, y la primera noche que saqué a comer a Sarah tenía el decidido propósito de escudriñar la mentalidad de una mujer de funcionario. Ella, como es natural, no sabía mi intención; seguramente pensó que me interesaba su vida doméstica, y hasta es posible que eso fuera lo qué despertó su simpatía hacia mí. ¿A qué hora suele desayunarse Henry?, le pregunté. ¿Iba a la oficina en subterráneo, en autobús o en taxi? ¿Se traía por la noche algún trabajo a casa? ¿Usaba para sus papeles una cartera con el escudo de la casa real? Mi interés hizo florecer nuestra amistad; Sarah estaba encantada de que alguien tomara en serio a Henry. Sin duda Henry era importante, pero importante un poco a la manera en que lo es un elefante, por el espacio que ocupa; hay géneros de importancia irremediablemente condenados a no ser tomados en serio. Henry era un importante secretario auxiliar en él Ministerio de Pensiones —llamado a convertirse más tarde en el Ministerio de Previsión Social—. ¡Previsión Social! Cuánto no me habré reído de él en esos momentos en que se odia al compañero y se busca un arma cualquiera... Tiempos vinieron en que deliberadamente le dije a Sarah que la única razón de haberme interesado en Henry fue de orden informativo, buscando la documentación necesaria para un personaje que era el elemento cómico, ridículo, de mi libro. Fue entonces cuando ella comenzó a detestar mi novela. Tenía una extraordinaria lealtad hacia Henry (no podría, aunque quisiera, negarlo) y en esas horas nubladas en que el demonio se apoderaba de mi cerebro y me hacía odiar hasta al innocuo Henry solía utilizar lá novela para inventar episodios demasiado crudos para ser escritos... Una vez que Sarah había pasado toda la noche conmigo (ocasión que había esperado con la avidez con que un escritor ansia la última palabra de su libro), la eché a perder súbitamente por una palabra casual que vino a quebrar el estado de ánimo que a veces se me antojaba durante horas de un amor perfecto. Muy malhumorado, me había quedado dormido a eso de las dos, cuando habiéndome despertado una hora después, al extender la mano toqué sin querer el brazo de Sarah y la desperté. Supongo que, instintivamente, quería hacer las paces con ella, hasta que mi víctima volvió hacia mí su rostro, empañado aun por el sueño y tan dulcemente confiado. Había olvidado la querella y este olvido, en vez de alegrarme, me pareció un nuevo motivo de enojo. ¡Qué retorcidos somos los seres humanos! ¡Y todavía dicen que nos han hecho a semejanza de Dios! Pero me parece difícil concebir un Dios que no sea tan sencillo como una perfecta ecuación, tan claro como el aire. En cuanto estuvo un poco más despierta, le dije: "No he podido dormir, pensando en el capítulo quinto. ¿Es que Henry toma alguna vez granos de café para quitarse el mal aliento antes de asistir a las reuniones importantes?" Ella sacudió la cabeza y empezó a llorar calladamente. Como es natural, yo pretendí no saber la razón: ¿una simple pregunta que me había estado preocupando en relación con mi personaje, en qué podía ofender a Henry? La gente más distinguida toma a veces granos de café, etc. Ella siguió llorando un rato y acabó al fin por dormirse —dormía muy bien, y hasta esa capacidad de sueño se me antojó en esa ocasión una ofensa más.
 Henry bebió de prisa su ron, la mirada vagabundeando melancólicamente entré las flámulas malva y naranja.
 —¿Pasasteis bien la Nochebuena? —pregunté.
 —Muy bien...
 —¿En casa? —Henry me miró como si la inflexión de la palabra le sonara extraña.
 —¿En casa? Sí, naturalmente.
 —¿Y Sarah, está bien?
 —Muy bien.
 —¿Otro ron?
 —Bueno, ahora me toca a mí.
 Mientras Henry fue a buscar las bebidas entré un momento en el W. C. Las paredes estaban cubiertas de inscripciones: "Al c... del patrón y la tetuda de su mujer", "A todos los alcahuetes y las putas una buena sífilis y unas felices purgaciones". Volví lo más rápidamente que me fue posible a las alegres flámulas y el tintinear de los vasos. A veces me veo demasiado exactamente reflejado en los deniás, y siento en esas ocasiones un deseo tremendo de creer en los santos, en las virtudes heroicas.
 Repetí a Henry la dos inscripciones que acababa de leer. Deseaba escandalizarlo, y me sorprendo que replicara simplemente:
 —Los celos son una cosa atroz.
 —¿Te refieres a la frase sobre la "mujer tetuda"?
 —A las dos. Cuando uno sufre, se envidia la felicidad de los demás.
 No era realmente lo que yo habría esperado que pudiese aprender en el Ministerio de Previsión Social. Y aquí, en esta frase, la amargura rezuma nuevamente de mi pluma. ¡Qué cosa opaca e inerte esta amargura! Si pudiera, me gustaría escribir con amor; pero si pudiese escribir con amor sería otro hombre que el que soy: no habría perdido nunca el amor. No obstante, a través de la superficie lustrosa que formaban los azulejos de la mesa del bar, sentí de pronto algo, no precisamente tan extremado como el amor, pero sí una especie de compañerismo en la desgracia.
 —¿Hay algo que te hace sufrir? —no pude menos de preguntar a Henry.
 —Bendrix, estoy sumamente preocupado.
 —Cuéntame.
 Supongo que fue el ron lo que lo hizo hablar; o ¿tendría en parte conciencia de lo mucho que yo sabía sobre él? Sarán era leal, pero en una relación como había sido la nuestra, es difícil no enterarse de algunas cosas... Así, por ejemplo, yo sabía que tenía un lunar junto al ombligo, pues otra marca de nacimiento en mi cuerpo se lo había recordado; sabía que era miope, aunque no quería usar gafas ante los extraños (y yo era aún para él un extraño y jamás le vi con ellas); sabía su afición a tomar una taza de té a las diez; hasta conocía su manera de dormir. Y él, ¿sabría realmente que yo sabía tanto de él que un hecho más o menos no podría en modo alguno alterar nuestra relación?
 —Sí, estoy muy preocupado a causa de Sarah —repitió.
 En ese momento se abrió la puerta del bar y pude ver la lluvia azotando oblicuamente la luz que se proyectó afuera. Un hombrecito bullicioso se precipitó dentro, vociferando jovialmente: "¡Buenas noches a todo el mundo!" Saludo al que, por otra parte, nadie contestó.
 —¿Qué le ocurre a Sarah? ¿Está enferma? Me pareció que dijiste...
 —No es que esté enferma. Es decir, no creo —Y miró lastimeramente en torno. Desde luego éste no era su medio. Observé que tenía los ojos congestionados; quizá no había usado bastante sus gafas (¡hay siempre tantos extraños alrededor!), a no ser también que hubiese llorado.
 —No puedo hablar aquí, Bendrix —añadió (¡como si acostumbráramos hablar de estas cosas!) —. Vamos a casa.
 —¿No estará ya Sarah de vuelta?
 —No creo.
 Pagué las bebidas, y ello fue un síntoma más del estado anormal de Henry, que era muy reacio a que lo invitaran. Siempre en el taxi era el que tenía el dinero a mano, mientras ios demás se registraban los bolsillos. Las calzadas del prado todavía estaban encharcadas por la lluvia, pero la casa de Henry no quedaba lejos. Abrió con el llavín la puerta de estilo Queen Anne y llamó en voz alta: "¡Sarah! ¡Sarah!" Esperé con tanta ansiedad como temor una respuesta; pero no la hubo.
 —No ha llegado aun —declaró Henry—, vamos al despacho.
 No había estado nunca en su despacho; realmente, yo era un amigo de Sarah, y cuando me había encontrado con él había sido en los territorios de Sarah, en su gabinete, sin orden ni concierto, donde ningún objeto casaba con otro, como si todo hubiese sido traído aquella misma semana, pues nunca se conservó nada que pudiera parecer un recuerdo de gustos o sentimientos pasados. Pero todo allí estaba usado; mientras en el despacho de Henry tuve la sensación de que apenas si alguna que otra cosa lo había sido. Sospeché que la serie de tomos del Gibbon no debía haber sido abierta nunca, y que la de Walter Scott estaba allí porque probablemente había pertenecido a su padre, lo mismo que la reducción en calamina del Discóbolo. Sin embargo, él se sentía más a gusto en esta habitación sin usar simplemente porque era suya: su posesión. Pensé con amargura y envidia: si se tiene la seguridad de poseer una cosa, no se necesita usarla.
 —¿Un whisky? —propuso Henry. Recordé sus ojos y me pregunté si estaría bebiendo más que antes. Ciertamente los whiskies que sirvió eran ampliamente dobles.
 —¿Y qué es lo que te preocupa, Henry? —pregunté. Hacía tiempo que había abandonado mi proyectada novela sobre el funcionario; no era, el afán de documentación lo que me movía.
 —Sarah —repuso.
 ¿Me habría asustado si hubiera dicho esto, y exactamente como lo dijo, dos años antes? No. Al contrario, creo que me habría sentido más contento —¡el engaño acaba por cansar a, tal punto!— Habría aceptado con alegría la lucha en campo abierto aunque no fuera sino por la posibilidad —por pequeña que fuese— de que algún error táctico suyo me hubiese proporcionado la victoria. Pues jamás, en toda mi vida, ni antes ni después, he sentido tanto la necesidad de vencer. Jamás he deseado tanto nada, ni aun el escribir un buen libro.
 Henry me miró fijamente, con aquellos ojos bordeados de rojo, y dijo:
 —Bendrix, tengo miedo.
 Comprendí que no podía ya tomar un aire protector con él: Henry había ingresado en la misma escuela del sufrimiento y quizás hasta se hubiera graduado ya en ella; por primera vez pensé en él como en un igual. Recuerdo que sobre su escritorio había una de aquellas antiguas fotografías sepia, con marco Oxford, el retrato de su padre, y mirándolo pensé en lo parecido a la vez que lo distinto (había sido tomada aproximadamente a la misma edad, cuarenta y pico) que era de Henry. No era el bigote lo que constituía la diferencia; era aquel aire de aplomo Victoriano, de sentirse a gusto, en el mundo y saber dónde pisar. Y, súbitamente, sentí de nuevo aquel sentimiento amistoso de compañerismo. Me sentí más cerca de él de lo que me habría sentido de su padre (que había pertenecido al Ministerio de Hacienda). Éramos a la vez extraños y compañeros.
 —¿Y de qué tienes miedo, Henry?
 Éste se sentó en un sillón como si alguien le hubiese dado un empujón y dijo con repugnancia.
 —Bendrix, siempre he pensado que lo peor, con mucho, que un hombre podía hacer...
 Seguramente, en otro tiempo, me habría sentido como sobre ascuas oyéndole: curiosa, y qué horriblemente desolada, la serenidad de la inocencia.
 —Tú sabes que puedes confiar en mí, Henry.
 Era posible, pensé, que Sarah hubiese conservado alguna carta mía, a pesar de las pocas que le había escrito. Es un riesgo profesional que corren todos los autores. Las mujeres tienen tendencia a exagerar la importancia de sus amantes y jamás prevén el día lamentable en que una carta indiscreta aparecerá marcada como "interesante" en un catálogo de autógrafos al precio de cinco chelines.
 —Échale una ojeada a esto —y Henry me tendió una carta: pero en seguida vi que no era mi letra—; léela, léela.
 Era de un amigo de Henry, y decía:
 "Creo que el hombre que dices podría acudir a un individuo de nombre Savage, 159 Shaftesbury Avenue. Es hábil y discreto, y sus empleados parecen menos inmundos de lo que suele ser esta gente."
 —No comprendo bien, Henry.
 —Sí, le escribí a ese amigo diciéndoíe que un conocido mío me había pedido consejo respecto a una agencia privada de detectives. Es horrible, Bendrix. Seguramente se dio cuenta de que no había tal amigo.
 —¿Cómo? ¿Quieres decir?...
 —Todavía no he hecho nada sobre el particular, pero ahí está la carta, sobre mi escritorio, recordándome de continuo... Parece tan estúpido, ¿verdad?, que pueda tener, como tengo, la absoluta certidumbre de que no se le ocurrirá leerla, aunque entra aquí diez o doce veces al día. Ni siquiera la guardo en uno de los cajones. Y, sin embargo, no puedo confiar en otro sentido... En este momento se halla fuera de casa, desde hace rato, dando una vuelta. ¡Una vuelta, Bendrix! —e inclinándose, tendió el borde de su manga mojada por la lluvia hacia la encendida chimenea de gas.
 —Lo siento, Henry.
 —Tú siempre fuiste un buen amigo de ella, Bendrix. La gente dice que el marido siempre es el último que se entera... Esta noche, al verte en el prado, pensé que si te lo contaba y te reías de mí, quizás acabaría por quemar la carta.
 Pero la verdad es que viéndole allí sentado, con el brazo mojado tendido y mirando a otra parte, no me sentía en absoluto con ganas de reír, cosa que sin embargo me habría gustado poder hacer.
 —No es cosa como para reírse, por imaginaria y absurda que sea... —declaré.
 —Absurda, en efecto —me contestó anhelosamente—. Como es natural, pensarás que soy un idiota...
 Hacía un instante aún podría haberme reído, pero ahora, en que ya no tenía que mentir, todos mis antiguos celos me volvieron de golpe. ¿Son marido y mujer hasta tal punto una sola carne que si se odia a la mujer se tiene que odiar también al marido? La pregunta de Henry me hizo acordarme de lo fácil que había sido de engañar; tan fácil que me pareció casi un cómplice en la infi delidad de su mujer como el hombre que deja billetes de banco a la vista en un cuarto de hotel es cómplice del robo; y en aquel momento lo odié por la misma cualidad que en otro tiempo había servido a mi amor.
 La manga de su chaqueta humeaba frente al gas encendido, y Henry repitió, siempre sin mirarme:
 —Seguramente estás pensando que soy un idiota...
 El demonio habló entonces:
 —De ningún, modo, Henry, no creo que seas un idiota.
 —¿Cómo ¿Quieres decir que, realmente, te parece... posible?
 —¿Y por qué no iba a serlo? Sarah es un ser humano.
 —¡Y yo que creía que eras un buen amigo de ellal —exclamó con indignación, como si fuera yo quien había escrito la carta.
 —Naturalmente —dije, excusándome—, tú la conoces mejor que yo.
 —En cierto sentido —contestó lúgubremente, y comprendí que estaba pensando en el sentido en que yo la había conocido mejor que él.
 —Tú me preguntaste si pensaba que eras un idiota, y yo lo único que he dicho es que la idea en sí no es una idiotez. No he dicho una sola palabra contra Sarah.
 —Ya sé, Bendrix, perdón. Duermo muy mal desde algún tiempo. Me despierto por la noche cavilando en lo que debo hacer con respecto a esa maldita carta.
 —Quemarla.
 —¡Ojalá pudieral Aun la tenía en la mano y, por un instante, creí realmente que iba a quemarla.
 —O ir a ver a Mr. Savage —sugerí.
 —Pero ante él no puedo fingir que no soy el marido. Figúrate lo que debe ser estar frente a un escritorio, sentado en una silla en que se han sentado todos los demás maridos celosos, contando la misma historia... ¿Crees que habrá una sala de espera, y que se verán las caras de los otros maridos que aguardan?
 Curioso, pensé: casi me habría tomado a Henry por un hombre de imaginación. Sentí mi superioridad un poco quebrantada y el antiguo deseo de molestarle se despertó en mí de nuevo.
 —¿No quieres que vaya yo en tu lugar, Henry? —pregunté.
 —¿Tú?
 Pensé por un momento que quizás había ido demasiado lejos y si Henry podría empezar a sospechar.
 —Sí —dije, jugando con el peligro, pues, ¿qué importaba ya que Henry supiese algo del pasado? No le vendría mal, y hasta puede que le enseñase a cuidar mejor a su mujer.
 —Podría hacerme pasar por un amante celoso —continué—. Los amantes celosos son más respetables, menos ridículos que los maridos celosos. La literatura les sirve de sostén. Los amantes traicionados son trágicos y no cómicos. Recuerda a Troilo. En mi entrevista con Mr. Savage podré conservar mi dignidad.
 La manga de Henry se había secado, pero continuaba con ella tendida hacia el fuego, y la tela empezaba a chamuscarse.
 —¿Harías realmente eso por mí, Bendrix? —y había lágrimas en sus ojos, como si nunca hubiera esperado ni merecido una prueba tan suprema de amistad.
 —Claro que lo haría. Se te está quemando la manga, Henry.
 Éste la miró como si perteneciese a otra persona.
 —Pero es absurdo —dijo al fin—. No sé en qué he estado pensando. Primero, decírtelo; y luego, preguntarte eso. No se puede espiar a la mujer propia por medio de uri amigo... y que un amigo pretenda pasar por su amante.
 —¡Oh!, todavía no se ha hecho nada —repliqué—. Pero no hay en ello ni adulterio, ni robo, no es huir ante el fuego del enemigo. Las cosas que no se hacen se hacen todos los días, Henry. Forman parte de la vida moderna. Yo mismo he hecho la mayoría de ellas.
 —Eres un buen chico, Bendrix. Lo que me hacía falta era hablar con una persona como tú, para despejarme la cabeza.
 Y esta vez tendió la carta a la llama del gas. Cuando dejó las pavesas en el cenicero el recordé:
 —El nombre era Savage, y la dirección el 159 o 169 de Shaftesbury Avenue.
 —Olvídalo —dijo Henry—. Olvida cuanto te he dicho. La culpa es de las jaquecas que he venido teniendo últimamente. Tendré que ver a un médico.
 —Ha sonado la puerta —le advertí—. Debe ser Sarah.
 —No; será la criada. Había ido al cine.
 No; era el paso de Sarah.
 Henry se dirigió hacia la puerta, y la abrió y, automáticamente, su rostro tomó las líneas absurdas de la dulzura y el afecto. Siempre me había irritado aquella reacción mecánica a su sola presencia; reacción que no tenía el menor sentido, pues, aun estando enamorado de una mujer, no siempre se puede acoger tan jubilosamente su presencia, y Sarah me había dicho además, y estoy convencido de ello, que nunca habían estado enamorados el uno del otro. Había una bienvenida más auténtica hasta en mis momentos de odio y de desconfianza. Al menos para mi era una persona por sí misma y no parte de una casa, como un objeto de porcelana, que hay que manejar con cuidado.
 —¡Sarah! —llamó— ¡Sarah! —espaciando las sílabas con una afectación intolerable.
 ¿Cómo podría hacer yo que un extraño la viera, tal como se detuvo en el hall, al pie de la escalera, volviéndose hacia nosotros? Nunca he podido describir, incluso a mis personajes ficticios, como no fuera por sus actos. Siempre me ha parecido que, en una novela, debe dejársele al lector que imagine a los personajes como se le antoje; no seré yo quien les procure una ilustración improvisada. Ahora, mi misma técnica me hace traición, pues no querría que imagen alguna de mujer pudiera reemplazar a la auténtica Sarah. Quiero que el lector vea la ancha frente, la boca decidida, la configuración del cráneo, y sin embargo, todo lo que puedo transmitir es una figura imprecisa volviéndose hacia nosotros, todavía con el impermeable chorreando, y diciendo, primero: "Sí, Henry", y en seguida: "¿Tú?".
 Siempre me había llamado "tú". "¿Eres tú?", en el teléfono. "¿Puedes?", "¿Quieres?", al punto de que me hacía pensar, como un tonto, por unos minutos, que sólo había un "tú" en el mundo y que ése era yo.
 —¡Qué gusto verte! —dije (era uno de los momentos de odio)—. ¿Estabas dando una vuelta?
 —Sí.
 —¡Qué noche terrible! —comenté, en tono acusador, mientras Henry, por su parte, comprobaba con ansiedad:
 —Estás toda mojada, Sarah. Un día vas a pescar una pulmonía.
 Un clisé con su sabiduría popular, puede a veces deslizarse en una conversación como una admonición del destino; no obstante, aun habiendo sabido la verdad que contenía, tales eran nuestra nerviosidad, odio y desconfianza, que dudo mucho que ni uno ni otro hubiéramos sentido una genuina ansiedad por la desaparición de Sarah.