miércoles, 12 de junio de 2013

Una mujer llamada ballena - Ermanno Cavazzoni

Una mujer gorda de nombre Paola Parletta sufría cada tanto de una fuerte diarrea. Pasaba la noche toda sudada en el inodoro, mientras afuera arreciaba el temporal. La diarrea le venía cada vez que oía los truenos y el cielo hacía ruido, especialmente en verano, de noche, con la formación de remolinos de aire y viento. Era muy gorda y tenía granos en la cara, pero estaba convencida de que era flaca o de parecer flaca gracias a su cabeza chiquita y al cráneo muy poco voluminoso. Mientras estaba en el baño y sudaba y arreciaba el temporal pensaba que alguien debía haberle suministrado a escondidas un purgante con la comida. Era la única idea que conseguía salir de su cerebro chiquitito, y aunque se esforzaba no conseguía hacer que saliera otra más consistente. Esta idea se le había ocurrido en agosto de 1955. Pasaba entonces toda la noche entre cólicos, el miedo a los truenos y el rencor contra alguien, también contra personas desde hacía tiempo ausentes pero que daban vueltas en su mente como los posibles envenenadores, incluso venidos con ese fin desde muy lejos, entrados en la cocina en su ausencia y después escapados sin dejarse oír. Vivía el resto de su vida llena de rencor y sospechas; trataba de agarrar a alguien con el purgante en la mano mientras se lo vertía en la sopa. Sospechaba de los vecinos de casa; los había visto muchas veces subiendo las escaleras con paquetes; y sospechaba de un hermano suyo que probablemente en este momento quería robarle la herencia, o sea la cama y el colchón. A veces le sentía mal sabor al agua de la canilla, por eso sospechaba también de ésta; pero nunca había agarrado a nadie con las manos en la masa, a pesar de estar atenta durante horas mirando la canilla por si aparecía alguien para maniobrarla.

De modo que estas diarreas eran el centro de su vida y alrededor de ellas se desarrollaba toda su actividad intelectual. Hasta los treinta y seis años después de cada diarrea protestaba, agredía e insultaba a los sospechosos, daba vueltas por toda la casa llena de rabia, en bata, todavía con el rostro pálido por los dolores de panza, pero siempre voluminoso. Se presentaba de improviso en casa de algún familiar y le preguntaba:

-¿Quién me puso el purgante en la sopa?

Era para agarrarlo en falta, o en todo caso para hacerle saber que no era una simple estúpida que estaba a merced de cualquiera. Después comenzaba a amenazar, a decir frases injuriosas a todos los maniobradores de laxantes y purgantes, que incluían también los hipotéticos agentes aliados, ocultos en la sombra con el cuentagotas.

Después, con la edad, envejeciendo, estas diarreas se volvieron más regulares e independientes de las perturbaciones atmosféricas y de los golpes de frío; venían cada dos o tres semanas, con cualquier tiempo o en cualquier estación, pero nunca dejaron de constituir el problema número uno de su existencia.

Esta Paola Parletta, que siempre fue soltera, había cambiado de táctica: desde 1960, desde que había engordado más y tenía la cabeza de dimensiones cada vez más microscópicas, sufría de agitación al respirar y de palpitaciones cardíacas; por la mañana se movía sin hablar para no cansarse; trataba de moverse astutamente; buscaba en la basura en un frasquito que hubiera contenido el purgante, revolvía en el cajón de los remedios o debajo de los colchones, siempre en silencio, porque para gritar y acusar le faltaba la suficiente resistencia del corazón. A veces encontraba líquido derramado en el piso, en la cocina, pero no decía nada; llamaba a la policía cuando encontraba manchas más grandes; también, por ejemplo, en el mantel o en donde guardaba los platos. Sospechaba también de la sal.

Un día se cayó del inodoro y se rompió la cadera. Desde entonces estuvo siempre sentada en una silla quejándose de la comida y de la cara de quien la cuidaba. Ésta fue su vida. No le sucedió nada más.