viernes, 23 de agosto de 2013

Quería taparla con algo - Jorge Accame

En otra ocasión no lo hubiera hecho, pero aquel día se me mezclaba de todo un poco en la boca. Desde hacía tiempo había querido parar con los amargos de la mañana que me dejaban un gusto seco y áspero las veinticuatro horas, y no tenía voluntad. A las diez, donde me agarrara, dejaba el laburo, en la tuerca que fuese y me iba hasta el calentador en el cuarto de atrás y ponía la pava. Me pellizcaba los brazos por flojo, mientras se calentaba el agua, y prometía que al otro día dejaría por lo menos durante un mes. Eso por un lado. Además, la idea que me agarró con unos huevos fritos que había morfado la noche anterior y el frío que chupé en la cama, porque yo duermo en calzones y medio destapado y en el bajo hace un tornillo que mejor no hablar. Después que la mañana estaba así, bien cargada de nubarrones, como de tormenta que no se decide y hacía mucho que no llovía y yo esas mariconadas del tiempo no las aguanto, esos días me ponen medio loco, no sé por qué será.
Bueno, al grano; era invierno y ya se sabe lo que es eso. en la canilla del depósito el agua no sale, se hace hielo dentro del caño.
A las ocho, entre el nublado y lo temprano que era no se veía demasiado. Yo estaba parado frente a una de las máquinas rotas que habían traído, con las manos en los bolsillos y escuché los gritos que venían de las duchas. Me pareció raro, quién iba a estar bañándose a esa hora. No tenía ni medio de ganas de moverme, pero fui a ver.
A medida que me acercaba, escuchaba más fuerte las voces que retumbaban en el galpón. Entré y vi al Pescado y a la Espiroqueta completamente desnudos, aullando y cagándose de risa bajo el agua helada de las duchas. El polvillo que levantaban los chorros al golpear contra el alisado era tanto, que no se veía un carajo; pero por los gritos me avivé de que no estaban solos. Cerca del desagüe descubrí otro par de piernas.
Ni se habían avivado de mi presencia, tan entusiasmados que estaban salpicándose y diciendo huevadas.
Me di vuelta para irme y, al girar el zapallo, noté algo raro. Me frené, miré bien y la vi. Una mina, joven, apoyada en la pared, con cara de susto, pero no por estar allí, era un susto que traía de antes; le venía de adentro. Estaba en pelotas, las manos a los costados dobladas y duras de frío, igual que los pies; me impresionó su blancura y las tetas chatas. Nunca había visto unas tetas así, era como si ella no se diera cuenta de que las tenía, ni de que era mujer. No te puede calentar una mina que parece estar en otra parte. Las tetas, el culo, la concha, estaban bajo el agua; pero ella no, vaya a saber qué bicho le picaba, con esos ojos como el dos de oro.
De reojo calé a la Espiroqueta y al Pescado, que cantaban abrazados un tango y disimuladamente agarré a la mina del brazo y la tironié hacia fuera, yo qué sé, para taparla con algo y después veremos.


Yo estaba saliendo con la mina de la mano. Tengo patente la imagen de las huellas mojadas de mis botas y de sus pies desnudos sobre el alisado y di un sobresalto al sentir un puño como tenaza alrededor de mi muñeca.
—¿Dónde va, Tucán?
Era el Rinoceronte, el dueño de las piernas que sobraban, en pelotas también y chorreando agua. Me había jodido.
—Suelte —le dije, llevando la otra mano al bolsillo del overol, donde guardaba la francesa.
—Que yo sepa, no es su turno.
Cuando uno entraba a trabajar a los talleres del ferrocarril, no se salvaba de que le midieran la verga. Venían dos o tres comisionados con un centímetro y se fijaban el largo y el grosor. Según eso, el nuevo ocupaba un lugar en la lista del personal que se seguía religiosamente en el caso de que se consiguiera una mina.
—No es el turno de nadie —dije—. Esta mujer se escapó del loquero.
Estábamos hablando fuerte y el Pescado y la Espiroqueta aparecieron en el umbral.
—¿Qué pasa? —preguntó uno.
—Que el Tucán se quiere llevar la mina —dijo el Rinoceronte.
El Pescado se vino al humo. Puso su jeta frente a la mía y me puteó. Era una cara rara, tenía párpados sin pestañas, como si alguien hubiera hecho dos tajos en una piel de pato húmeda.
—Anda volando por ahí una piña que se te va a sentar en seguida —le dije retorciéndole un cachete.
Yo no quería pelear; para mejor en ese momento eran tres contra uno, pero qué remedio quedaba sino hacerme el macho. En una de esas se iban al mazo.
Pescado hizo el amague de golpearme. Rinoceronte lo detuvo.
—Pará, pará —le dijo—. No armemos bolonqui ahora. Estamos en bolas y falta poco para que el jefe empiece la ronda.
—Y entonces, vas a dejar que se vaya con la mina —gritó Pescado.
Rinoceronte le dio vuelta el marulo de un soplamoco.
—No me levantés la voz —y volviéndose a mí, dijo—: Yo lo entiendo. El jovato se reblandeció y quiere salvar a la princesa.
Me acarició los pocos pelos grises que tengo en la azotea.
—¿Querés salvarla? Después del laburo, en cuanto suene la campana, roña de viejos. Si ganás, te la llevás de vuelta al loquero. Si perdés, la pinchamos todos.
Agarré a la chica del brazo.
—Voy a taparla con algo.
La mano de Rinoceronte se me apoyó en el hombro.
—Si perdés —repitió— la pinchamos todos. Y vos también. ¿Estamos?
Miré aquella nariz chata y bestial, con los poros eternamente negros de grasa y los dos ojos brillantes, chiquitos como bolillas de rulemanes que me seguían desde el fondo de su enorme cabeza. Asentí y llevé a la muchacha hasta el rincón del depósito por donde pasan los caños de la caldera.


La Tortuga me alcanzó un mate.
—¿Pensás que vas a ganar? —preguntó.
Miré a la chica. La habíamos vestido con camisas, un overol viejo y dos botas de distinto número que encontramos entre las porquerías del sótano. Yo le había pasado mis medias. Estaba sentada sobre un motor arruinado, inclinada hacia delante; había dejado de temblequear, pero seguía con esa expresión paralizada de asombro.
—Capaz que digo una barbaridad —tartamudeó Tortuga—, pero yo me imagino que ésa es la expresión que deben tener las santas o la propia virgen.
—No sabe ni dónde está.
—Mejor para ella. La Cabra es jodido, como no baja de la Siberia vive con bronca. Además aguanta bien el trago.
La Cabra, mi rival, era un coso flaco y duro y había pasado las cincuenta peleas en roñas de viejos. Tendría más o menos mi edad, pero yo no había peleado nunca. Laburaba en la Siberia, un sector grande y vacío del galpón, donde se hace la parte eléctrica de los motores. Las puertas de los dos costados están siempre abiertas. Los que han trabajado allá dicen que lo peor es oír todo el día el ruido del viento. A la Siberia los trompas lo mandan a uno cuando quieren aislarlo de los demás. Por picapleitos o porque jode mucho con el sindicato.


Todavía siento el olor del cuartito, repleto de tipos que me miraban, con las paredes sucias de grasa y hollín. Uno podía ponerse a escarbar con el dedo y no paraba más de sacar mugre. No tenía fondo. La salamandra bramaba llena de estopa embebida en gasoil. Las llamas salían por la puertita como lenguas y lamían el techo.
El humo y el eco de los gritos apostando se enroscaban alrededor de la única bombita que colgaba en el medio.
Miré a la Cabra enfrente de mí. Recuerdo que pensé por qué no estaré jugando a la baraja, rateándome como de costumbre de m turno de guardia, con un mate bizcochitos.
Nos alcanzaron las botellas de tinto y empezamos a chupar. Mientras inclinaba la mía y escuchaba el ruido que hacíamos al tragar, iba reconociendo sin querer a los presentes. El Pescado fue el primero que vi, con su máscara de piel de pato; la Rata, a su lado, sonreía y hacía movimientos rápidos y bruscos buscando más apostadores; el Carancho, mirando a todos de perfil. La Espiroqueta, con su cara de guacho, dañino como él solo. Rinoceronte, siempre serio, como si no se hubiera enterado de que en el mundo en algún momento se había inventado la risa, clavándome los ojitos metálicos que se perdían en su cabezota.
Antes de acabar el litro yo estaba bastante mareado. Me fijé en la Cabra: como si tal cosa.
Entre las sombras distinguí otros conocidos que chiflaban y puteaban. La Jirafa, encorvado, con el pucho colgando, apenas apretado en los labios; Piraña, la Grulla, el Chelco, siempre roñoso; creo que estaban casi todos los compañeros. Yo me sentía tan aturdido por el griterío y el alcohol que ya no sé si me alentaban o insultaban para que perdiera.
A la mina la habían sentado en un banquito y allí permanecía quietita, obediente, sin enterarse del despelote que había alrededor. Me pregunté si valía la pena hacerme humillar por ella, total tanto le daba estar cagada de frío bajo la ducha, bajo el puente La Noria, o tirada en el arenero con treinta tipos que se la fifaran uno tras otro. Pero qué se va a hacer, ya estaba en el baile, había que bailar.
Nos sacamos los pantalones y los calzoncillos. En cada uno de los rincones había una lata con grasa verde. Comenzamos a untarnos con ella las piernas y las nalgas.
Cuando sonó la campana fuimos los dos al centro del cuarto. Llovía sobre nosotros toda clase de basura. La pelea era a tres rounds, ganaba el primero que se la apoyaba al otro por un mínimo de diez segundos.
Girábamos sin cesar. Pegué un par e manotazos a las piernas de la Cabra, pero no pude agarrarlo. En un descuido, me barrió con el empeine y caí sentado. Las risotadas de mis compañeros me quemaron la cara como llamaradas y me puse de pie en seguida, pero resbalé con la grasa que yo mismo había dejado en el piso y volví a caer, esta vez panza abajo. La Cabra no perdió un instante y se me subió encima. Corcoveé a lo loco y me deshice de él; salió patinando hasta que chocó contra el Rinoceronte. Está bien que yo tenía un lindo pedo, pero me pareció que había algo raro en los movimientos de la Cabra: yo lo había visto en varias roñas y cuando se agarraba atrás, no había quien se lo sacara de encima.
Tocaron la campana y volvimos a los rincones. Me miré las rodillas, en alguna de las caídas me había hecho dos tremendas peladuras contra el piso de durmientes y sangraba que daba gusto. Tomamos otro litro de vino.
Cuando salí al segundo round, no la veía ni cuadrada. Las carcajadas, los gritos, los puchos que volaban sobre nosotros, todos esos cosos agitando los brazos se habían convertido en algo sólido, como una piedra dentro de mi cabeza.
Me fui contra el Pescado, entre varios me empujaron de nuevo al ring. La Cabra me hacía gestos para que lo atacara. Me le tiré encima y lo abracé con fuerza. Él me apretó el zapallo con sus manos. Escuché que me decía:
—Tranquilo. Ahora me voy a resbalar y vos me montás. ¿Capito?
Entonces, ante la sorpresa de todos, la Cabra se dejó caer. Torpemente me trepé y busqué sus nalgas.

Miré a la mina que esperaba sentada en su banquito y pensé que era una santa, como había dicho la Tortuga. Lo pensé durante cada uno de aquellos reputos diez segundos.

El chal - Cynthia Ozick

Stella, frío, frío, el frío del infierno. Cómo avanzaban juntas por el camino. Rosa con Magda acurrucada entre los pechos adoloridos, Magda envuelta en el chal. A veces Stella cargaba a Magda. Pero estaba celosa de Magda. Una muchacha delgada de catorce años, demasiado pequeña, con sus propios pechos delgados; Stella quería estar envuelta en el chal, escondida, dormida, arrullada por la marcha, ser un bebé, un pequeño de brazos. Magda tomaba el pezón de Rosa y Rosa nunca dejaba de caminar, una cuna andante. No había leche suficiente; a veces Magda chupaba aire; entonces gritaba. Stella rabiaba de hambre. Sus rodillas eran tumores sobre varas, sus codos, huesos de pollo.
Rosa no sentía hambre. Se sentía ligera, no como alguien que caminaba sino como desmayada, en trance, como suspendida en una convulsión, alguien que ya es un ángel etéreo, alerta y viéndolo todo, pero desde el aire, no ahí, no tocando el camino. Como si se tambaleara en el borde de sus uñas. Vio la cara de Magda a través de un hueco en el chal. Una ardilla en el nido, segura, nadie podía alcanzarla dentro de la casita de los pliegues del chal. La cara, muy redonda, una cara como un espejo de bolsillo: pero no tenía la tez sombría de Rosa, oscura como el cólera, era totalmente otro tipo de cara, ojos azules como el aire, suaves plumas de cabello casi tan amarillo como la estrella cosida en el abrigo de Rosa. Se podría pensar que era uno de sus bebés.
Rosa, flotando, soñaba con regalar a Magda en uno de los pueblos. Podría dejar la fila por un minuto y arrojar a Magda en manos de cualquier mujer al lado del camino. Pero si se salía de la fila podían disparar. Y aun si abandonaba la fila medio segundo y le arrojaba el chal-fardo a una extraña, ¿lo tomaría esa mujer? Podría sorprenderse, o asustarse; podría tirar el chal y Magda se caería, se golpearía la cabeza y moriría. La cabecita redondita. Tan buena niña; había dejado de gritar y ahora chupaba nada más el sabor del pezón reseco. El agarre preciso de las encías pequeñitas. Una pizca de la puntita de un diente brotando en la encía inferior, tan brillante, una lápida delicada de mármol blanco ahí, brillando. Sin quejarse abandonó las tetillas de Rosa, primero la izquierda, luego la derecha; las dos estaban ajadas, sin siquiera el olor a leche. El ducto-grieta extinto, un volcán apagado, ojo ciego y foso helado, de modo que Magda agarró la esquinita del chal y lo ordeñó en su lugar. Chupaba y chupaba, inundando los hilos de humedad. El rico sabor del chal, leche de lino.
Era un chal mágico; podía alimentar a un bebé tres días y tres noches. Magda no se murió, permaneció viva, aunque muy quieta. Un olor peculiar, a canela y almendras, salía de su boca. Mantenía los ojos abiertos en todo momento, olvidándose de cómo parpadear o de cómo echar la siesta, y Rosa y a veces Stella estudiaban su azul intensidad. En el camino, alzaban el peso de una pierna tras otra y observaban la cara de Magda. "Aria", decía Stella en una voz que se había adelgazado como una cuerda; y Rosa pensaba en cómo Stella miraba a Magda como una joven caníbal. Y la vez que Stella dijo "Aria", le sonó a Rosa como si Stella en realidad hubiese dicho "Devorémosla".
Pero Magda vivió lo suficiente para caminar. Logró vivir todo ese tiempo, pero no caminaba muy bien, en parte porque sólo tenía quince meses de edad y en parte porque los huesos de sus piernas no lograban sostener su gorda pancita. Estaba gorda de aire, llena y redonda. Rosa le daba casi toda su comida a Magda, Stella no daba nada; Stella era voraz, una muchacha en desarrollo pero sin crecer mucho. Stella no menstruaba. Rosa no menstruaba. Rosa rabiaba de hambre, y al mismo tiempo no; aprendió de Magda a beber el sabor de un dedo en la boca. Estaban en un sitio sin piedad, toda compasión había sido aniquilada en Rosa. Veía los huesos de Stella sin piedad. Estaba segura de que Stella estaba esperando a que Magda muriera para poderle echar diente a los muslitos.
Rosa sabía que Magda iba a morir muy pronto; ya debía haber muerto, pero había estado enterrada en las profundidades del chal mágico, confundiéndose con el promontorio tembloroso de los pechos de Rosa; Rosa se asía al chal como si sólo la cubriera a ella. Nadie se lo quitaba. Magda estaba muda. Nunca lloraba. Rosa la ocultaba en las barracas, debajo del chal, pero sabía que un día alguien la delataría; o algún día alguien, que ni siquiera sería Stella, se robaría a Magda para comérsela. Cuando Magda empezó a caminar, Rosa sabía que la niña se iba a morir muy pronto, algo iba a pasar. Tenía miedo de quedarse dormida; se dormía con el peso de su pierna sobre el cuerpo de Magda; tenía miedo de asfixiar a Magda bajo su muslo. El peso de Rosa se iba haciendo cada vez menos; Rosa y Stella lentamente se iban transformando en aire.
Magda era sosegada, pero sus ojos eran horrorosamente vivos, como tigres azules. Observaba. En ocasiones reía -parecía una risa, pero, ¿cómo podría serlo? Magda nunca había visto reír a nadie. Aun así, Magda se reía de su chal cuando el viento le alzaba las esquinas, ese viento malo que llevaba trozos negros, que hacía que les lagrimearan los ojos a Rosa y a Stella. Los ojos de Magda siempre estaban nítidos, sin lágrimas. Acechaba como un tigre. Protegía su chal. Nadie podía tocarlo; sólo Rosa. Stella no tenía permiso. El chal era su propio bebé, su mascota, su hermanita pequeña. Se enredaba en él y chupaba una de sus esquinas cuando quería estar muy quietecita.
Entonces Stella se llevó el chal e hizo que Magda muriera.
Más tarde, Stella dijo: "Es que me dio frío."
Y después tuvo frío siempre, siempre. El frío se le fue al corazón: Rosa veía que el corazón de Stella era frío. Magda se lanzó con sus piernitas de lápiz que garabateaban por aquí y por allá, en busca del chal; los lápices vacilaron en la entrada de las barracas, donde comenzaba la luz. Rosa vio y la persiguió. Pero ya Magda estaba en el patio fuera de las barracas, en la luz alegre. Era la arena de pasar lista. Cada mañana Rosa tenía que ocultar a Magda debajo del chal contra un muro de las barracas y salir y pararse en la arena con Stella y cientos más, a veces durante horas, y Magda, abandonada, se estaba quieta bajo el chal chupando su esquinita. Todos los días Magda se quedaba quieta y así no moría. Rosa vio que hoy Magda se iba a morir, y simultáneamente un gozo temeroso corría por las dos palmas de Rosa, los dedos le quemaban, estaba atónita, febril: Magda, a la luz del sol, tambaleante sobre sus piernitas de lápiz, estaba berreando. Desde que se secaron los pezones de Rosa, desde el último grito de Magda en el camino, Magda había sido privada de sílaba alguna; Magda era muda. Rosa creía que algo se había descompuesto en sus cuerdas vocales, en su tráquea, en la gruta de su laringe; Magda estaba defectuosa, sin voz; quizás era sorda; algo podría faltarle a su inteligencia; Magda era muda. Hasta la risa que le salía cuando el viento ceniciento convertía el chal en un payaso, era solamente un soplido que le descubría los dientes. Aun cuando los piojos y las ladillas la enloquecían tanto que se volvía tan salvaje como las ratotas que saqueaban las barracas en las madrugadas buscando carroña, se frotaba y rascaba y pateaba y mordía y se revolcaba sin un quejido.
Pero ahora se derramaba de la boca de Magda una cuerda larga y viscosa de clamor.
"Maaa-."
Era el primer ruido que Magda había sacado de su garganta desde que se secaron los pezones de Rosa.
"¡Maaa... aaa!"
¡Otra vez! Magda trastabillaba bajo el sol peligroso de la arena, garabateando sobre las lastimosas espinillitas combas. Rosa vio. Vio que Magda sufría por la pérdida de su chal, vio que Magda se iba a morir. Una oleada de órdenes martilleó los pezones de Rosa: ¡Atrapa, toma, trae! Pero no sabía a cuál perseguir primero, a Magda o al chal. Si saltaba hacia la arena para atrapar a Magda, el berrido no cesaría, porque Magda todavía no tendría el chal; pero si regresaba corriendo a las barracas para encontrar el chal y si lo encontraba y si perseguía a Magda sosteniéndolo y sacudiéndolo, entonces haría que Magda volviera; Magda se metería el chal en la boquita y enmudecería otra vez.
Rosa entró en la oscuridad. Fue fácil descubrir el chal. Stella estaba arrebujada debajo, dormida sobre sus delgados huesos. Rosa arrancó el chal y voló -podía volar, era tan sólo de aire- hacia la arena. El calor del sol hablaba murmurando de otra vida, de mariposas en el verano.
La luz era plácida, melosa. Del otro lado de la cerca de acero, a lo lejos, había prados verdes moteados de dientes de león y de violetas de colores oscuros; más allá, aún más lejos, los lirios atigrados inocentes y altos levantaban sus bonetes naranjas. En las barracas se hablaba de "flores", de la "lluvia": excremento, gruesos mojones trenzados y la lenta cascada pestilente que descendía de los camastros superiores, el hedor mezclado con un humo flotante amargo y untuoso que engrasaba la piel de Rosa. Se detuvo un instante a la orilla de la arena. A veces la electricidad de la reja parecía canturrear; hasta Stella decía que era tan sólo una alucinación, pero Rosa oía sonidos de verdad en el alambre: voces tristes y granulosas. Mientras más lejos se hallaba de la cerca, más claramente se agolpaban las voces a su alrededor. Las voces lastimeras tañían de modo tan convincente, tan apasionado, que era imposible sospechar que fueran fantasmas. Las voces le decían que levantara el chal, en alto; las voces le decían que lo agitara, que lo batiera, que lo desplegara como una bandera. Rosa levantó, agitó, batió, desplegó. A lo lejos, muy lejos, Magda se inclinó sobre su pancita nutrida de aire, alargando los carrizos de sus brazos. Estaba en alto, elevada, montada en el hombro de alguien. Pero el hombro que llevaba a Magda no se estaba acercando a Rosa y al chal, se estaba alejando, la manchita que era Magda se adentraba más y más en la humeante distancia. Sobre el hombro brillaba un casco. La luz rozó el casco que centelleó como un cáliz. Bajo el casco un cuerpo negro como una ficha de dominó y un par de botas negras se precipitaron rumbo a la cerca electrificada. Las voces eléctricas comenzaron a parlotear salvajemente. "Maamaa, maaamaaa", murmuraron al unísono. ¡Qué lejos de Rosa estaba ahora Magda, atravesando el patio entero, después de una docena de barracas, totalmente del otro lado! No era más grande que una polilla.
De repente, Magda estaba nadando por el aire. Toda Magda viajaba por las alturas. Parecía una mariposa posándose en una hiedra plateada. Y en el momento en que la redonda cabeza con plumitas de Magda y sus piernas de lápiz y su pancita de globo y sus brazos en zigzag se estrellaron contra la cerca, el rugido de las voces de acero enloqueció, apremiando a Rosa para que corriera y corriera al punto donde Magda había caído en su vuelo contra la cerca electrificada; pero por supuesto, Rosa no las obedeció. Sólo se quedó parada, porque si corría, dispararían, y si trataba de recoger las varas del cuerpo de Magda, dispararían, y si dejaba escapar el aullido lobuno que trepaba por entre sus huesos, dispararían; así que tomó el chal de Magda y se llenó la boca con él, la rellenó y la rellenó hasta que se vio tragando el aullido lobuno y probando la profundidad de almendra y canela de la saliva de Magda; y Rosa se bebió el chal de Magda hasta que se secó.


Trad.: Martha Celis Mendoza
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM (SUA)
Título original: “The shawl”, de Cynthia Ozick, publicado en John Updike, The best american short stories of the century, Haughton Miffin, Estados Unidos, 1999.

Informe del cielo y el infierno - Silvina Ocampo

A ejemplo de las grandes casa de remate, el Cielo y el Infierno contienen en sus galerías hacinamientos de objetos que no asombrarán a nadie, porque son los que hay en las casas del mundo. Pero no es bastante claro hablar sólo de objetos: en esas galerías también hay ciudades, pueblos, jardines, montañas, valles, soles, lunas, vientos, mares, estrellas, reflejos, temperaturas, sabores, perfumes, sonidos, pues toda suerte de sensaciones y de espectáculos nos depara la eternidad.
Si el viento ruge, para ti, como un tigre y la paloma angelical tiene, al mirar, ojos de hiena, si el hombre acicalado que cruza por la calle, está vestido de andrajos lascivos; si la rosa con títulos honoríficos, que te regalan, es un trapo desteñido y menos interesante que un gorrión; si la cara de tu mujer es un leño descascarado y furioso: tus ojos y no Dios, los creó así.
Cuando mueras, los demonios y los ángeles, que son parejamente ávidos, sabiendo que estás adormecido, un poco en este mundo y un poco en cualquier otro, llegarán disfrazados a tu lecho y, acariciando tu cabeza, te darán a elegir las cosas que preferiste a lo largo de tu vida. En una suerte de muestrario, al principio, te enseñarán las cosas elementales. Si te enseñan el sol, la luna o las estrellas, los verás en una esfera de cristal pintada, y creerás que esa esfera de cristal es el mundo; si te muestran el mar o las montañas, los verás en una piedra y creerás que esa piedra es el mar y las montañas; si te muestran un caballo, será una miniatura, pero creerás que ese caballo es un verdadero caballo. Los ángeles y los demonios distraerán tu ánimo con retratos de flores, de frutas abrillantadas y de bombones; haciéndote creer que eres todavía niño, te sentarán en una silla de manos, llamada también silla de reina o sillita de oro, y de ese modo te llevarán, con las manos entrelazadas, por aquellos corredores al centro de tu vida, donde moran tus preferencias. Ten cuidado. Si eliges más cosas del Infierno que del Cielo, irás tal vez al Cielo; de lo contrario, si eliges más cosas del Cielo que del Infierno, corres el riesgo de ir al Infierno, pues tu amor a las cosas celestiales denotará mera concupiscencia.
Las leyes del Cielo y del Infierno son versátiles. Que vayas a un lugar o a otro depende de un ínfimo detalle. Conozco personas que por una llave rota o una jaula de mimbre fueron al Infierno y otras que por un papel de diario o una taza de leche, al Cielo.
de "La Furia", © Editorial Sur, 1959