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Era la tarde de mi ochenta y un
aniversario, y yo estaba en la cama con mi ganimedes, cuando anunció Alí que
había venido a verme el arzobispo.
—Está bien, Alí —dije, en trémulo
español, a través de la puerta cerrada del dormitorio principal—. Llévale al
bar. Sírvele algo de beber.
—Hay dos. Su capellán también.
—Bien, bien, Alí. Sírvele también algo a
su capellán.
Me retiré hace diez años de la profesión
de novelista. No tendrá más remedio que admitir el lector, sin embargo, si es
que conoce algo de mi obra y se toma la molestia de releer ahora esta primera
frase, que nada he perdido de mi vieja astucia para maquinar lo que se llama un
impresionante principio. Pero no hay, en realidad, ninguna maquinación en
el asunto. La realidad juega a veces en las manos del arte. Que tenía ya
ochenta y un años no podía dudarlo siquiera: a lo largo de toda la mañana
habían estado llegando telegramas de felicitación ratificándolo. Geoffrey, que
estaba poniéndose ya sus estrechos pantalones de verano, era, digamos, mi
ganimedes o amante masculino, además de mi secretario. El arzobispo era, desde
luego, un arzobispo auténtico. La hora, poco más de las cuatro de la tarde de
un día de junio maltés... el 23 para ser exactos y para ahorrar a los
verdaderamente interesados la molestia de consultar el Who's Who.
Geoffrey sudaba demasiado y estaba
engordando muy deprisa (¿por qué digo muy deprisa? Geoffrey nunca hacía
nada muy deprisa). La vida, creía yo, le resultaba demasiado fácil a aquel muchacho
de treinta y cinco años. En fin, el momento de nuestra separación no podía
demorarse mucho más, por la simple naturaleza de las cosas. Geoffrey no se
sentiría muy complacido cuando asistiera a la lectura de mi testamento. «La
vieja zorra, amigo, con lo que hice por él.» Yo también lo haría por él, pero
póstumamente, póstumamente.
Me quedé un ratito echado, desnudo,
moteada la piel de manchas, cetrino, flaco, fumando un cigarrillo que debería
haber sido poscoito, pero que no lo era. Geoffrey se puso las sandalias
resollando, arrugando la barriga en tres masas de grasa al agacharse. Luego se
puso la cazadora florida. Por último, se ocultó tras las gafas de sol, que eran
del género insolente, de esas cuyas convexidades chispean metálicos espejos
hacia el mundo. Contemplé en ellas con claridad mi cuello y rostro
octogenarios, la anciana severidad famosa de quien ha vivido la vida muy
intensamente, los tendones descarnados, lo mismo que cables, la clara anatomía
de las quijadas, el cigarrillo Fribourg and Treyer en su boquilla Dunhill
relacionándome con una época en que fumar era un acto que exigía elegancia.
Contemplé sin rencor aquella doble imagen, mientras Geoffrey decía:
—¿Qué demonios andará buscando el
arzobispo? Quizá venga a traer una bula de excomunión. Envuelta en un vistoso
papel de regalo, por supuesto.
—Llega con sesenta años de retraso —dije
yo.
Le pasé el cigarrillo a medio fumar para
que lo apagase en uno de los ceniceros de ónice y advertí que refunfuñaba hasta
por aquel pequeño servicio; salí de la cama desnudo, moteado, flaco, cetrino.
Los pantalones de verano distaban mucho de quedarme ceñidos. La camisa de
orquídeas y begonias resultaba ridícula a mi edad, pero les había quitado hacía
mucho el veneno a las risillas de Geoffrey diciendo: «Chiquillo, he de
habituarme a la perspectiva de la infloración reverencial.» Esta frase databa
de 1915. Yo la había oído en Lamb House, en Rye, pero era menos echt Henry
James que Henry James con ironía echt Meredith. Él recordaba 1909 y a
cierta dama que enviaba demasiadas flores a Meredith. «Infloración reverencial,
jo, jo, jo», había dicho jocosamente James, partiéndose de risa.
—Las felicitaciones de los fieles, pues.
No hice el menor caso del énfasis que
Geoffrey aplicó al término. Connotaba sexo y las infidelidades desvergonzadas
del propio Geoffrey; era una palabra que yo había usado con él una vez
llorando; para mí, implicaba una seriedad moral tradicional que para la
generación de Geoffrey era sólo un chiste homosexual.
—Los fieles —enfaticé a mi vez—
teóricamente no leen mis libros. Al menos aquí, en la isla sagrada de San
Pablo. Aquí yo soy inmoral, y anárquico y agnóstico y racionalista. Creo que sé
más o menos lo que quiere el arzobispo. Y lo quiere precisamente porque soy
todo eso.
—Un diablo listo y viejo, eso es lo que
eres, ¿no? —los cristales de sus gafas captaban la piedra dorada de la Triq Il-Kbira , es
decir la Calle Mayor
o calle principal, a la que daba la ventana abierta.
—Hay mucha correspondencia abandonada
abajo, en lo que tú llamas tu oficina —le dije—. Como ya estaba harto de tu
vagancia, me puse yo mismo a abrir unas cuantas cartas, aún calientes de manos
del cartero, y una de ellas llevaba un sello del Vaticano.
—Bah, bah, no jodas —dijo Geoffrey,
sonriendo, o pareciendo sonreír (no podía verle los ojos, claro); luego me
remedó, exagerando mi leve ceceo—: Harto de tu vagancia. —Luego volvió a
decir—: No jodas —esta vez malhumorado.
—Creo —dije, percibiendo irritado el seco
temblequeo senil de mi voz— que sería mejor que durmiera solo en el futuro.
Sería lo propio dada mi edad.
—¿Al fin afrontas los hechos, querido?
—¿Por qué —dije y temblequeé en el gran
espejo azul de pared, echándome hacia atrás el ralo tupé— has de procurar que
todo parezca sucio y ruin? Cariño, sosiego, amor. ¿Acaso son palabras sucias?
Amor, amor. ¿Eso es sucio?
—Cosas del corazón —dijo Geoffrey,
y pareció volver a sonreír—. Hemos de vigilar esa bomba, que está ya muy
gastada, sí. Bien, bien. A partir de ahora, camas separadas. Pero ¿quién va a
oírte si lloras de noche?
Wer, wenn ich schrie... ¿Quién había dicho o escrito esto? Por supuesto, el pobre Rilke,
claro, el ilustre y difunto Rilke. Que había llorado en mi presencia en una
mísera cervecería de Trieste, no lejos del Acuario. Recuerdo que las lágrimas
se le caían de la nariz, sobre todo, y se las limpiaba con la manga.
—Tú siempre has conseguido dormir
admirablemente, pese a mis angustias nocturnas —le dije—. Lo bastante para no
percibir siquiera el ávido tantear de mi dedo.
Y luego, balbuciendo vergonzosamente,
añadí:
—Los fieles, sí, los fieles.
Estuve a punto de llorar otra vez, tanta
carga tenía aquella palabra. Recordé al pobre Winston Churchill, quien, más o
menos a mi edad actual, lloraba por palabras como grandeza. Se llamaba a
esto inestabilidad emotiva, una enfermedad de la edad senil.
Geoffrey ya no esbozaba la sonrisa, ni
asentó la mandíbula en débil truculencia. La parte inferior de su rostro
reflejaba algo así como compasión, la superior mi roto yo gemelo. Pobre maricón
viejo, debía estar diciéndose, y, quizá más tarde, a algún amigo o adulador
en el bar del Hotel Corinthia Palace, pobre maricón viejo y senil,
decrépito, solitario, impotente. A mí me dijo, con cordial aspereza:
—A ver, querido. ¿Te has abrochado bien
la bragueta? Bien, bien.
—No se vería nada. Inflorado como estoy.
—Espléndido. Ahora la máscara de
distinguido escritor inmortal. Su Señoría el arzobispo espera.
Y abrió la pesada puerta que conducía
directamente al ventilado salón superior. A mi edad, yo podía, puedo, aguantar
cualquier dosis feroz de luz y calor, y estas dos características del sur
penetraron aullando, como un finale estereofónico de Rossini, por las
ventanas abiertas y sin contras. A la derecha, las azoteas y las multicolores
coladas de Lija, un autobús pasando, niños peleándose; a la izquierda, de
detrás del cristal y la estatuaria y la terraza superior, llegaban el bisbiseo
y el ronroneo de la bomba que irrigaba mis naranjos y limoneros. En otras
palabras, se oía allí el discurrir de la vida, y era un consuelo. Recorrimos
fresco mármol, gruesa y blanca piel de oso, mármol, piel, mármol. Allí estaba
el clavicordio de William Foster, que yo había comprado para mi antiguo amigo y
secretario Ralph, un infiel, algunas de cuyas cuerdas medias había roto una
noche Geoffrey en una pataleta beoda. En las paredes había cuadros de mis
contemporáneos ilustres... de un valor fabuloso hoy, pero adquiridos todos
ellos muy baratos, cuando, aunque todavía joven, había conseguido ya triunfar
en mi carrera. Había bibelots u objets d'art de jade, marfil,
cristal y metal. Hay que ver cómo los términos franceses, al admitir la
trivialidad, parecen liberar de ella a esos objetos. Eran los frutos palpables
del éxito. Aunque quedara por ganar la verdadera lucha, la lucha con la forma y
la expresión.
Oh, Dios mío... ¿La verdadera lucha?
Estaba pensando como escritor, no como ser humano, aunque senil. Como si
importase algo dominar el lenguaje. Como si luego, al final, quedara algo más
que lugares comunes. Fieles. Tú no has logrado ser fiel. Tú has caído, o te has
hundido en la infidelidad. Yo creo que un hombre debería ser fiel a sus
creencias. Oh, sí, venid todos vosotros, fieles. Eso aún podía evocar lacrimosa
nostalgia en Navidad. La reproducción en el consultorio de mi padre de aquel
horror anecdótico... no, ¿quién era yo para decir que era un horror? Aquel
soldado de ojos desorbitados en su puesto mientras caía Pompeya. Fiel hasta la
muerte. Las felicitaciones de los jefes, sí. El mundo del homosexual tiene un
lenguaje complejo, frágil, pero a veces angustiosamente preciso, estructurado
con los tópicos del otro mundo. En fin, cher maître, ahí tienes los
frutos tangibles de tu éxito.
Geoffrey iba a mi lado, ajustándose
burlonamente a mi paso, como si con ello quisiera subrayar su papel, querido mío,
de ayudante de camp. Hombro con hombro, paso a paso, con una pulcritud
cómica, descendimos el primer tramo de escaleras de mármol. Llegamos a un
espacioso rellano donde había un aparador jacobino en el que se guardaba
cristalería exquisita (para utilizar, querido, para empinar realmente el codo
con ella) y un tablero de ajedrez del siglo xviii
con sus piezas de obsidiana de México (sólo para enseñar, querido... a esa edad
ya no se juega), luego, giramos a la derecha para enfilar la última
catarata de mármol. Miré el dorado reloj maltés de la pared de la escalera.
Marcaba casi las tres.
—No han venido a arreglarlo —dije,
percibiendo en seguida mi petulancia—. Son ya tres días. No es que importe
mucho, desde luego...
Estábamos a tres escalones del final. Geoffrey
dio unos golpecitos al reloj, como si fuera un barómetro y luego,
malévolamente, fingió darle un puñetazo.
—País de mierda —dijo—. Desprecio y
detesto este país de mierda.
—Dale tiempo, Geoffrey.
—Podríamos haber ido a cualquier sitio.
Hay otras islas, si quieres islas.
—Ya hablaremos luego —dije—. Tenemos
visita.
—¿Por qué coño no pudimos quedarnos en
Tánger? Podríamos haber engañado a aquellos cabrones.
—¿Podríamos? Eras tú, Geoffrey, quien
tenía problemas. No yo.
—Podrías muy bien haber hecho algo. Fiel.
No utilices esa maldita palabra fiel conmigo.
—Algo hice. Te saqué de Tánger.
—¿Y por qué me trajiste a este país de
mierda? No hay más que curas y policías trabajando hombro con hombro.
—Hay dos sacerdotes precisamente
esperando para vernos. Modera el tono.
—Qué coño. Si quieres morirte aquí, allá
tú, yo no estoy dispuesto.
—La gente tiene que morirse en algún
sitio, Geoffrey. Malta me parece una opción bastante razonable.
—¿Y por qué no puedes ir a morirte a
Londres, por ejemplo?
—Los impuestos, Geoffrey. El de sucesión.
El clima.
—Dios maldiga y destruya este jodido país
de mierda.
Bajé melindrosamente los tres escalones
hasta el vestíbulo, y él me siguió, maldiciendo, pero ya sólo entre dientes. A
tres pasos de distancia, en una bandeja de plata, glorificada por un cuenco
chino lleno de flores de la estación, había una entrega reciente de
felicitaciones traídas por los motoristas de telégrafos. El bar estaba al otro
lado del vestíbulo, a la derecha, entre el desastre de una oficina donde Geoffrey
menospreciaba su trabajo de secretario y mi propio estudio, melindrosamente
limpio. En la pared, entre el bar y el estudio, el Georges Rouault: una fea
bailarina garrapateada, impacientes y gruesos trazos negros, agrias pinceladas
de acuarela. En París, en aquella época Maynard Keynes me había recomendado
ardorosamente que lo comprara. Él sabía más que nadie de mercados.
2
Su Gracia estaba muy a gusto en el bar.
Esperaba encontrarle sentado tamborileando en una de las mesas ante una
naranjada intacta, pero estaba acodado en la barra en un taburete de piel de
gamo, los pulcros piececillos en el travesaño, la pulcra manita gordezuela
sosteniendo lo que parecía un whisky solo. Hablaba sonora y afablemente con Alí
(que oficiaba de barman con chaquetilla blanca, detrás de la barra) en, ante mi
asombro, la lengua de éste. ¿Era aquello un don del Paráclito pascual? Luego
recordé que el árabe maltés y el marroquí eran dialectos hermanos. Su Gracia se
dispuso a bajar del taburete nada más verme, sonriendo y saludándome en inglés:
—Por fin le conozco, señor Toomey. Es un
privilegio y un placer. Sé que hablo por toda la comunidad, cuando le deseo,
como hago ahora, un cumpleaños muy feliz.
Un joven moreno de atuendo clerical más
simple que el de su superior, gritó desde un rincón lejano:
—Feliz cumpleaños, señor, sí. Es un honor
poder decírselo en persona.
El bar era pequeño y no había necesidad
de gritar, pero algunos malteses utilizan un tono de voz anormalmente alto,
hasta cuando cuchichean. Había estado examinando las fotos que había enmarcadas
en las paredes, en todas las cuales aparecía yo con algunos grandes: Chaplin en
Los Ángeles, Thomas Mann en Princeton, Gertrude Lawrence al final de una de mis
largas excursiones a Londres, H. G. Wells (con Odette Keun, por supuesto) en
Lou Pidou, Ernest Hemingway en el Pilar junto a Cayo Oeste. Había
también carteles enmarcados de mis éxitos escénicos: Él pagó su parte, Los
dioses en el jardín, Edipo Higgins, Rupturas y otros. Los dos clérigos
alzaron jubilosamente sus vasos en mi honor. Luego, Su Gracia posó el suyo en
la barra y avanzó hacia mí con cierta timidez, la mano derecha alzada
horizontalmente a una altura beso-en-el-anillo. Se la estreché.
—Mi capellán, el padre Azzopardi.
—Mi secretario, Geoffrey Enright.
El arzobispo era unos años más joven que
yo y patentemente vigoroso, aunque bastante gordo. Al ser gordo, no se le veían
muchas arrugas. Nos miramos con amistoso recelo, enfrentados por nuestras
profesiones pero unidos por nuestra generación. Percibí, a mi modo frívolo, que
los cuatro formábamos una razonable mano de póquer, dos parejas, descartado
Alí. Así que le dije a éste, en español:
—Tónica con ginebra. Luego puedes irte.
Su Gracia se sentó en una de las tres
mesas, vaciando primero su vaso y balanceándolo luego animadamente en la mano.
Se sentía muy cómodo allí. Después de todo, era su archidiócesis.
—En realidad —dije— quizá sea un poco
pronto para tomar alcohol. ¿Preferirían ustedes té?
—Oh, sí —exclamó el capellán, abandonando
la contemplación de mi imagen y la de Mae West a la entrada del Teatro Chino de
Grauman y volviéndose hacia mí con avidez—, té estaría muy bien.
—Alcohol —proclamó el arzobispo.
Y le dijo a Alí en maltés-marroquí que le
sirviese otra vez lo mismo. Luego, pareció decir, ya podía irse.
—Una casa magnífica —comentó—. Qué
jardines y qué huertos tan hermosos. He venido muchas veces de visita. En la
época de sir Edward Hubert Canning, cuando la difunta señora Tagliaferro. Sé
que al padre Azzopardi le gustaría mucho ver toda la casa, todo, que le
acompañe este señor, su joven amigo, el de los espejos en los ojos. Ay, los
jóvenes, señor Toomey. Estos jóvenes. La casa data, esto quizá lo sepa usted o
quizá no, data, sí, de 1798, de cuando nos invadió Bonaparte. Él fue quien
expulsó a los caballeros. Intentó restringir o reducir los poderes del clero
—Su Gracia emitió una áspera risilla—. No lo consiguió. Los malteses no lo
aceptaron. Hubo incidentes. Hubo muertes.
Tomé la tónica con ginebra que me ofrecía
Alí y la llevé a la mesa. Me senté frente al arzobispo, ya servido con un
Claymore solo, largo.
—Bueno —le dije a Geoffrey—, ya sabes.
Enséñale a su, ejem, reverencia, la casa y los jardines. Dale té.
El padre Azzopardi vació el vaso de lo
que contuviese con nerviosa premura y rompió a toser. Geoffrey empezó a darle
golpes en la espalda con excesiva energía, diciendo a cada porrazo:
—Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima
culpa.
—Geoffrey —dije con acritud—, eso no
tiene gracia.
Geoffrey sacó la lengua y se llevó entre
toses al padre Azzopardi. Su Gracia hizo un último chiste semítico para Alí,
que también se fue, entre risas.
—Un buen chico —dijo Su Gracia—. Se le ve
en la cara. Estos jóvenes —añadió, cabeceando hacia la voz de Geoffrey, que aún
podía oírse, llena de inflexiones aspiradas, perdiéndose camino del verdor y de
la luz del sol.
Luego, Su Gracia, dijo:
—Supongo que juega al bridge aquí. Es una
estancia muy bien orientada para jugar al bridge —no apartaba la vista de las
estanterías llenas de botellas—. Un pasatiempo inofensivo y civilizado.
Alzó la mano gorda en lo que parecía al
tiempo bendición al juego y gesto de pesar por no poder aceptar de ningún modo
una invitación para venir a jugar.
—Yo antes jugaba. Pero ya no. Demasiado
trabajo. Su difunta Santidad jugaba también. Y luego también tuvo demasiado
trabajo. Pero eso ya lo sabrá usted —su modesta sonrisa pretendía, supuse,
atenuar la comparación.
Así pues, tal como me anunciaban en
aquella carta del Vaticano, la visita se relacionaba con Su difunta Santidad.
—Cuando Carlo se vio tan encumbrado
—dije— ya habían quedado atrás sus tiempos de bridge. Y demasiado trabajo, como
dice usted, como decía él. Pero había sido un jugador soberbio... listo y
concienzudo. Como la señora Battle, sabe usted. Su Gracia no había oído hablar
de aquella señora.
—Oh, sí, no lo dudo. Listo y concienzudo.
Pero también humano, ¿o humanitario? Quizás ambas cosas. Pero también un santo
—me miraba con cierto respeto involuntario. Yo había dicho Carlo.
Me disponía a bromear diciendo que no
había santos en el bridge, pero me pareció vulgar e indigno, así que dije:
—Tengo ya noticia de la propuesta,
naturalmente. Supongo que aún queda mucho por hacer.
Su Gracia hizo un gesto con la mano que
no sostenía el vaso.
—Hablo, por supuesto, claro...
—¿Prolépticamente?
—Es usted un maestro de la lengua
inglesa, señor Toomey. Para mí creo que será siempre una lengua extranjera. La
lengua de los protestantes, y perdone. Que es usted un maestro es del dominio
público. Yo, claro, tengo poco tiempo para leer. Pero me han dicho muchas veces
que es usted un maestro de la lengua inglesa.
—Algo —dije— que la mayoría de los
malteses debe contentarse con oír. Los interesados, quiero decir. Se les
prohíbe comprobarlo por sí mismos.
—Bueno, uno o dos de sus libros están
permitidos. Eso lo sé. Pero tenemos que proteger a nuestro pueblo, señor
Toomey. Aunque creo que pronto se suavizará un poco esta censura. Hay una
mentalidad nueva en el extranjero. Y aquí también, sí, cómo no. Ya pueden
comprarse libremente las obras del ateo monsieur Voltaire, en francés, además.
—Deísta, no ateo —dije.
Sabía el porqué de su visita, pero decidí
recurrir a una ignorancia fingida para aprovecharme de ello.
—Arzobispo —dije—, supongo que no ha
venido por ninguna actividad, digamos, pastoral... Sabrá usted, me imagino, que
aunque yo nací en la fe me propongo morir fuera de ella.
He vivido bastante tiempo ya fuera de
ella. Debo dejar bien claro cuál es mi posición.
Y, sin embargo, la palabra se me
atragantó.
—Eso es lo que usted se propone —dijo
animosamente—. El hombre propone —añadió luego—. No, no, no, oh no. Una cosa
que he aprendido, que todos aprendimos, Su difunta Santidad derrochó, ejem,
mucha inteligencia y mucho ardor en la tarea de enseñárnoslo a todos, es que
hay muchos caminos para la salvación. Pero permítame usted que se lo exponga de
este modo, señor Toomey. Usted conoce a la Iglesia. Sea usted lo
que sea, ahora no es protestante. Ciertas doctrinas, palabras, términos...
tienen sentido para usted. Tengo razón, yo creo.
—Permítame que le sirva más whisky —dije,
cogiendo el vaso y levantándome, rígidamente, un viejo—. Permítame que le
ofrezca un puro. O un cigarrillo.
—Una actividad mortífera, la de fumar
—dijo, sin ironía—. Fumar acorta la vida. Sólo una gotita, eh.
Cogí para mí un cigarrillo de la caja de
piel florentina de la barra. Había también un inmenso cuenco de madera del
África Central lleno de cajas de cerillas, trofeo de hoteles y líneas aéreas de
todo el mundo. En cierta ocasión había jugado con la idea de un libro de viajes
estructurado según las cajas de cerillas que fueran saliendo al azar de aquel
Cuenco, muy al estilo de la autobiografía de ese cerdo de Norman Douglas,
basada en la toma al azar de tarjetas de visita. El proyecto no había cuajado
hasta el momento. Es útil, sin embargo, disponer de un cuenco lleno con tales
trofeos. Hay direcciones, números de teléfono, así como una especie de anales
de viajes palpables, muy valiosos para suplementar la memoria de un viejo.
Encendí mi cigarrillo con una cerilla de La Grande Scène , restaurante
de la terraza del Kennedy Center de Washington, 833-8870. No recordaba haber
estado allí jamás. Aspiré el humo y acorté mi vida. Luego entregué a Su Gracia
su whisky. Lo cogió sin darme las gracias, con cierta familiaridad. Cuando
volví a sentarme, dijo:
—La palabra milagro, por ejemplo. —Y me
lanzó una mirada viva y penetrante.
—Ah, es eso. Sí, bueno, recibí una carta.
Una nota, más bien. De un viejo compañero del bridge, de Monsignor
O'Shaughnessy.
—Ah, el bridge, no sabía nada.
Interesante.
—En ella mencionaba las virtudes del
enfoque personal. Comprendo su punto de vista. Algunas cosas no quedan bien
sobre el papel. Por todo eso, están preparando, al parecer, un enorme dossier
de pruebas de santidad. El testimonio que pudiera aportar un apóstata conocido
y un racionalista declarado, un agnóstico, sería mucho más valioso que el
testimonio de una vieja campesina supersticiosa vestida de negro. Eso era lo
que parecía insinuar la nota de Monsignor O'Shaughnessy.
Su Gracia se balanceó con bastante gracia
sobre el trasero, haciendo chispear los anillos.
—Conmigo —dijo— habló cuando estuve en
Roma. Es extraño, señor Toomey, tiene usted que admitirlo, insólito incluso, si
es ésa la palabra... me refiero a usted. Al hecho de que un hombre que ha
rechazado a Dios (eso es lo que dirían en los viejos tiempos, ahora somos más
cuidadosos) tuviese, sin embargo, contactos tan íntimos con... quiero decir,
usted podría escribir un libro, ¿no es verdad?
—¿Sobre Carlo? Vaya, ¿y cómo sabe Su
Gracia que no lo he hecho ya? En cualquier caso, nunca habría entrado en Malta,
no le parece... un libro de Kenneth Marchal Toomey sobre el difunto Papa.
Tendría que ser forzosamente... en fin, muy poco hagiográfico.
—Monsignor O'Shaughnessy me mencionó que
había escrito usted ya alguna cosita. La escribió usted cuando él aún vivía.
Antes de que se convirtiera en lo que se convirtió al final.
—Escribí un relato corto —dije— sobre un
sacerdote que... pero, en fin, usted mismo puede leerlo, señor arzobispo. Está
en uno de mis tres volúmenes de relatos cortos. Mi secretario puede
proporcionarle un ejemplar.
Me miró. ¿Pesar, vergüenza? Jamás debería
decir uno que no tiene tiempo para leer. Significaba, en su caso, que no tenía
tiempo para basura irreligiosa del tipo de la mía. Pero a veces hasta un
dignatario eclesiástico debería estar dispuesto a hacer los deberes.
—Monsignor O'Shaughnessy —murmuró, con un
estilo muy poco maltés— me telefoneó ayer, y me dijo que había leído en algún
sitio que hoy era su cumpleaños. Era un buen día para venir a visitarle. Salió
un artículo sobre usted, me dijo, en un periódico inglés.
—El Observer del domingo pasado.
El artículo no lo ha leído nadie en Malta, al menos oficialmente. La página
posterior incluía un largo artículo, profusamente ilustrado, sobre trajes de
baño de señora. Los censores del aeropuerto de Luca lo arrancaron. Y cortaron
también, claro, el articulito de cumpleaños sobre mí. Recibí un ejemplar no
censurado a través de la representación británica. Pasó por valija, como dicen
ellos.
—Sí, comprendo. Pero tenemos que proteger
a nuestro pueblo. Algunos de esos hombres del aeropuerto no son demasiado
civilizados con las tijeras. Pero así son las cosas, qué le vamos a hacer.
—Ya que hemos tocado el tema, he de
decirle también que en la oficina de correos de La Valetta tuvieron la
cortesía de permitirme coger, no sin ciertos problemas, amablemente, un
ejemplar de los poemas de Thomas Campion que me enviaron, un ejemplar de una
edición limitada, de cierto valor. Al final me dijeron que habían descubierto
que Thomas Campion era un gran mártir inglés y que no había problema.
—Bueno, eso está bien, ¿no?
—No, no está bien. El gran mártir inglés
fue Edmund, no Thomas. Thomas Campion escribió unas cancioncillas bastante
licenciosas. También escribió cosas decentes, por supuesto, pero hay cosas
suyas que son muy eróticas.
Cabeceó varias veces, no del todo
satisfecho. Algo quedaba confirmado por mi propia boca (probablemente mi
depravación agnóstica). No pareció avergonzarle lo más mínimo su ignorancia del
martirologio inglés.
—Bueno, en fin, eso es sin duda muy
interesante. Pero es el otro asunto lo que nos preocupa.
Tenía razón. La precisión conservadora
del confesonario frente a la tendencia a divagar del escritor.
—Y, por supuesto, desearle a usted de nuevo
un feliz cumpleaños —y brindó por mí, con una sonrisa obesa. Yo brindé también
en mi honor, distraído.
—Según Monsignor O'Shaughnessy, se dice
que usted dijo en una entrevista o en algún sitio que no había ninguna duda de
lo del milagro. Que fue usted testigo del mismo. Así que quiero ofrecerle todas
las facilidades para que pueda sentarse, escribir, hacer una pequeña...
—¿Deposición?
Tocó una concertina invisible durante dos
segundos.
—Qué dominio tiene usted de la lengua.
Canonización. Milagros. Lo habitual. Piense en su compatriota Tomás Moro, un
hombre universal. Juana de Arco.
—¿Qué quiere decir con eso de que me va a
ofrecer usted todas las facilidades? Tengo papel, pluma, un poco de
memoria. Bueno, creo que ya sé lo que quiere decir. Que no debo posponerlo. Que
hay que pincharme. La santificación es un asunto urgente.
—No, no, no. No. Debe tomarse usted todo
el tiempo que necesite.
Le sonreí, contemplando mi angulosa
severidad en el viejo y bello espejo que había sobre la barra, una verdadera
antigüedad que anunciaba el whisky Sullivan.
—Así que yo, que no creo en los santos,
he de colaborar en la fabricación de uno. Muy seductor. Extraño, para utilizar
su propio término.
—Todo consiste, en realidad, en definir
los hechos. No importa siquiera que utilice usted o no la palabra milagro. Basta
con que diga que vio algo que no podía explicarse por medios normales.
Parecía que empezaba a aburrirle ya su
misión, pero, de pronto, una chispa de interés profesional animó sus ojos
castaños y burlones.
—Y sin embargo, no hay duda de que milagro
es la única palabra posible para designar lo que se ve claramente que
sucede pero no puede explicarse, salvo, salvo...
—... Por la intervención de una fuerza
que está al margen del sentido común o de la ciencia.
—Sí, sí, ¿admite usted eso?
—En absoluto. El mundo fue en tiempos
todo él un milagro. Luego, todo empezó a explicarse. Y con el tiempo, todo se
explicará. Es sólo cuestión de esperar.
—Salvo eso. Fue en un hospital, ¿no? ¿Y
los médicos habían desahuciado ya a aquel individuo? ¿No?
—Sucedió hace mucho tiempo —dije—. Y no
sé si usted, si Su Gracia lo entenderá, pero los escritores suelen tener
dificultades para definir lo que pasó realmente y lo que imaginaron que pasó.
Ése es el motivo de que, en este triste oficio, nunca podamos ser realmente
devotos o piadosos. Nos ganamos la vida mintiendo. Esto, como puede usted
suponer, no nos hace buenos creyentes... nos hace crédulos, en realidad. Y eso
nada tiene que ver con la fe.
No seguí; percibí que se me empezaba a
quebrar la voz con aquella palabra.
—Aaaah —suspiró él—. Pero habrá otros
testigos aparte de usted. Individuos que no se ganen la vida mintiendo.
Lo que pretendía ser mero eco de mis
propias palabras adquiría en su voz un tono de pecado frívolo.
—Si puede usted conseguir testigos
—continuó—, mucho mejor. Hay hombres duros, sabe, que deben fingir que no
quieren la canonización. Se les llama los abogados del diablo.
Esto parecía también algo terrible.
—¿Testigos? —dije—. Dios santo, fue hace
tanto tiempo. Creo honradamente que sería mucho mejor que recurriese usted a
alguna campesina vieja de esas que visten de negro.
—No hay prisa —dijo él.
Vació su vaso, se levantó.
Me levanté también.
—No puede obligársele, claro. Debe
usted considerarlo; considerarlo por lo menos. Eso es todo.
Luego, señaló con el anillo arzobispal la
galería de fotos en que aparecía yo con los grandes.
—Veo —dijo— que él no está ahí.
Así que le había echado un vistazo, había
hecho una parte de los deberes. De un modo chapucero, como cuando se hacen a
toda prisa en el colegio mismo, justo antes de que entre en clase el profesor.
Había estado buscando una foto en que apareciesen juntos Voltaire y Cristo,
sonriendo, rodeados de artistas y actrices ateos.
—Eso —dije, con melindrosa precisión— es
una galería de retratos secular. Aunque puede ver usted allí a Aldous
Huxley.
Y señalé la foto en la que aparecíamos yo
ceñudo y el mescalínico santo ojipirado muy sonriente.
—Sí, sí, ya.
Parecía no haberme oído. Contemplaba por
el ventanal la escena del jardín: el padre Azzopardi y Geoffrey tomaban té en
una mesita bajo un parasol blanco, Geoffrey hablaba y gesticulaba muy animado,
el padre Azzopardi cabeceaba, tragándoselo todo.
—Estos jóvenes —dijo Su Gracia. Y luego,
dándome con un dedo en las costillas con mucha familiaridad añadió—: Ya le
digo, sin prisas. Pero aun así, por favor, considérelo un asunto urgente.
Una de esas contradicciones tan propias
del pensamiento religioso, siendo como es Dios igual de grande que Walt
Whitman.
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