sábado, 23 de noviembre de 2013

PODERES TERRENALES – Anthony Burgess (caps 1 y 2)

                           1

Era la tarde de mi ochenta y un aniversario, y yo estaba en la cama con mi ganimedes, cuando anunció Alí que había venido a verme el arzobispo.
—Está bien, Alí —dije, en trémulo español, a través de la puerta cerrada del dormitorio principal—. Llévale al bar. Sírvele algo de beber.
—Hay dos. Su capellán también.
—Bien, bien, Alí. Sírvele también algo a su capellán.
Me retiré hace diez años de la profesión de novelista. No tendrá más remedio que admitir el lector, sin embargo, si es que conoce algo de mi obra y se toma la molestia de releer ahora esta primera frase, que nada he perdido de mi vieja astucia para maquinar lo que se llama un impresionante principio. Pero no hay, en realidad, ninguna maquinación en el asunto. La realidad juega a veces en las manos del arte. Que tenía ya ochenta y un años no podía dudarlo siquiera: a lo largo de toda la mañana habían estado llegando telegramas de felicitación ratificándolo. Geoffrey, que estaba poniéndose ya sus estrechos pantalones de verano, era, digamos, mi ganimedes o amante masculino, además de mi secretario. El arzobispo era, desde luego, un arzobispo auténtico. La hora, poco más de las cuatro de la tarde de un día de junio maltés... el 23 para ser exactos y para ahorrar a los verdaderamente interesados la molestia de consultar el Who's Who.
Geoffrey sudaba demasiado y estaba engordando muy deprisa (¿por qué digo muy deprisa? Geoffrey nunca hacía nada muy deprisa). La vida, creía yo, le resultaba demasiado fácil a aquel muchacho de treinta y cinco años. En fin, el momento de nuestra separación no podía demorarse mucho más, por la simple naturaleza de las cosas. Geoffrey no se sentiría muy complacido cuando asistiera a la lectura de mi testamento. «La vieja zorra, amigo, con lo que hice por él.» Yo también lo haría por él, pero póstumamente, póstumamente.
Me quedé un ratito echado, desnudo, moteada la piel de manchas, cetrino, flaco, fumando un cigarrillo que debería haber sido poscoito, pero que no lo era. Geoffrey se puso las sandalias resollando, arrugando la barriga en tres masas de grasa al agacharse. Luego se puso la cazadora florida. Por último, se ocultó tras las gafas de sol, que eran del género insolente, de esas cuyas convexidades chispean metálicos espejos hacia el mundo. Contemplé en ellas con claridad mi cuello y rostro octogenarios, la anciana severidad famosa de quien ha vivido la vida muy intensamente, los tendones descarnados, lo mismo que cables, la clara anatomía de las quijadas, el cigarrillo Fribourg and Treyer en su boquilla Dunhill relacionándome con una época en que fumar era un acto que exigía elegancia. Contemplé sin rencor aquella doble imagen, mientras Geoffrey decía:
—¿Qué demonios andará buscando el arzobispo? Quizá venga a traer una bula de excomunión. Envuelta en un vistoso papel de regalo, por supuesto.
—Llega con sesenta años de retraso —dije yo.
Le pasé el cigarrillo a medio fumar para que lo apagase en uno de los ceniceros de ónice y advertí que refunfuñaba hasta por aquel pequeño servicio; salí de la cama desnudo, moteado, flaco, cetrino. Los pantalones de verano distaban mucho de quedarme ceñidos. La camisa de orquídeas y begonias resultaba ridícula a mi edad, pero les había quitado hacía mucho el veneno a las risillas de Geoffrey diciendo: «Chiquillo, he de habituarme a la perspectiva de la infloración reverencial.» Esta frase databa de 1915. Yo la había oído en Lamb House, en Rye, pero era menos echt Henry James que Henry James con ironía echt Meredith. Él recordaba 1909 y a cierta dama que enviaba demasiadas flores a Meredith. «Infloración reverencial, jo, jo, jo», había dicho jocosamente James, partiéndose de risa.
—Las felicitaciones de los fieles, pues.
No hice el menor caso del énfasis que Geoffrey aplicó al término. Connotaba sexo y las infidelidades desvergonzadas del propio Geoffrey; era una palabra que yo había usado con él una vez llorando; para mí, implicaba una seriedad moral tradicional que para la generación de Geoffrey era sólo un chiste homosexual.
—Los fieles —enfaticé a mi vez— teóricamente no leen mis libros. Al menos aquí, en la isla sagrada de San Pablo. Aquí yo soy inmoral, y anárquico y agnóstico y racionalista. Creo que sé más o menos lo que quiere el arzobispo. Y lo quiere precisamente porque soy todo eso.
—Un diablo listo y viejo, eso es lo que eres, ¿no? —los cristales de sus gafas captaban la piedra dorada de la Triq Il-Kbira, es decir la Calle Mayor o calle principal, a la que daba la ventana abierta.
—Hay mucha correspondencia abandonada abajo, en lo que tú llamas tu oficina —le dije—. Como ya estaba harto de tu vagancia, me puse yo mismo a abrir unas cuantas cartas, aún calientes de manos del cartero, y una de ellas llevaba un sello del Vaticano.
—Bah, bah, no jodas —dijo Geoffrey, sonriendo, o pareciendo sonreír (no podía verle los ojos, claro); luego me remedó, exagerando mi leve ceceo—: Harto de tu vagancia. —Luego volvió a decir—: No jodas —esta vez malhumorado.
—Creo —dije, percibiendo irritado el seco temblequeo senil de mi voz— que sería mejor que durmiera solo en el futuro. Sería lo propio dada mi edad.
—¿Al fin afrontas los hechos, querido?
—¿Por qué —dije y temblequeé en el gran espejo azul de pared, echándome hacia atrás el ralo tupé— has de procurar que todo parezca sucio y ruin? Cariño, sosiego, amor. ¿Acaso son palabras sucias? Amor, amor. ¿Eso es sucio?
—Cosas del corazón —dijo Geoffrey, y pareció volver a sonreír—. Hemos de vigilar esa bomba, que está ya muy gastada, sí. Bien, bien. A partir de ahora, camas separadas. Pero ¿quién va a oírte si lloras de noche?
Wer, wenn ich schrie... ¿Quién había dicho o escrito esto? Por supuesto, el pobre Rilke, claro, el ilustre y difunto Rilke. Que había llorado en mi presencia en una mísera cervecería de Trieste, no lejos del Acuario. Recuerdo que las lágrimas se le caían de la nariz, sobre todo, y se las limpiaba con la manga.
—Tú siempre has conseguido dormir admirablemente, pese a mis angustias nocturnas —le dije—. Lo bastante para no percibir siquiera el ávido tantear de mi dedo.
Y luego, balbuciendo vergonzosamente, añadí:
—Los fieles, sí, los fieles.
Estuve a punto de llorar otra vez, tanta carga tenía aquella palabra. Recordé al pobre Winston Churchill, quien, más o menos a mi edad actual, lloraba por palabras como grandeza. Se llamaba a esto inestabilidad emotiva, una enfermedad de la edad senil.
Geoffrey ya no esbozaba la sonrisa, ni asentó la mandíbula en débil truculencia. La parte inferior de su rostro reflejaba algo así como compasión, la superior mi roto yo gemelo. Pobre maricón viejo, debía estar diciéndose, y, quizá más tarde, a algún amigo o adulador en el bar del Hotel Corinthia Palace, pobre maricón viejo y senil, decrépito, solitario, impotente. A mí me dijo, con cordial aspereza:
—A ver, querido. ¿Te has abrochado bien la bragueta? Bien, bien.
—No se vería nada. Inflorado como estoy.
—Espléndido. Ahora la máscara de distinguido escritor inmortal. Su Señoría el arzobispo espera.
Y abrió la pesada puerta que conducía directamente al ventilado salón superior. A mi edad, yo podía, puedo, aguantar cualquier dosis feroz de luz y calor, y estas dos características del sur penetraron aullando, como un finale estereofónico de Rossini, por las ventanas abiertas y sin contras. A la derecha, las azoteas y las multicolores coladas de Lija, un autobús pasando, niños peleándose; a la izquierda, de detrás del cristal y la estatuaria y la terraza superior, llegaban el bisbiseo y el ronroneo de la bomba que irrigaba mis naranjos y limoneros. En otras palabras, se oía allí el discurrir de la vida, y era un consuelo. Recorrimos fresco mármol, gruesa y blanca piel de oso, mármol, piel, mármol. Allí estaba el clavicordio de William Foster, que yo había comprado para mi antiguo amigo y secretario Ralph, un infiel, algunas de cuyas cuerdas medias había roto una noche Geoffrey en una pataleta beoda. En las paredes había cuadros de mis contemporáneos ilustres... de un valor fabuloso hoy, pero adquiridos todos ellos muy baratos, cuando, aunque todavía joven, había conseguido ya triunfar en mi carrera. Había bibelots u objets d'art de jade, marfil, cristal y metal. Hay que ver cómo los términos franceses, al admitir la trivialidad, parecen liberar de ella a esos objetos. Eran los frutos palpables del éxito. Aunque quedara por ganar la verdadera lucha, la lucha con la forma y la expresión.
Oh, Dios mío... ¿La verdadera lucha? Estaba pensando como escritor, no como ser humano, aunque senil. Como si importase algo dominar el lenguaje. Como si luego, al final, quedara algo más que lugares comunes. Fieles. Tú no has logrado ser fiel. Tú has caído, o te has hundido en la infidelidad. Yo creo que un hombre debería ser fiel a sus creencias. Oh, sí, venid todos vosotros, fieles. Eso aún podía evocar lacrimosa nostalgia en Navidad. La reproducción en el consultorio de mi padre de aquel horror anecdótico... no, ¿quién era yo para decir que era un horror? Aquel soldado de ojos desorbitados en su puesto mientras caía Pompeya. Fiel hasta la muerte. Las felicitaciones de los jefes, sí. El mundo del homosexual tiene un lenguaje complejo, frágil, pero a veces angustiosamente preciso, estructurado con los tópicos del otro mundo. En fin, cher maître, ahí tienes los frutos tangibles de tu éxito.
Geoffrey iba a mi lado, ajustándose burlonamente a mi paso, como si con ello quisiera subrayar su papel, querido mío, de ayudante de camp. Hombro con hombro, paso a paso, con una pulcritud cómica, descendimos el primer tramo de escaleras de mármol. Llegamos a un espacioso rellano donde había un aparador jacobino en el que se guardaba cristalería exquisita (para utilizar, querido, para empinar realmente el codo con ella) y un tablero de ajedrez del siglo xviii con sus piezas de obsidiana de México (sólo para enseñar, querido... a esa edad ya no se juega), luego, giramos a la derecha para enfilar la última catarata de mármol. Miré el dorado reloj maltés de la pared de la escalera. Marcaba casi las tres.
—No han venido a arreglarlo —dije, percibiendo en seguida mi petulancia—. Son ya tres días. No es que importe mucho, desde luego...
Estábamos a tres escalones del final. Geoffrey dio unos golpecitos al reloj, como si fuera un barómetro y luego, malévolamente, fingió darle un puñetazo.
—País de mierda —dijo—. Desprecio y detesto este país de mierda.
—Dale tiempo, Geoffrey.
—Podríamos haber ido a cualquier sitio. Hay otras islas, si quieres islas.
—Ya hablaremos luego —dije—. Tenemos visita.
—¿Por qué coño no pudimos quedarnos en Tánger? Podríamos haber engañado a aquellos cabrones.
—¿Podríamos? Eras tú, Geoffrey, quien tenía problemas. No yo.
—Podrías muy bien haber hecho algo. Fiel. No utilices esa maldita palabra fiel conmigo.
—Algo hice. Te saqué de Tánger.
—¿Y por qué me trajiste a este país de mierda? No hay más que curas y policías trabajando hombro con hombro.
—Hay dos sacerdotes precisamente esperando para vernos. Modera el tono.
—Qué coño. Si quieres morirte aquí, allá tú, yo no estoy dispuesto.
—La gente tiene que morirse en algún sitio, Geoffrey. Malta me parece una opción bastante razonable.
—¿Y por qué no puedes ir a morirte a Londres, por ejemplo?
—Los impuestos, Geoffrey. El de sucesión. El clima.
—Dios maldiga y destruya este jodido país de mierda.
Bajé melindrosamente los tres escalones hasta el vestíbulo, y él me siguió, maldiciendo, pero ya sólo entre dientes. A tres pasos de distancia, en una bandeja de plata, glorificada por un cuenco chino lleno de flores de la estación, había una entrega reciente de felicitaciones traídas por los motoristas de telégrafos. El bar estaba al otro lado del vestíbulo, a la derecha, entre el desastre de una oficina donde Geoffrey menospreciaba su trabajo de secretario y mi propio estudio, melindrosamente limpio. En la pared, entre el bar y el estudio, el Georges Rouault: una fea bailarina garrapateada, impacientes y gruesos trazos negros, agrias pinceladas de acuarela. En París, en aquella época Maynard Keynes me había recomendado ardorosamente que lo comprara. Él sabía más que nadie de mercados.

               2

Su Gracia estaba muy a gusto en el bar. Esperaba encontrarle sentado tamborileando en una de las mesas ante una naranjada intacta, pero estaba acodado en la barra en un taburete de piel de gamo, los pulcros piececillos en el travesaño, la pulcra manita gordezuela sosteniendo lo que parecía un whisky solo. Hablaba sonora y afablemente con Alí (que oficiaba de barman con chaquetilla blanca, detrás de la barra) en, ante mi asombro, la lengua de éste. ¿Era aquello un don del Paráclito pascual? Luego recordé que el árabe maltés y el marroquí eran dialectos hermanos. Su Gracia se dispuso a bajar del taburete nada más verme, sonriendo y saludándome en inglés:
—Por fin le conozco, señor Toomey. Es un privilegio y un placer. Sé que hablo por toda la comunidad, cuando le deseo, como hago ahora, un cumpleaños muy feliz.
Un joven moreno de atuendo clerical más simple que el de su superior, gritó desde un rincón lejano:
—Feliz cumpleaños, señor, sí. Es un honor poder decírselo en persona.
El bar era pequeño y no había necesidad de gritar, pero algunos malteses utilizan un tono de voz anormalmente alto, hasta cuando cuchichean. Había estado examinando las fotos que había enmarcadas en las paredes, en todas las cuales aparecía yo con algunos grandes: Chaplin en Los Ángeles, Thomas Mann en Princeton, Gertrude Lawrence al final de una de mis largas excursiones a Londres, H. G. Wells (con Odette Keun, por supuesto) en Lou Pidou, Ernest Hemingway en el Pilar junto a Cayo Oeste. Había también carteles enmarcados de mis éxitos escénicos: Él pagó su parte, Los dioses en el jardín, Edipo Higgins, Rupturas y otros. Los dos clérigos alzaron jubilosamente sus vasos en mi honor. Luego, Su Gracia posó el suyo en la barra y avanzó hacia mí con cierta timidez, la mano derecha alzada horizontalmente a una altura beso-en-el-anillo. Se la estreché.
—Mi capellán, el padre Azzopardi.
—Mi secretario, Geoffrey Enright.
El arzobispo era unos años más joven que yo y patentemente vigoroso, aunque bastante gordo. Al ser gordo, no se le veían muchas arrugas. Nos miramos con amistoso recelo, enfrentados por nuestras profesiones pero unidos por nuestra generación. Percibí, a mi modo frívolo, que los cuatro formábamos una razonable mano de póquer, dos parejas, descartado Alí. Así que le dije a éste, en español:
—Tónica con ginebra. Luego puedes irte.
Su Gracia se sentó en una de las tres mesas, vaciando primero su vaso y balanceándolo luego animadamente en la mano. Se sentía muy cómodo allí. Después de todo, era su archidiócesis.
—En realidad —dije— quizá sea un poco pronto para tomar alcohol. ¿Preferirían ustedes té?
—Oh, sí —exclamó el capellán, abandonando la contemplación de mi imagen y la de Mae West a la entrada del Teatro Chino de Grauman y volviéndose hacia mí con avidez—, té estaría muy bien.
—Alcohol —proclamó el arzobispo.
Y le dijo a Alí en maltés-marroquí que le sirviese otra vez lo mismo. Luego, pareció decir, ya podía irse.
—Una casa magnífica —comentó—. Qué jardines y qué huertos tan hermosos. He venido muchas veces de visita. En la época de sir Edward Hubert Canning, cuando la difunta señora Tagliaferro. Sé que al padre Azzopardi le gustaría mucho ver toda la casa, todo, que le acompañe este señor, su joven amigo, el de los espejos en los ojos. Ay, los jóvenes, señor Toomey. Estos jóvenes. La casa data, esto quizá lo sepa usted o quizá no, data, sí, de 1798, de cuando nos invadió Bonaparte. Él fue quien expulsó a los caballeros. Intentó restringir o reducir los poderes del clero —Su Gracia emitió una áspera risilla—. No lo consiguió. Los malteses no lo aceptaron. Hubo incidentes. Hubo muertes.
Tomé la tónica con ginebra que me ofrecía Alí y la llevé a la mesa. Me senté frente al arzobispo, ya servido con un Claymore solo, largo.
—Bueno —le dije a Geoffrey—, ya sabes. Enséñale a su, ejem, reverencia, la casa y los jardines. Dale té.
El padre Azzopardi vació el vaso de lo que contuviese con nerviosa premura y rompió a toser. Geoffrey empezó a darle golpes en la espalda con excesiva energía, diciendo a cada porrazo:
—Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.
—Geoffrey —dije con acritud—, eso no tiene gracia.
Geoffrey sacó la lengua y se llevó entre toses al padre Azzopardi. Su Gracia hizo un último chiste semítico para Alí, que también se fue, entre risas.
—Un buen chico —dijo Su Gracia—. Se le ve en la cara. Estos jóvenes —añadió, cabeceando hacia la voz de Geoffrey, que aún podía oírse, llena de inflexiones aspiradas, perdiéndose camino del verdor y de la luz del sol.
Luego, Su Gracia, dijo:
—Supongo que juega al bridge aquí. Es una estancia muy bien orientada para jugar al bridge —no apartaba la vista de las estanterías llenas de botellas—. Un pasatiempo inofensivo y civilizado.
Alzó la mano gorda en lo que parecía al tiempo bendición al juego y gesto de pesar por no poder aceptar de ningún modo una invitación para venir a jugar.
—Yo antes jugaba. Pero ya no. Demasiado trabajo. Su difunta Santidad jugaba también. Y luego también tuvo demasiado trabajo. Pero eso ya lo sabrá usted —su modesta sonrisa pretendía, supuse, atenuar la comparación.
Así pues, tal como me anunciaban en aquella carta del Vaticano, la visita se relacionaba con Su difunta Santidad.
—Cuando Carlo se vio tan encumbrado —dije— ya habían quedado atrás sus tiempos de bridge. Y demasiado trabajo, como dice usted, como decía él. Pero había sido un jugador soberbio... listo y concienzudo. Como la señora Battle, sabe usted. Su Gracia no había oído hablar de aquella señora.
—Oh, sí, no lo dudo. Listo y concienzudo. Pero también humano, ¿o humanitario? Quizás ambas cosas. Pero también un santo —me miraba con cierto respeto involuntario. Yo había dicho Carlo.
Me disponía a bromear diciendo que no había santos en el bridge, pero me pareció vulgar e indigno, así que dije:
—Tengo ya noticia de la propuesta, naturalmente. Supongo que aún queda mucho por hacer.
Su Gracia hizo un gesto con la mano que no sostenía el vaso.
—Hablo, por supuesto, claro...
—¿Prolépticamente?
—Es usted un maestro de la lengua inglesa, señor Toomey. Para mí creo que será siempre una lengua extranjera. La lengua de los protestantes, y perdone. Que es usted un maestro es del dominio público. Yo, claro, tengo poco tiempo para leer. Pero me han dicho muchas veces que es usted un maestro de la lengua inglesa.
—Algo —dije— que la mayoría de los malteses debe contentarse con oír. Los interesados, quiero decir. Se les prohíbe comprobarlo por sí mismos.
—Bueno, uno o dos de sus libros están permitidos. Eso lo sé. Pero tenemos que proteger a nuestro pueblo, señor Toomey. Aunque creo que pronto se suavizará un poco esta censura. Hay una mentalidad nueva en el extranjero. Y aquí también, sí, cómo no. Ya pueden comprarse libremente las obras del ateo monsieur Voltaire, en francés, además.
—Deísta, no ateo —dije.
Sabía el porqué de su visita, pero decidí recurrir a una ignorancia fingida para aprovecharme de ello.
—Arzobispo —dije—, supongo que no ha venido por ninguna actividad, digamos, pastoral... Sabrá usted, me imagino, que aunque yo nací en la fe me propongo morir fuera de ella.
He vivido bastante tiempo ya fuera de ella. Debo dejar bien claro cuál es mi posición.
Y, sin embargo, la palabra se me atragantó.
—Eso es lo que usted se propone —dijo animosamente—. El hombre propone —añadió luego—. No, no, no, oh no. Una cosa que he aprendido, que todos aprendimos, Su difunta Santidad derrochó, ejem, mucha inteligencia y mucho ardor en la tarea de enseñárnoslo a todos, es que hay muchos caminos para la salvación. Pero permítame usted que se lo exponga de este modo, señor Toomey. Usted conoce a la Iglesia. Sea usted lo que sea, ahora no es protestante. Ciertas doctrinas, palabras, términos... tienen sentido para usted. Tengo razón, yo creo.
—Permítame que le sirva más whisky —dije, cogiendo el vaso y levantándome, rígidamente, un viejo—. Permítame que le ofrezca un puro. O un cigarrillo.
—Una actividad mortífera, la de fumar —dijo, sin ironía—. Fumar acorta la vida. Sólo una gotita, eh.
Cogí para mí un cigarrillo de la caja de piel florentina de la barra. Había también un inmenso cuenco de madera del África Central lleno de cajas de cerillas, trofeo de hoteles y líneas aéreas de todo el mundo. En cierta ocasión había jugado con la idea de un libro de viajes estructurado según las cajas de cerillas que fueran saliendo al azar de aquel Cuenco, muy al estilo de la autobiografía de ese cerdo de Norman Douglas, basada en la toma al azar de tarjetas de visita. El proyecto no había cuajado hasta el momento. Es útil, sin embargo, disponer de un cuenco lleno con tales trofeos. Hay direcciones, números de teléfono, así como una especie de anales de viajes palpables, muy valiosos para suplementar la memoria de un viejo. Encendí mi cigarrillo con una cerilla de La Grande Scène, restaurante de la terraza del Kennedy Center de Washington, 833-8870. No recordaba haber estado allí jamás. Aspiré el humo y acorté mi vida. Luego entregué a Su Gracia su whisky. Lo cogió sin darme las gracias, con cierta familiaridad. Cuando volví a sentarme, dijo:
—La palabra milagro, por ejemplo. —Y me lanzó una mirada viva y penetrante.
—Ah, es eso. Sí, bueno, recibí una carta. Una nota, más bien. De un viejo compañero del bridge, de Monsignor O'Shaughnessy.
—Ah, el bridge, no sabía nada. Interesante.
—En ella mencionaba las virtudes del enfoque personal. Comprendo su punto de vista. Algunas cosas no quedan bien sobre el papel. Por todo eso, están preparando, al parecer, un enorme dossier de pruebas de santidad. El testimonio que pudiera aportar un apóstata conocido y un racionalista declarado, un agnóstico, sería mucho más valioso que el testimonio de una vieja campesina supersticiosa vestida de negro. Eso era lo que parecía insinuar la nota de Monsignor O'Shaughnessy.
Su Gracia se balanceó con bastante gracia sobre el trasero, haciendo chispear los anillos.
—Conmigo —dijo— habló cuando estuve en Roma. Es extraño, señor Toomey, tiene usted que admitirlo, insólito incluso, si es ésa la palabra... me refiero a usted. Al hecho de que un hombre que ha rechazado a Dios (eso es lo que dirían en los viejos tiempos, ahora somos más cuidadosos) tuviese, sin embargo, contactos tan íntimos con... quiero decir, usted podría escribir un libro, ¿no es verdad?
—¿Sobre Carlo? Vaya, ¿y cómo sabe Su Gracia que no lo he hecho ya? En cualquier caso, nunca habría entrado en Malta, no le parece... un libro de Kenneth Marchal Toomey sobre el difunto Papa. Tendría que ser forzosamente... en fin, muy poco hagiográfico.
—Monsignor O'Shaughnessy me mencionó que había escrito usted ya alguna cosita. La escribió usted cuando él aún vivía. Antes de que se convirtiera en lo que se convirtió al final.
—Escribí un relato corto —dije— sobre un sacerdote que... pero, en fin, usted mismo puede leerlo, señor arzobispo. Está en uno de mis tres volúmenes de relatos cortos. Mi secretario puede proporcionarle un ejemplar.
Me miró. ¿Pesar, vergüenza? Jamás debería decir uno que no tiene tiempo para leer. Significaba, en su caso, que no tenía tiempo para basura irreligiosa del tipo de la mía. Pero a veces hasta un dignatario eclesiástico debería estar dispuesto a hacer los deberes.
—Monsignor O'Shaughnessy —murmuró, con un estilo muy poco maltés— me telefoneó ayer, y me dijo que había leído en algún sitio que hoy era su cumpleaños. Era un buen día para venir a visitarle. Salió un artículo sobre usted, me dijo, en un periódico inglés.
—El Observer del domingo pasado. El artículo no lo ha leído nadie en Malta, al menos oficialmente. La página posterior incluía un largo artículo, profusamente ilustrado, sobre trajes de baño de señora. Los censores del aeropuerto de Luca lo arrancaron. Y cortaron también, claro, el articulito de cumpleaños sobre mí. Recibí un ejemplar no censurado a través de la representación británica. Pasó por valija, como dicen ellos.
—Sí, comprendo. Pero tenemos que proteger a nuestro pueblo. Algunos de esos hombres del aeropuerto no son demasiado civilizados con las tijeras. Pero así son las cosas, qué le vamos a hacer.
—Ya que hemos tocado el tema, he de decirle también que en la oficina de correos de La Valetta tuvieron la cortesía de permitirme coger, no sin ciertos problemas, amablemente, un ejemplar de los poemas de Thomas Campion que me enviaron, un ejemplar de una edición limitada, de cierto valor. Al final me dijeron que habían descubierto que Thomas Campion era un gran mártir inglés y que no había problema.
—Bueno, eso está bien, ¿no?
—No, no está bien. El gran mártir inglés fue Edmund, no Thomas. Thomas Campion escribió unas cancioncillas bastante licenciosas. También escribió cosas decentes, por supuesto, pero hay cosas suyas que son muy eróticas.
Cabeceó varias veces, no del todo satisfecho. Algo quedaba confirmado por mi propia boca (probablemente mi depravación agnóstica). No pareció avergonzarle lo más mínimo su ignorancia del martirologio inglés.
—Bueno, en fin, eso es sin duda muy interesante. Pero es el otro asunto lo que nos preocupa.
Tenía razón. La precisión conservadora del confesonario frente a la tendencia a divagar del escritor.
—Y, por supuesto, desearle a usted de nuevo un feliz cumpleaños —y brindó por mí, con una sonrisa obesa. Yo brindé también en mi honor, distraído.
—Según Monsignor O'Shaughnessy, se dice que usted dijo en una entrevista o en algún sitio que no había ninguna duda de lo del milagro. Que fue usted testigo del mismo. Así que quiero ofrecerle todas las facilidades para que pueda sentarse, escribir, hacer una pequeña...
—¿Deposición?
Tocó una concertina invisible durante dos segundos.
—Qué dominio tiene usted de la lengua. Canonización. Milagros. Lo habitual. Piense en su compatriota Tomás Moro, un hombre universal. Juana de Arco.
—¿Qué quiere decir con eso de que me va a ofrecer usted todas las facilidades? Tengo papel, pluma, un poco de memoria. Bueno, creo que ya sé lo que quiere decir. Que no debo posponerlo. Que hay que pincharme. La santificación es un asunto urgente.
—No, no, no. No. Debe tomarse usted todo el tiempo que necesite.
Le sonreí, contemplando mi angulosa severidad en el viejo y bello espejo que había sobre la barra, una verdadera antigüedad que anunciaba el whisky Sullivan.
—Así que yo, que no creo en los santos, he de colaborar en la fabricación de uno. Muy seductor. Extraño, para utilizar su propio término.
—Todo consiste, en realidad, en definir los hechos. No importa siquiera que utilice usted o no la palabra milagro. Basta con que diga que vio algo que no podía explicarse por medios normales.
Parecía que empezaba a aburrirle ya su misión, pero, de pronto, una chispa de interés profesional animó sus ojos castaños y burlones.
—Y sin embargo, no hay duda de que milagro es la única palabra posible para designar lo que se ve claramente que sucede pero no puede explicarse, salvo, salvo...
—... Por la intervención de una fuerza que está al margen del sentido común o de la ciencia.
—Sí, sí, ¿admite usted eso?
—En absoluto. El mundo fue en tiempos todo él un milagro. Luego, todo empezó a explicarse. Y con el tiempo, todo se explicará. Es sólo cuestión de esperar.
—Salvo eso. Fue en un hospital, ¿no? ¿Y los médicos habían desahuciado ya a aquel individuo? ¿No?
—Sucedió hace mucho tiempo —dije—. Y no sé si usted, si Su Gracia lo entenderá, pero los escritores suelen tener dificultades para definir lo que pasó realmente y lo que imaginaron que pasó. Ése es el motivo de que, en este triste oficio, nunca podamos ser realmente devotos o piadosos. Nos ganamos la vida mintiendo. Esto, como puede usted suponer, no nos hace buenos creyentes... nos hace crédulos, en realidad. Y eso nada tiene que ver con la fe.
No seguí; percibí que se me empezaba a quebrar la voz con aquella palabra.
—Aaaah —suspiró él—. Pero habrá otros testigos aparte de usted. Individuos que no se ganen la vida mintiendo.
Lo que pretendía ser mero eco de mis propias palabras adquiría en su voz un tono de pecado frívolo.
—Si puede usted conseguir testigos —continuó—, mucho mejor. Hay hombres duros, sabe, que deben fingir que no quieren la canonización. Se les llama los abogados del diablo.
Esto parecía también algo terrible.
—¿Testigos? —dije—. Dios santo, fue hace tanto tiempo. Creo honradamente que sería mucho mejor que recurriese usted a alguna campesina vieja de esas que visten de negro.
—No hay prisa —dijo él.
Vació su vaso, se levantó.
Me levanté también.
—No puede obligársele, claro. Debe usted considerarlo; considerarlo por lo menos. Eso es todo.
Luego, señaló con el anillo arzobispal la galería de fotos en que aparecía yo con los grandes.
—Veo —dijo— que él no está ahí.
Así que le había echado un vistazo, había hecho una parte de los deberes. De un modo chapucero, como cuando se hacen a toda prisa en el colegio mismo, justo antes de que entre en clase el profesor. Había estado buscando una foto en que apareciesen juntos Voltaire y Cristo, sonriendo, rodeados de artistas y actrices ateos.
—Eso —dije, con melindrosa precisión— es una galería de retratos secular. Aunque puede ver usted allí a Aldous Huxley.
Y señalé la foto en la que aparecíamos yo ceñudo y el mescalínico santo ojipirado muy sonriente.
—Sí, sí, ya.
Parecía no haberme oído. Contemplaba por el ventanal la escena del jardín: el padre Azzopardi y Geoffrey tomaban té en una mesita bajo un parasol blanco, Geoffrey hablaba y gesticulaba muy animado, el padre Azzopardi cabeceaba, tragándoselo todo.
—Estos jóvenes —dijo Su Gracia. Y luego, dándome con un dedo en las costillas con mucha familiaridad añadió—: Ya le digo, sin prisas. Pero aun así, por favor, considérelo un asunto urgente.
Una de esas contradicciones tan propias del pensamiento religioso, siendo como es Dios igual de grande que Walt Whitman.


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