para Bernard Le Gonidec
Una columna oblicua de luz que entra, férrea, por la
ventana, y que deposita, sobre el piso de madera, un círculo
amarillo, y en su interior un millón de partículas que rotan, blancas, mientras
el humo de mí cigarrillo, subiendo desde la cama, entra en ella y se disgrega
despacio, en esta mañana de mayo, de la que puedo ver, por los vidrios, el
cielo azul: la
vigilia. Dentro de un rato me levantaré, sacaré la ropa de sobre
la cama vacía de mi hermano, me vestiré, saldré a la calle para tomar el
primer café en la galería, fumando el tercer o cuarto
cigarrillo de la mañana, parado al lado del mostrador,
mirando en dirección al pasillo, sin hablar, sin percibir el gusto del café ni
el del humo, hombre de alrededor de treinta años para los que me miran
desde afuera, confundido a veces con mi hermano —alguien vendrá seguro a saludarme
creyendo que soy él y no yo, el que sé que soy—, y a través de los ventanales de la galería, veré el
sol cayendo sobre las mesas de metal de colores en el patio casi vacío: la jornada. Contemplo ,
ya desembarazado de la perplejidad de
estar todavía vivo y despierto otra vez, el cuarto dividido en dos por la columna de luz, oblicua, y veo
los muebles, mi propia ropa, la cama
vacía de mi hermano, la luz misma, el humo: divorcio. Y en seguida, súbito, rápido, resonando más intenso
todavía que mi propio silencio y más alto de lo que mi propio silencio puede
soportar, desde lo que mi madre llama
la antecámara, violento, el teléfono. Llegando remota, la voz de Héctor me pregunta si he oído anoche las
explosiones, y uso mi voz por primera vez en el día respondiendo que cuando
sonó la primera estábamos pasando con
Tomatis exactamente por el hueco de la puerta de la sala de juego del club Progreso, y que cuando sonó la
segunda, jugaban, sobre la mesa, en el
sector cubierto de paño verde, arriba el as contra el rey y abajo la sota contra el caballo. Exactamente como en la
realidad, dice Héctor, y dice que me
pasa a buscar en media hora para ir a ver las brechas abiertas por la dinamita
en el camino de la costa.
Veo venir, parado en la vereda, el coche, en el sol, el cigarrillo entre mis labios y el humo
disgregándose un poco más arriba de mi cara, parado en el punto de la vereda
que he estado contemplando desde el balcón, después de colgar y
vestirme, en el aire soleado y sin viento
pero frío. El coche avanza entre otros, negro, despacio, y sus partes niqueladas brillan al sol. Es una partícula del
ruido monótono que produce, desde
temprano, la ciudad, una partícula del tumulto de manchas y movimiento que
empieza a funcionar desde la
mañana. Vamos derecho, despacio, deteniéndonos a cada momento entre los coches que nos siguen y que
nos preceden cruzando transversales, y cuando llegamos al correo central y a la estación de ómnibus, doblamos por la avenida
del puerto y empezamos a avanzar más
rápido, desembarazados del núcleo apretado del centro, viendo venir hacia nosotros, y después quedar atrás,
las palmeras carcomidas y como agrisadas por la proximidad del invierno. Los
vidrios laterales del coche están empañados. La luz dura del sol se quiebra en
ángulos rectos, filosos, sobre los árboles y las casas. Hombres que
andan por las veredas y otros, que trabajan
en la playa de maniobras del puerto, se bañan, como quien dice, en la luz fría. Héctor ha sacado,
inclinándose, de la guantera, una petaca de cognac, ofreciéndome un trago. Yo
he rechazado. Me ha dado, de todos modos, la petaca, forrada de cuero
duro, para que desenrosque, mientras él
maneja, la tapa de metal. Un olor de alcohol sube hasta mi nariz, más frío incluso que el aire que acabo de respirar en la
vereda y que todavía me hace picar la nariz. Detrás del perfil de Héctor, elevado
durante el acto de tomar, pasa,
detrás incluso del vidrio empañado, una pared blanca, recién pintada, interminable, detrás de la cual sé que unos
hombres han de estar en ese momento
fabricando barras de hielo. El empedrado grueso hace temblar la imagen blanca en la ventanilla borrosa. Y me
acuerdo, de golpe, tranquilo, de un sueño, como si alguien me mostrase el
interior de un cajón, abierto apenas, cerrándolo en el momento en que me
inclino, cuando estoy empezando a
adivinar lo que hay adentro. No recuerdo en qué consiste ese sueño, únicamente que lo he tenido. No ha habido,
me parece, ninguna pared blanca en él,
ningún coche, no ha aparecido tampoco Héctor en ese sueño, que no pasaba por
otra parte en la avenida del puerto, y sin embargo lo he recordado, por un momento, cuando miré, por
detrás del perfil elevado, y por detrás también de la ventanilla borrosa, la
pared blanca. Un policía, encapotado,
serio, se niega, en el puente Colgante, a dejarnos pasar. No hay, parece,
certidumbre de que el agua, subiendo incluso más arriba que las brechas, no corte el camino. Héctor saca de la
guantera un carnet de periodista y se
lo pasa al policía, cuya cara, color madera, medio oculta por la visera de la gorra y el cuello de la capota, asoma por
la ventanilla. Al
fin atravesamos el puente, empezamos
a rodar sobre el camino a cuyos costados se ve únicamente agua: agua y, de vez en cuando, en medio del campo, un
rancho semiderruido del que apenas si se divisa el techo de dos aguas y un poco de las paredes; de los espinillos, ni las
copas; todo lo demás es agua, lisa y
tranquila, a ras del terraplén. Cuando llegamos a la primera brecha paramos el
coche y bajamos. El ruido de las puertas del coche al abrirse, el sonido de las voces y el de nuestros zapatos
golpeando contra el asfalto sembrado
de escombros suenan y se esfuman. Héctor habla de ciencia ficción. Más tarde,
cuando estamos inclinados entre los escombros mirando el torrente que atraviesa —¿en qué dirección?— la
brecha, donde las dos planicies
líquidas se juntan, casi sin ruido, recuerda a Faulkner. Demasiada literatura, para un pintor, digo yo. Héctor no me
contesta. Saca la petaca de su bolsillo
y vuelve a tomar un trago de cognac, arrugando la cara correosa. Yo paseo mi
vista opaca del torrente en el fondo de la brecha a las dos extensiones lisas que el camino separa. No me dicen nada.
Los primeros días traté de
experimentar asombro, incluso miedo, piedad por los que el agua barría, algo,
pero no logré nada. No veo más que una superficie tranquila, casi plácida, que
se extiende hasta el horizonte a los dos costados del camino sembrado de
escombros, y que no me hace ninguna seña. Lo que más me estremece, dice Héctor,
es pensar que la idea que tenemos de que tiene que dejar de subir algún día y
después empezar a bajar, puede muy bien ser falsa. En el centro del camino, con las puertas abiertas, el
coche negro, cuyas partes niqueladas
brillan al sol, parece abandonado desde hace mucho tiempo. Parece, como quien dice, muerto. Y nosotros, que
éramos lo único que se movía en ese
paisaje estricto, monótono, ahora también estamos inmóviles. Aparece entonces el helicóptero. Da unas vueltas
sobre nosotros, y después se aleja en
dirección a la ciudad, hasta que se esfuma. Ha de habernos visto desde arriba,
el piloto, dos hombres vestidos con sobretodos negros, en medio del sol, sentados entre los escombros, mirando
la brecha, chiquititos, y más allá el
coche negro, con las puertas abiertas, abandonado en el centro del camino. Las dos figuras negras aplastadas
contra los escombros, al lado de la brecha, y el coche negro abandonado en el
centro del camino, con las partes niqueladas refulgiendo al sol y las puertas
abiertas. Damos la vuelta despacio,
con cautela, cosa de no venirnos al agua, y cuando quedamos apuntando en dirección contraria empezamos a marchar
hacia la ciudad. Cuando estamos dejando atrás el puente, y Héctor le hace una seña amistosa al policía
que nos ha interceptado el paso a la ida, veo otra vez el helicóptero que pasa sobre nosotros y se dirige hacia el otro
lado del puente, sobrevolando el camino en dirección a las brechas. La
estructura delicada, de metal rojo y
de vidrio, vuela bajo y me pregunto qué ha de estar viendo el piloto desde arriba, aparte de la brecha y los escombros,
la cinta azul del asfalto y las dos llanuras líquidas. Todo eso sin nosotros,
sin el coche negro, quiero decir, y entonces, cuando empezamos a recorrer la
avenida del puerto Héctor me dice que no me preocupe, que aún cuando el agua
siga subiendo —y en la radio un
informativo dice en ese momento que efectivamente, sigue subiendo, y que
incluso seguirá subiendo— puedo quedarme lo más tranquilo, porque después de todo dentro de cuatro días estaré en París. Sé que
me mira fijo descuidando el volante,
para ver qué efecto me han causado sus palabras —o por lo menos me
parece que si me mira fijo es por esa razón—, pero yo sigo mirando la pared blanca a través de la ventanilla borrosa. En
realidad, sus palabras no me han causado ningún efecto. Tengo la sensación de que hay como un cabrilleo en las puntas de todo lo
que es metal, ahora que el sol sube hacia el mediodía. No he tomado café.
Héctor propone que almorcemos juntos.
Durante la comida Héctor
dice, creo, que el viaje me hará
bien, que me sacará un poco de mí mismo. Empieza en seguida, y como de costumbre, a hablar del Gato. El Gato, dice,
creo, no quiere madurar. Fin previsible
del Gato: el manicomio. Me pregunta si lo veré antes de irme. Y mientras Héctor habla, del otro lado de la mesa,
por encima de su cabeza y de su cara
correosa, de su cabello perfectamente revuelto y limpio, el tumulto del restaurant, del cual nosotros somos también
una parte, el ruido homogéneo en el
interior del cual estamos situados, es como el acompañamiento orquestal sobre cuyo fondo la voz de Héctor se
valoriza, me parece, ligeramente.
Hay, sorda, una confusión de ruidos. Un tipo de sobretodo gris, alto, bien afeitado, abre la puerta de calle y
entra, seguido por dos mujeres. Se
acerca a nuestra mesa, sacándose los guantes de cuero negro. Tiene la mano fría cuando se la estrecho, porque Héctor me lo
presenta. Es un pintor de Buenos
Aires, o algo así; tiene el aire de haber progresado, o estar progresando,
desde el punto de vista económico. Las dos mujeres lo esperan cerca de la puerta, sacándose los abrigos. Hablan de
algo que han hecho juntos la noche
anterior, en el momento de las explosiones. Han estado, parece, en una fiesta, o algo semejante. Comentan algo que
pasó, algo cómico pareciera, porque se
ríen y Héctor, que está parado junto a su silla —lo mismo que yo, que estoy a
medio incorporar, con las rodillas medio dobladas y un vaso de vino en la mano izquierda— dice que en el
momento en que se escuchó la primera
explosión yo estaba entrando a la sala de juego del club Progreso en compañía
de Tomatis y que, según yo, cuando sonó la segunda jugaban arriba el as contra
el rey y abajo la sota contra el caballo. Y yo le dije, dice Héctor. Le dije: exactamente como en la realidad. El tipo
echa la cabeza para atrás cuando se
ríe, mostrando el cuello rasurado. Después se va. Se sienta con las mujeres en
una mesa que está detrás de la cabeza de Héctor y yo me quedo viéndolos todo el tiempo más allá de
la cara correosa, mientras Héctor sigue hablando del Gato. No solamente
madurar: al Gato le hace falta también
mostrar interés verdadero y constante por alguna actividad seria. Es demasiado variable. Mientras Héctor
habla su plato, sin embargo, va
quedando vacío. Por fin pasa un pedazo de pan para absorber la salsa rojiza, y
la loza blanca queda atravesada por unas rayas rojizas, de textura árida y de consistencia blanduzca. Ahora el alimento
debe estar acumulándose en su
estómago, que ha comenzado a trabajarlo a su manera. Dos o tres eructos discretos atestiguan ese trabajo. Después
Héctor se acomoda de un modo distinto sobre la silla y enciende, previa
preparación meticulosa, una pipa. Yo
fumo un cigarrillo. Héctor pareciera estar reflexionando sobre las cosas que
acaba de decir del Gato, como si las hubiese dicho por primera vez, y estuviese tratando de pulirlas,
redondearlas en su mente, para formularlas de nuevo de un modo más preciso.
Pero ya las ha formulado muchas veces,
con el mismo estilo inconexo, la misma retórica doblemente debilitada por la falta de convencimiento y por la repetición. Algo
del invierno inminente diseminado
afuera se ha instalado en el interior del restaurante, y yo pienso un momento, de un modo frágil, en las
brechas abiertas sobre el camino de
la costa, en el asfalto agrietado en los bordes y sembrado de escombros en las inmediaciones. Creo que Héctor no ha
estado mirándome mientras tanto. Creo
que no ha estado mirando ni siquiera el humo de la pipa que se desenreda
despacio frente a su cara, un humo azul, y que lo que parece contemplar ahora con los ojos entrecerrados
no está ni en el humo azul ni en
ningún punto del presente, ni en mi cara. Así que entrando a la sala de juego del club Progreso con Tomatis, dice,
brusco. Le digo que sí. La cara
correosa se arruga toda a causa del humo, y se ve bien que el cuero que la
compone está adelgazado y lleno de arrugas, por los años. Y más que extrañar, le respondo, después, cuando me pregunta
cómo me sentiré en el extranjero, me ocuparé en extrañarme de concebir una
ciudad en la que he nacido y vivido
cerca de treinta años que seguirá viviendo sin mí, y después digo que una ciudad es una abstracción que nos
concedemos para darle un nombre propio a una serie de lugares fragmentarios,
inconexos, opacos, y la mayor parte del tiempo imaginarios y desiertos de
nosotros. Y después, lento primero,
tímido, pulido y perfecto por la continua repetición, como el pie de un santo de mármol alisado por los besos de
interminables peregrinos, en un orden
que varía cada vez menos, el chorro de recuerdos europeos de Héctor, su permanencia en París durante tres
años, en la rué des Ciseaux primero,
en la rué Gassendi
después, sus veraneos en Italia, sus exposiciones en Londres, en
Amsterdam, en Copenhague. En una de ellas estuvo Matta, el surrealista chileno, que lo vinculó con Bretón. Había estado en
casa de Bretón varias veces, había
traducido textos surrealistas que Edgar Bayley trató de hacer publicar en una revista que justo dejó de aparecer.
Cuando salimos del restaurante, el
chorro continúa, monótono. En la calle, mientras caminamos hacia el coche, en
la vereda del Teatro Municipal, ancha y entibiada por el sol, otro conocido que nos para, extendiéndonos una mano helada: si hemos oído las explosiones y si hemos
escuchado el informativo de las doce que ha dicho que sigue creciendo y que
incluso seguirá creciendo. Respondemos
que hemos oído las explosiones; hemos oído también el informativo. Vuelta a estrechar la mano fría. En el
coche, después de arrancar, tomamos un par de tragos de cognac de la
petaca forrada de cuero, hasta que la
vaciamos y la volvemos a guardar en la guantera. Ahora Héctor
no habla más. Tiene la pipa apagada
entre los dientes, como una prolongación rígida, un poco más pulida pero casi del mismo color, de esa materia
inhumana de la que está hecha su cara. Como yo acabo de apagar el cigarrillo,
hay un olor a ceniza, disgregado, fuerte, dentro del coche. Con el motor, la calefacción
empieza a andar. Hay un contraste neto entre la luz fría del afuera y el aire
caliente y contaminado del interior del coche. Ahora estamos en la punta sur de la ciudad, en la Boca del Tigre.
Está el control caminero en el centro
de tres avenidas que se juntan y detrás del control el puente y la carretera.
A los dos costados
del puente, agua. Más acá, a nuestra izquierda, en el gran espacio
abierto frente al estadio de fútbol, carpas, un campamento, camiones del
ejército, y un desorden inacabable de objetos: camas, roperos, retratos, sillas, ollas, carros, colchones,
animales, hombres. El sol entibia ese
hormiguero desmantelado. Héctor habla del Marché Aux Puces y del Hotel Druot, mercados de objetos usados que hay
en París, lugares altamente surrealistas. Cita a Discépolo: ves llorar la
Biblia contra un calefón. Deduce que la realidad es surrealista y que él ha
renegado del surrealismo porque demasiado amor por los objetos perturba la
reflexión metafísica. Pero el genio
de los objetos, ellos, dice, lo tenían. Lo tenían. Los objetos tienden a
aglutinarse, son gregarios, dice. La decoración es a los objetos lo que el
realismo del siglo diecinueve al surrealismo. Él, Héctor, sin embargo, dice,
busca una nueva vía, una tercera posición. Por eso, cuando le hacen algún
reportaje, dice riéndose, y le preguntan a qué vanguardia artística pertenece, él responde: al justicialismo. Cuando me
deja en la puerta de mi casa, dice
que esté a las ocho en punto en el taller. Estoy pasando por el cuartito que
mamá llama la antecámara cuando suena el teléfono. La voz de Elisa pregunta si el Gato ha vuelto de Rincón. Le digo que
no ha vuelto. Me pregunta si las
explosiones han sido en Rincón y le digo que no, que han sido mucho más acá, a
dos o tres kilómetros del puente colgante, mucho antes de llegar a La Guardia,
y que justamente hemos estado viendo las brechas con Héctor, antes de comer. Elisa me pregunta si Héctor
está conmigo y le respondo que
acabamos de separarnos, que no sé dónde ha ido. Con mi marido nunca puede
saberse, dice Elisa, aunque uno lo puede imaginar lo más bien. Por las dudas, no respondo nada. Al silencio
corto, reprobatorio, mutuo, sigue la
despedida y después colgamos. Fumo alrededor de una hora echado en la cama, pensando. Mi sobretodo y mi saco
están sobre la cama vacía del Gato.
La habitación se llena de humo. Veo a través de los vidrios nítidos declinar la
luz fría. Del otro extremo de la casa llega el rumor de la televisión. Es una
mezcla opaca de voces y de música. De la calle, en cambio, el rumor homogéneo,
idéntico, aunque quizá más profundo, al de la mañana, que irá despedazándose al anochecer, familiar, sube y resuena. Lo
escucho por momentos, continuo
respecto de mi atención, sin que quede el más mínimo recuerdo del contacto.
Contra la pared, del otro lado de la cama, está la valija, lista desde ayer, al
lado del bolso azul. La he cerrado bajo la mirada impaciente de Tomatis que,
creo, jugaba con sus guantes, alzándolos
con dos dedos hasta la altura de su cara y dejándolos caer después sobre sus
rodillas. O quizás no, quizás se golpeaba con ellos las rodillas, la palma de la mano. Es más seguro que haya sido la palma de la
mano, o quizás el pecho, o incluso la
cara, porque estuvo echado bocarriba en la cama del Gato mientras yo preparaba la valija, impaciente
por salir a comer, o más exactamente
por salir, porque después, mientras comíamos, también estaba impaciente y quería salir para ir no sé bien
adonde. A otro lugar en el que no
estuviésemos, supongo, a otro lugar en el que él, quiero decir, no estuviese estando en ese momento, pensando tal vez que
había que pasar siquiera unos minutos para controlar un poco —no sé si soy
claro en lo que quiero decir—, porque
ha de resultarle penoso saber que al mismo tiempo que está en un lugar hay un montón de otros lugares en los
que no está para nada. Me levanto y
dejo el cenicero, que ha estado sobre mi pecho, en la mesa de luz. En la
habitación hay una penumbra azulada. He de haber estado echado como una hora.
Me paseo un poco en la habitación azul y después me asomo al ventanal: en la vereda de enfrente pasan
figuras borrosas frente a una
vidriera en la que hay seis televisores, idénticos, encendidos. En los seis, colocados en dos hileras de tres, una encima de la
otra, se ve la misma imagen titilante,
azul acero, la cabeza enorme de un hombre que llora, la cara oculta entre las
manos. Reconozco el teleteatro de la tarde. Después me retiro de la ventana, atravieso
el dormitorio azul y el cuartito al que mamá le dice la antecámara, cruzo el
living interfiriendo un momento el campo visual de mamá que mira la imagen del
hombre que llora. Cuando llego al cuarto de trabajo enciendo la luz. Están los dos
escritorios vacíos, uno frente a cada
ventana, de modo que cuando el Gato y yo nos sentábamos a trabajar nos dábamos la espalda. Desde la
ventana del Gato pueden verse las terrazas de baldosas color ladrillo,
patios con árboles oscuros, el edificio blanco
de la municipalidad, contra un resplandor rojizo en el cielo. La mía da a un patio interior, de mosaicos azules y amarillos y
macetas alineadas contra la
pared. Estoy parado bajo la luz que cuelga del techo, entre
las dos ventanas, frente a la biblioteca. No miro
nada en particular. Ahora me siento frente a mi escritorio y abriendo el primer cajón saco unas hojas blancas. De
sobre el escritorio alzo una birome verde y escribo: Querido Gato. Iba a pasar por Rincón para verte pero me faltó tiempo. No me
queda más que desear que el agua no te
haya llegado todavía al cuello. Todo parece indicar que ya te llegará. Espero que hayas tenido noticias de
Washington. Mamá no te va a dar mucho trabajo durante mi ausencia:
despertarla cuando termine la emisión diaria
en la tele y decirle que ya puede irse a la cama y regularle de vez en cuando el sonido y la imagen durante las horas
de transmisión. Yo estoy como siempre
bien y ya te escribiré apenas me instale en París. Esta noche me
hacen una despedida en el taller de Héctor (que me dijo que no se te pudo
avisar) así que termino aquí porque se me va a hacer tarde. Un abrazo. Pichón.
Ahora abro el cajón del escritorio del Gato para dejar la nota y veo la
fotografía: ahí estamos, en mangas de camisa, sonriendo a la cámara, a los seis
o siete años, el Gato o yo, porque ya no se sabe quién de los dos es el que
aparece, con parte de la casa de Rincón, blanca, atrás, a la izquierda, y a
la derecha, más lejos, unos sauces y el río. Hay que estar dentro para saber
quién es uno, y en esa foto, el Gato o yo, hace una veintena de años, en mangas
de camisa, riendo hacia la cámara, estamos afuera. Hay otra foto, idéntica,
no una copia, sino otra foto, o quizás una copia, en uno de los cajones de
mi escritorio. Algún pariente lejano las sacó, el mismo día, en la misma pose,
en el mismo lugar, con diferencia de minutos, y sin la previsión de mi madre,
que perdió su juventud sembrando el mundo de pistas que ayudaran
a distinguirnos, nos mandó las copias unos meses después. Cuando estoy pasando
otra vez por el living, interceptando un momento con mi cuerpo
la pantalla del televisor, mi madre me dice que, según el informativo de la
tarde, el ejército ha hecho explotar dinamita en el camino de la costa, para
darle salida al agua y disminuir la presión que viene haciendo desde hace días
contra el puente colgante, como si estuviera por llevárselo. Me pregunta
si he oído las explosiones. Ahora estoy poniéndome el saco, despacio, y
encima el sobretodo. Cierro detrás de mí la puerta de calle, calzándome los
guantes. Ya es completamente de noche. El rumor decrece. Parado frente
al mostrador del bar de la galería tomo un cognac, despacio, fumando. No
hay casi nadie. La cajera, vestida con un guardapolvo verde, hojea una revista
de historietas. Un hombre come aceitunas verdes de un plato y toma
un vermouth, sentado a una de las mesas del pasillo. Ahora que estoy yendo
en el taxi en dirección al taller de Héctor, pienso que ya no estoy en el
cuarto con los dos escritorios, en el dormitorio con las dos camas, ni
interceptando con mi cuerpo la pantalla de televisión al atravesar el living,
ni parado en el bar de la galería. Ya no estoy
tampoco en el lugar en que estaba mientras iba pensando, porque el taxi corta
la noche helada y va dejando atrás las esquinas cada vez
más oscuras. Más que el haber estado un momento parado
entre los dos escritorios, bajo la luz, o atravesando el living, interceptando
la imagen azul acero de la pantalla de televisión, me llama la atención
el hecho de que el living y el cuarto de los escritorios sigan estando
en su lugar, vacíos de mí, en este mismo momento. De este mundo, yo soy
lo menos real. Basta que me mueva un poco para borrarme. Y veo, mientras
vamos alejándonos del centro, por calles cada vez más oscuras, más desiertas, a
través del vidrio helado, los barrios inmóviles en cuyas veredas los árboles
sin hojas muestran los estragos de la primeras heladas, Constantes ya casi sin
vida, sin ningún rumor, alguna luz tardía de farmacia o de almacén
proyectada sobre la vereda, algún llamado rápido dicho de una vereda a la otra,
algún coche cruzando una transversal, se extienden, alrededor de mí, que
paso rápido, los barrios que perseveran. Héctor viene hacia mí para recibirme
cuando golpeo las manos. No hay todavía nadie. Ha citado, me dice, a todo el
mundo para las nueve. Dice que quería preparar tranquilo el asado
y conversar conmigo mientras tanto. Todas las luces del taller están encendidas y las
paredes blancas, áridas, refractan la luz y multiplican la claridad. Únicamente el altillo está a oscuras. En el
patio de atrás, mientras vigila el
fuego y la carne, y el humo arranca a sus ojos lágrimas que se atascan en los pliegues de su cara correosa, Héctor, que ha
puesto sobre una mesa cubierta con una
hoja de papel blanco una botella de vino y dos vasos, dice que si el agua sigue subiendo la carretera que
arranca de la Boca del Tigre va a
cortarse y que el ómnibus que debe llevarme a Buenos Aires no podrá pasar. Le digo que no exagere y Héctor se ríe. Está
algo borracho; lagrimea. Dice que
exagerar es un arte. En el que el Gato descuella, dice. Hace todo, dice, demasiado bien, el Gato, y está, todo lo
prueba, demasiado dotado, como para que sea capaz, aunque trate, y ya por otra
parte lo ha hecho muchas veces, de perseverar en algo. Entramos otra vez al
galpón y Héctor me muestra el cuadro
que está terminando. Es un rectángulo blanco, árido, que no difiere en nada de las paredes del taller. Es tal
vez un poco más blanco y más árido que las paredes. La blancura de las
paredes tiene, por otro lado, me parece, la
facultad de dar la idea de una cierta anchura, además de una altura. En la del
cuadro, la cualidad horizontal, tengo la impresión, como quien dice, se borra. Es una blancura exclusivamente
vertical. No sé si lo he visto o es el propio Héctor el que me lo ha dicho esta
mañana. En los cuadros de Héctor, todo
es vertical; no ascendente, ni descendente, sino vertical. Sirviendo vasos de vino, a la intemperie, cerca del
fuego, en el patio trasero, Héctor
fuma su pipa y trata de explicarme qué es lo que ha querido expresar. Alguien que golpea las manos en la entrada nos
interrumpe. Es Raquel. Nos besa
rápido, en la mejilla, y desaparece en el taller. Vuelve sin su tapado y con un vaso vacío en la mano. Después de
tomar su primer trago de vino nos
pregunta, mirando más bien a Héctor, si hemos oído anoche las explosiones. Héctor responde que él estaba con gente,
en una fiesta, y que yo, cuando sonó
la primera, estaba, en compañía de Tomatis, atravesando la puerta de la sala de
juego del club Progreso. Dice que cuando sonó la segunda jugaban en la mesa el
as contra el rey y la sota contra el caballo, dice Héctor. Yo le dije que exactamente así pasa en la realidad, dice. Por
un momento, mientras la carne crepita
sobre las brasas y el humo, oblicuo, sube en una columna densa, fumamos en
silencio, tomando vino, de a tragos cortos.
Raquel me pregunta qué siento ahora que estoy a punto de irme a París. Le digo que nada. El vestido de lana verde
de Raquel se aprieta contra su cuerpo
espeso. Estamos, como quien dice, en el borde del frío, entre la intemperie pura y el resplandor cálido de las
brasas. Héctor recomienza con el Gato. El Gato es la peste, dice Raquel,
riéndose. Nueva interrupción: Héctor
desaparece, hacia la puerta de entrada, y después nos llega, cada vez más alto,
un tumulto de voces conocidas, masculinas y femeninas. Miramos, callados, el fuego. Ahora, antes de que Héctor y
el grupo que acaba de llegar aparezcan en el patio, se oyen otros golpes en la
entrada y el sonido de las voces se multiplica. Son todas demasiado conocidas
como para que les prestemos atención. En voz baja, Raquel me pregunta si iremos
a tomar algo juntos después de la fiesta. Antes de que
yo pueda responder, Héctor reaparece
en el patio. Nos dice si queremos pasar. Los recién llegados, que son seis, contemplan, dispuestos en semicírculo frente
al caballete, el último cuadro de
Héctor, la superficie blanca. Lo admiran, cada uno de distinta manera. Ahora el semicírculo se rompe y nos
saludamos, en grupos dispersos. Hablamos
de las explosiones. El informativo de la noche, dice alguien, ha dicho que el agua sigue subiendo, y que incluso
seguirá subiendo. Alicia, vestida de
azul, desaparece en dirección al patio, porque Héctor se ha asomado por
un momento a la puerta, observándonos con seriedad, la pipa apagada en la boca, sobresaliendo de la cara
correosa. Exactamente en el momento
en que Alicia desaparece, entra Elisa por la puerta delantera, sin llamar. Saluda seria, sin frialdad. Al besarme en
la mejilla, percibo que se crispa un poco, como si hubiese estado guardando
para mí la poca hostilidad de que es
capaz o tal vez porque ha visto, por sobre mi hombro, en el momento de darme el
beso rápido, aparecer a Alicia desde el patio, seguida por los ojos como
empañados de Héctor, que contrastan con la cara reseca, correosa. En la mesa, Elisa se sienta a mi derecha,
Raquel enfrente. Como una radiación
espontánea, lisa, incluso cálida, la hostilidad de Elisa choca todo el tiempo
contra mi perfil circunspecto, que a veces gira, delicado, hacia ella, y rebota contra su cara pétrea, ancha.
Nadie que no nos conozca bien, que no
esté habituado a nuestras particularidades más secretas, e incluso a veces ni
en esas condiciones, es capaz de distinguirnos, e incluso a veces nosotros
mismos miramos las dos fotografías que están en los cajones de nuestros escritorios y dudamos, nosotros, el
Gato y yo, espejo en el que nos
contemplamos recíprocamente, idénticos, y ella, que hace por lo menos cinco años que piensa noche y día en el Gato, que
se acuesta con él dos o tres veces por semana desde hace por lo menos
dos años, no puede estar a menos de dos
metros de distancia de mí sin que empiece a irradiar en seguida repugnancia y
hostilidad. Es como si yo fuese el negativo del Gato. Y él va a quedarse: va a seguir despertándose cada mañana
frente al río, en la casa de Rincón, va a andar por los bares de la
ciudad emborrachándose hasta el amanecer, va
a atravesar la puerta de la sala de juego del club Progreso en compañía de
Tomatis, va a mirar la municipalidad blanca sentado en su escritorio, sin escribir ni leer nada, va a salir después
a la calle a encontrarse con ella, a tenderse desnudo sobre ella, desnuda, en
algún hotel, en la casa de Rincón, a la que Héctor sabe que no debe ir sin previo aviso,
idéntico a mí, saludando en la
esquina de San Martín y Mendoza a algún tipo que le ha dado las buenas tardes
confundiéndolo conmigo, va a estar parado en la esquina en el atardecer, en mangas de camisa, recién
bañado, en verano, fumando. Héctor
habla de las brechas. Las ha visto, dice, conmigo, esta mañana. Tienen varios
metros de ancho y los bordes resquebrajados parecen la boca de un volcán; todo
el asfalto está sembrado de escombros; inspeccionan la zona con helicópteros; y alrededor, hasta el
horizonte, lisa, monótona, amarillenta,
cada vez más alta, el agua. Alguien cuenta que estaba durmiendo en el momento
en que sonó la primera explosión; otro, haciendo el amor. Uno de ellos me pregunta desde dónde la escuché:
Estaba entrando con Tomatis en la sala de juego del club Progreso, digo. Ahora,
algunos atraviesan caminando el gran
galpón blanco en que aparte del caballete con el cuadro, la mesa desordenada y las sillas, hay muy poca
cosa. Estoy sentado en un diván
adosado a la pared, entre Raquel y Alicia. Veo gente que cruza, a lo lejos, el galpón, grupos que conversan, caras que se
ríen, que se me acercan, y me hablan:
de vez en cuando me sirvo vino y fumo, hablo. Las palabras se me forman entre los dientes y los labios, de modo
que salen medio mordidas, medio
húmedas. Y no estoy, todavía, sin embargo, ausente; estoy aquí. En ninguna otra parte. Aquí. Veo salir a Elisa; se
ha despedido de algunos, no de todos, pero no de mí. Ha de haber sido por no
aproximarse a Alicia. Veo su vestido
de flores azules y rojas, estampado sobre un fondo blanco, desaparecer bajo el
tapado negro y después desaparecer toda ella, de golpe, por la puerta de la calle. Ahora el gran
galpón blanco está casi desierto. Héctor,
Alicia y una pareja están parados frente al caballete, mirando el rectángulo
blanco, árido y vertical. Alguien cruza, despacio, en diagonal, el galpón vacío, y va a sentarse en una silla, detrás del
caballete. Raquel está estirada sobre
el diván, la cabeza apoyada sobre mis muslos, los ojos cerrados; la mano, que cuelga fuera del diván, sostiene
un cigarrillo que se consume solo,
humeando, entre los dedos. Las cuatro figuras, que se recortan nítidas contra
el gran fondo, hablan en voz baja y de vez en cuando sacuden la cabeza o
levantan una mano, que vuelven a bajar en seguida, señalando, sin euforia, el cuadro. Ahora no estamos más que
los cuatro en todo el taller. Los
cuatro sentados en el diván, Héctor, Alicia, Raquel y yo, mirando, sin hablar durante un momento, en la misma
dirección, la pared blanca que está
frente a nosotros, del otro lado del galpón vacío, donde termina el piso parejo de ladrillos. Ahora la luz está apagada;
veo la forma del cuerpo de aquel
echado al lado del mío, en la penumbra rojiza producida por la estufa eléctrica que trabaja cerca del diván. Las
paredes blancas, en la penumbra, emiten una ligera fosforescencia. El cuadro
blanco, a lo lejos, es, como quien dice, como una ventana desde la que se
estuviese viendo el amanecer. Palpo,
por debajo del vestido, la carne tibia, un poco blanda, de Raquel. Ahora estamos los dos desnudos, cubiertos por una
frazada. Llegan, desde el altillo,
ruidos de la madera del piso y de la cama que crujen, voces apagadas, risitas,
y después los gritos y los quejidos de Alicia. Al oírlos, Raquel pega un gritito rápido, que ahoga apretando su
boca contra mi hombro. Queda así, un
momento. Hay una boca contra mi hombro, abierta, la misma boca que unas horas antes me ha preguntado si
iríamos a tomar algo después de la fiesta. La misma boca
que me ha preguntado si he oído anoche las
explosiones está ahora contra mi hombro. La boca va bajando por mi brazo
derecho hasta la altura del codo y vuelve a pararse ahí. Todo el cuerpo ha
estado removiéndose bajo la
frazada. Ahora que la boca se para sobre el brazo, se queda quieto. Del altillo no llega nada. El
cuerpo, parado, plegado, se mueve un
poco, antes de que la boca comience a hacerlo, y deja de hacerlo ahora que la
boca sigue haciéndolo, ahora que la boca pasa del brazo al vientre y baja todavía un poco más. La boca
comienza a hacer unos ruidos que suenan en el galpón vacío. Entreveo al Gato,
durmiendo en Rincón. No es yo, él. Yo
no soy, tampoco, el que ahora sueña, tan idéntico a mí el que él sueña que únicamente que porque es el soñador
el que designa sabe que es él y no yo,
así como no seré tampoco el que esté parado en la esquina, en verano, en mangas de camisa, recién bañado,
saludando con la cabeza a alguno que
lo ha confundido conmigo. Un verano demasiado grande como para que yo pueda, como quien dice, ocuparlo todo.
Y la boca, sin el cuerpo, sin mí,
trabaja, con ritmo regular, en la penumbra rojiza, mientras mi pensamiento, confuso, se mezcla, como si pasara
del insomnio a un sueño nítido y
después, gradual, comenzara a despertar. Ahora está otra vez la luz encendida, Raquel y yo bajo la frazada, desnudos,
y Héctor y Alicia, vestidos, parados al lado de la estufa, frente al diván.
Hacemos un lugar en la punta de la
mesa, entre los restos de comida fría y nos sentamos a picar, tomando vino. La boca de Raquel recibe los pedazos
de carne fría, los mastica despacio,
muestra la lengua cuando la pasa sobre los labios estriados, habla. Héctor habla: una vez, en París, habían hecho
también un asado en un atelier que compartía con una pintora griega,
surrealista. La pintora era lesbiana. Fumaba cigarros. Tomaba kirsch y a la
madrugada salía a la calle a robar las
botellas de leche que los repartidores dejaban en la puerta de los almacenes. Ahora se dirige a mí: si es verdad la
historia que sabe contar el Gato, sobre un hermano de nuestra bisabuela que era
interno en un hospital de Buenos
Aires cuando la fiebre amarilla y que según el Gato hizo abandono de la guardia por miedo al contagio y se
apareció en la ciudad, en casa de
nuestro tatarabuelo, sin que nadie supiese qué diablos había venido a hacer a la ciudad; y que, según el Gato, dice
Héctor, había traído la fiebre con él
y murió a los cuatro días, sembrando la peste. Héctor me
pregunta si es verdad. Digo que si el
Gato lo ha dicho, ha de ser verdad. Héctor se ríe. Pichón lo apaña siempre, al Gato, dice. Son muy
diferentes, dice Alicia. El Gato es la
peste, dice Raquel. Se necesita ese hartazgo, ese abandono, ese olvido, esa muerte, para que empiece, gradual, como
un sol, levantándose, trazando una
parábola con un cénit y un nadir, con su misma periodicidad, el tiempo de las
historias que se mezclan, se confunden, se superponen, se corrigen,
perfeccionándose, falseándose, en una madrugada fría y en un galpón iluminado, de paredes blancas, calentado con
estufas eléctricas. El Gato, que una vez en la escuela de Bellas Artes, había
hecho pedazos un calco de la Venus de
Milo; la vez que el Gato y yo teníamos la misma mujer, y nos acostábamos
con ella una semana cada uno, haciéndole creer que éramos una sola persona; la versión que el Gato había
inventado, según la cual también la
mujer tenía una hermana melliza, que se turnaba con ella para recibirnos; el
tipo que el año pasado se tiró por la ventana de los tribunales, desde el despacho del juez, mi primo; la época en que
Héctor y la lesbiana hacían copias de cuadros célebres y los vendían en el Pont
des Arts; historias de Washington.
Fijas, cerradas, las barajamos como naipes durante dos horas. Pasan de boca en
boca, como consignas. Se han como quien dice pulido tanto, lo mismo que piedras, sus contornos son tan
precisos, se distinguen tan claramente
unas de otras, que es como si, en cierto momento, dejaran de ser historias,
algo que ha pasado en el tiempo y en el espacio, para convertirse en objetos,
en algas, en floraciones. Es fácil, porque ya están en el pasado. Pero lo que
está ocurriendo en el tiempo, lo que está ocurriendo ahora, el tiempo de las
historias en el interior del cual estamos, es inenarrable. Ahora estamos otra vez parados frente al rectángulo
árido, vertical. La boquilla de la
pipa de Héctor, cuya cara correosa se ha agrisado un poco, traza líneas imaginarias, verticales, frente al cuadro. Raquel
pregunta si le ha llevado mucho tiempo
pintarlo. Una punta de semanas, dice Héctor. Ahora estamos otra vez sentados en la esquina de la mesa,
tomando café. Héctor echa un terrón
de azúcar en un vaso de agua y nos dedicamos a mirarlo disolverse. La durée objetiva, dice Héctor. ¿La
cómo?, dice Alicia. La durée objetiva. La durée. Durée. Duración , dice Héctor. Para que sea objetiva, dice Héctor, hay que medirla, hay que estar. Su cuadro, dice,
es un fragmento ampliado de la durée
objetiva. En el fondo del vaso queda un sedimento arenoso, de cristalitos.
Después más nada. Queda el vaso solo, con el agua, sin ninguna durée. Vean:
ni rastro de la durée objetiva, dice Héctor. Para escuchar a Héctor, que ha explicado la significación del cuadro,
he vuelto la mirada hacia su cara
correosa, desviándola del vaso. Al volver a mirar, está primero el sedimento arenoso y después más nada: el vaso con el
agua, sin la durée. Ahora
estamos saliendo Raquel y yo a la madrugada helada, en dirección al coche de Raquel, estacionado al otro lado de la
avenida desierta. El interior del
coche está helado. Mientras calienta el motor, Raquel enciende un cigarrillo
y me lo pasa, y después enciende otro, que deja colgar de su boca. Ahora acaba de estacionar frente a mi casa. Te reirás
de mí, dice. Dirás que no avanzo, pero
es más fuerte que yo. Le beso la
mejilla. Ya querrás tener hijos, alguna vez, con alguien, digo. Me dice que ella también irá a la
estación, pasado mañana, a las doce
menos diez, para despedirme. Y ahora estoy acostado, fumando: veo por la
ventana el cielo azul, frío, y un rayo de sol, en el que bailan un millón de
partículas, atraviesa el vidrio para inscribir un círculo claro en el parquet. Mi ropa está sobre la cama intacta
del Gato. Parado junto al escritorio, veo, a través de la ventana, el bloque
blanco, vertical, lleno de perforaciones rectangulares oscuras, de la municipalidad. Ahora
estoy mirando los helechos del patio, en las macetas alineadas contra las
paredes amarillas. Hay luz, en el patio, pero ni una sola mancha solar. Estoy parado junto al mostrador del bar, en la
galería, mirando a la cajera enfundada
en su guardapolvo verde. El dueño del bar sale de la trastienda, con una taza vacía en la mano, que deja sobre la cafetera. Mi taza tiene
todavía, en el fondo, un resto frío de
café. El dueño del bar me dirige la palabra, de un modo vago, habitual en él, debido, creo, a que nunca está seguro de si habla conmigo o con el Gato. Habla de las
explosiones, dudando de los resultados: hubiesen debido esperar, dice, que el
agua alcance el punto más alto pero —mira el patio vacío, por encima de mi
cabeza— ¿quién puede asegurar cuál ha
de ser el punto más alto? ¿Qué se puede tomar como referencia? ¿El pasado? Hubo la inundación del año
cinco, la del veintisiete, la del
sesenta y dos; fueron todas de las grandes. Ninguna alcanzó la misma altura, todas diferentes. Se queda callado. Cuando
suben, despacio, durante meses,
enterrando, bajo un agua oscura, provincias enteras, estos ríos de agua
confusa ganan no únicamente nuestras tierras, nuestros animales, nuestros árboles, sino también, y tal vez de un modo
más seguro y más permanente, nuestra conversación, nuestro coraje, nuestros
recuerdos. Sepultan, inutilizan
nuestra memoria común, nuestra identidad. Y hay, aunque frío, el sol del mes de mayo cayendo sobre las mesas
vacías de metal, de todos colores,
acomodadas en el patio. Hay un silencio soleado. Hay la mancha verde, inmóvil,
de la cajera sentada sobre el taburete, una mano apoyada sobre la palanca de la registradora. El
rumor de la ciudad, intermitente, continuo, llega apagado. Ahora que me dejo
envolver por la muchedumbre, en la esquina
del banco, parado inmóvil, fumando, pienso, sin premeditación, en el bar vacío de la galería, en el patio soleado, en
la mancha verde de la cajera, la mano
apoyada en la palanca de la registradora. Han de persistir, sin mí, vacíos.
Súbito, suave, parado a cincuenta centímetros de mi cara, un tipo, en la solapa de cuyo sobretodo gris hay una
escarapela, bien afeitado, de unos
treinta años, me palmea el brazo, sonriendo, la cabeza algo inclinada hacia mí
y los ojos verdes, entrecerrados: que qué es lo que ando haciendo tan pensativo
parado en la esquina a las once de la mañana, aunque el solcito valga la pena. Su cara me es ligeramente familiar. Ha de
ser, pienso, uno de esos amigos que el
Gato hace cada vez que sale de farra con Tomatis o con Héctor, en el club Progreso o en el
Copacabana. Uno de esos tipos que creen
que el Gato puede haberse olvidado de ellos —el Gato no se olvida de nadie que
haya cruzado dos palabras con él, nunca— cuando me confunden con él en
la calle y son recibidos de un modo seco. Ahora se ha ido. Pasa gente a mi alrededor, por la vereda y por la calle, y
cuando lo tiro, mi cigarrillo choca
contra el cordón y sigue humeando sobre el asfalto. Llevándome a la boca un
pedazo de carne tibia, en el restaurant, en la misma mesa en que he comido ayer con Héctor, frente a la silla vacía
de Héctor, entre ruidos acolchonados,
me detengo, sin brusquedad, a mitad de camino, recordando la cara afeitada, los ojos verdes, el sobretodo
gris, la escarapela: acostumbrado al
error, a punto de irme, con la valija preparada al lado de la cama, el pasaje
de avión, el desgaste, advierto que no haber reconocido en la esquina del banco al pintor que Héctor me ha presentado
ayer, fugazmente, en el restaurant,
demuestra que ser tomado por el que soy no es concebible más que como duda y
error. Sacudo la cabeza, riéndome; trago el bocado. El taxi se detiene antes de llegar al puente, cuando el
policía parece querer separarse de la
garita y hacerle alguna seña. Con vehemencia, mirándome de tanto en tanto por
el retrovisor en uno de cuyos ángulos se refleja un fragmento de mi cara, el
chofer, cuya cabeza calva y oval parecía incapaz de quedarse quieta un momento,
ha venido diciéndome que las explosiones han sido una medida errónea, propia del ejército, y que esas
brechas quedarán sin cerrar durante años. Pago y bajo. Hasta no ver el coche
dar media vuelta, después de dos o
tres maniobras trabajosas, y alejarse por el bulevar, el policía no me mira. En
el sol de la siesta, una cabeza más alto que yo, las manos separadas del cuerpo, la cara oscura, bajo la visera, el
cuerpo cubierto por el sobretodo marrón que ciñe la bandolera, las piernas
abiertas, el policía, por estar fuera de mí, parece como más nítido, más
perfecto. Emplea no únicamente la
mirada, sino todo el cuerpo en ver alejarse el coche negro. Ahora sus botas lustradas chasquean roncas sobre el asfalto al
girar hacia mí. Sí, salen vaporcitos
y canoas para Rincón. Se baja en La Guardia, se toma una chata tirada por un
tractor y después, en la entrada del pueblo, de nuevo canoas. Por hábito, se cuadra, sin ostentación, o me
parece, cuando me alejo. La brisa enfría la luz en el medio del puente,
plataforma débil por encima del agua, que domina
todo y de la que sobresalen, intermitentes, árboles, postes, construcciones.
Abajo, contra el pilar central, corrientes, visibles en la superficie,
se arremolinan, rompiendo la tersura de la gran extensión líquida, mostrando
crestas que se sacuden, ásperas y espumosas, como si alrededor del pilar
hubiese, por así decir, un hoyo profundo en el que toda el agua viene a
caer. Desde el puente, antes de salir por la otra punta, veo la construcción del
Yacht Club, de tejas rojas y paredes blancas, a medio sumergir: el agua entra
y sale por las puertas, por las ventanas. Del otro lado del club hay una barranca
y un caminito angosto que bordea el agua, entre los árboles. Se ven soldados,
gente, canoas, un vaporcito. Un oficial dirige el embarque. Hay una
franja seca de unos diez metros de largo y no más de dos de ancho. Me acerco
al grupo y permanezco en silencio; casi nadie habla. Hay ya algunos subidos al
vaporcito. Otros se preparan para subir. Otros miran, como si no fuesen
a viajar. Suena, súbito, un teléfono. Veo, entonces, que el oficial, euforizado
por su trabajo y por la situación general, da un salto hacia un costado y hunde
los pies en el agua y diviso, sobre una mesita alta y estrecha, en
el agua, cerca de la orilla, el teléfono. Sigo con la vista el cable que va,
por encima de los árboles, a perderse en el interior del Yacht Club. El oficial
habla un momento por teléfono, los pies hundidos en el agua. Cuando termina,
vuelve a dirigir nuestro embarque. Ahora, buscando a ciegas, después de haber
dejado la costa, lo que hasta unos meses antes era el curso de un arroyo,
navegamos, precarios, lentos, apiñados, en el vaporcito, el ritmo de
cuyo motor se quiebra por momentos, en medio de la gran extensión acuática
de la que sobresalen matas altas de pajabrava, camalotes, y a lo lejos, de vez
en cuando, árboles y ranchos ya medio hundidos. Junto a uno de ellos
distingo, ya casi sin pintura, el metal del techo comido por el óxido, un
colectivo sumergido en el agua. Pasamos por detrás de La Guardia, toda
inundada. Desembarcamos sobre el camino de asfalto. Hay gente que espera
el vapor, parada en la
orilla. No se ve ningún tractor. Cuando el motor del
vaporcito se para, antes de atracar, y vamos aproximándonos despacio a la
orilla, el silencio es tan grande, tan vasto, que percibo, de un modo fugaz,
arduo, complejo, la creciente, el éxodo, el miedo generalizado, la miseria,
la muerte. Al
tocar tierra tropiezo y me voy hacia adelante. Alguien me
sostiene; se oyen exclamaciones y algunas risas. Muchas de esas caras oscuras,
parecidas entre sí, me son familiares. Algunos me saludan. Gran parte de los
que esperaban en la orilla suben al vaporcito. Soldados, un suboficial,
dirigen el embarque. A un costado del embarcadero, armado rápido con madera
y chapas de cinc hay, precario, un despacho de bebidas. Alguien informa que el
tractor y la chata acaban de salir para Rincón y que no estarán de vuelta antes
de una hora. Otros hablan de las explosiones, de los informativos,
del ejército. Una familia entera, que no alcanza a subir en el vaporcito
y que se queda en la orilla esperando su regreso, pide información a un
soldado sobre el campamento de la Boca del Tigre. Por el modo en que le
contesta, vago, rápido, indeciso, percibo que el soldado ni siquiera sabe que
existe ese campamento; el conjunto de una catástrofe es un privilegio de
espectadores, no de protagonistas. En el despacho de bebidas tomo ginebra,
entre dos hombres que hablan en voz baja. Compro una botella para el Gato.
Hay algo más que recupero, por un momento, en el sabor de esa ginebra
tomada en el sol tibio que ya empieza a declinar, más que mis años ya perdidos,
más que un cierto olvido y una cierta inmovilidad, un cierto reparo,
y es, mezclada al olor del agua y al olor de la pobreza, algo invisible y férreo
como una raíz, un alimento, una relación preexistente mediante la cual
mi divorcio no es la separación de dos partes distintas que coexisten,
enemigas, dentro de mí, sino el fin de un matrimonio con algo que por falta de
una palabra mejor designo como el mundo. Agujas, como quien dice, de
oro, todavía altas, rayan el cielo azul. Antes que el tractor, dejando oír sus
explosiones débiles, irregulares, llega, otra vez, cargado de gente, maniobrando
despacio para atracar, navegando por lo que antes ha sido una calle
de La Guardia, frágil, antiguo, el vaporcito. Veo, con un vaso de ginebra en
la mano, por entre el grupo que se ha apiñado en la orilla preparándose para
subir, saltar la gente a tierra. Ahora estoy parado en la chata que remolca
el tractor, trabajoso, y me aferró a los travesaños, mirando el campo a los costados
del camino. No demasiado alta, almacenada, mostrando, sin embargo,
en esa mansedumbre, que será la última en retirarse, el agua cubre los
campos, ciñe los troncos de los árboles, golpea, imperceptible, contra las
paredes, las alcantarillas, los terraplenes. El asfalto está manchado de barro,
de detritus, de escombros. En Colastiné, en un trecho relativamente
alto alrededor del cual el agua muerde tranquila, hay otro
campamento. El tractor se para; hacia la gente que baja vienen,
corriendo, niños y perros desde las carpas, y mujeres y hombres, ocupados en
hervir agua, en hachar, alzan la cabeza, interrumpiendo un
momento su trabajo, para mirar en dirección a la chata. Soldados
andan, ociosos, entre las carpas, alrededor de las cuales se acumulan, en
desorden, cachivaches, colchones, cacerolas. Después el tractor, anaranjado, vuelve a arrancar, con el
conductor, cuya espalda, cubierta por
una campera de lana, se mantiene rígida delante de mí, y un soldado que lo acompaña, parado en el pescante, la cara
enrojecida por el aire frío. No he
tenido, en meses, del agua, ninguna impresión de violencia, sino más bien, y más todavía cuando el hábito de la
creciente se instaló entre nosotros, de discreción, de placidez, de
silencio, y ha sido necesario ver a los hombres
en la Boca del Tigre, en Colastiné, en campamentos, amontonados frente a las pizarras de La Región, comentando
las explosiones, los informativos, para percibir, como en ráfagas, como quien
llega a zonas, las atraviesa y por fin
las deja atrás, estable, la
violencia. Ahora salto de la chata, en la entrada de Rincón; mis pies, flexionados, se adhieren
firmes al asfalto y me yergo para contemplar
el agua que cubre, rojiza, la calle ancha, derecha, a cuyos costados las casas abandonadas, de material o de
adobe, nítidas en el sol todavía alto, están sumergidas hasta la mitad en el
agua. El sol de las cuatro, pálido, destella débil en un cielo verdoso. Hay, a
pesar de las canoas que esperan en la
orilla, contra el terraplén, a pesar de las carpas diseminadas en el
camino, alrededor de las cuales se mueven figuras humanas, a pesar de eso y a causa del silencio, ahora que el tractor se ha
parado y que las pocas voces que
suenan se esfuman casi de inmediato, difusa, en todos nosotros, la sensación, más que de estar frente a un pueblo
abandonado, de llegar, por primera vez
y sobre todo los primeros, a un lugar virgen, sin vida animal, sumergido en un agua ciega en la que todavía no se
ha formado la vida. El
hombre de la canoa, que rema frente a
mí por el medio de la calle inundada,
en dirección al centro del pueblo, inclinándose rítmicamente hacia adelante y hacia atrás, con un cigarrillo apagado entre
los labios, girando de vez en cuando
la cabeza para mirar los patios sepultados por el agua, me pregunta, después de un momento de remar en silencio,
por encima del chapoteo regular de
los remos que es el único sonido que se disemina en el aire verdoso antes de que se oiga su voz, si he
estado en la ciudad o si he llegado
únicamente hasta La Guardia, y si he ido únicamente para comprar la botella de ginebra y volver. Le digo que vengo
de la ciudad. Ha
hecho rápido, me responde, incrédulo.
Después dice que no hubiesen debido volar el camino: que un soldado le había dicho la tarde antes que el ejército
estaba preparando las explosiones y que él no había creído hasta que las
oyó; que estaba durmiendo en la carpa y que
no únicamente había oído el ruido sino que
había sentido, las dos veces, temblar la tierra sobre la que estaba acostado. El, dice, no es del pueblo sino del norte, de
más allá del Leyes, donde prácticamente
no queda tierra seca. A San Javier, desde la ciudad, dice, se va en lancha; al pedo han parapetado el terraplén
con bolsas de arena, porque el agua se filtró igual. Ahora está callado;
avanzamos por las calles desiertas, y los remos, al golpear, levantan una
marejada débil que va abriéndose a
los costados, cada vez más, y choca sobre las veredas, contra el frente de las casas; donde no hay construcciones, la
marejada leve atraviesa los tejidos de alambre y va a perderse, silenciosa, en
el fondo de los patios, entre los
troncos de los árboles. Al doblar por una calle lateral veo, de paso, por la puerta, abierta de par en par, de una casa, el
agua que corre entre las patas de los muebles y, sobre la pared, a un costado
de otra puerta abierta que da a una
habitación interior, un espejo, y sobre él, en la pared celeste, un gran
retrato oval. Y después de doblar dos o tres veces, en completo silencio,
en el cancel del crepúsculo, hacia las afueras del pueblo, adormecido más por el agua y por el atardecer que por el ritmo de
los remos, sin ansiedad, sin euforia,
diviso, por sobre la cabeza del hombre que se inclina hacia adelante, se yergue un momento y se inclina después
hacia atrás, creciendo, aproximándose,
único punto seco del pueblo a pesar de estar construida a la orilla del arroyo, sobre la barranca, nítida,
compacta, con las ventanas abiertas, con
alientos humanos que salen de ella aunque nadie sea todavía visible, separada
del agua por muchos metros de tierra seca, en declive, un poco extraña para mí
por el cambio salvaje del paisaje en el centro del cual se eleva, blanca, enorme, la casa. En el frío, parece
todavía más blanca, más árida. Frente a la puerta hay algunas canoas que se
sacuden un poco por la marejada que
levantamos al aproximarnos y atracar. Al empujar la puerta entreabierta escucho, apagado, el tableteo lento de
una máquina de escribir. Ahora que he
atravesado el primer cuarto veo, en el segundo, a la luz de una lámpara a querosén, rígido sobre la silla,
contemplando la hoja puesta en la máquina,
las manos elevadas a punto de golpear las teclas, la figura de Washington, cuya cabeza blanca, brusca, se mueve
hacia mí, sin sobresalto. Se queda
mirándome un momento, fijo, sin parpadear, mientras avanzo hacia el interior de
la esfera de claridad que difunde el farol. Creí que era el Gato, dice Washington, tendiéndome una mano huesuda,
reseca, que retira en seguida. Le
pregunto como está. Ya lo ve, dice. Del patio llegan un grito de niño, una risa, voces. Es la familia de don Layo,
dice Washington. El Gato los ha
alojado, lo mismo que a él: no han querido parar en la casa y tienen unas carpas
del ejército. Han perdido todo, esta vez, dice, porque la isla está bajo agua.
Se queda en silencio. La decepción al comprobar que era yo y no el Gato ha de
mezclarse en él al sentimiento de ser un intruso, simplemente porque, a sus
ojos, mi amor, mi veneración, que pudo haber sido en otros tiempos más grande
que la del Gato ,
tiene el defecto de no ser la
del Gato. Baja los ojos, jugando con el mate ya frío que está
sobre la mesa. El Gato ,
me dice, circunspecto, ha ido a la ciudad, para verme: estará de vuelta a las
seis. Pero a las seis sale también, por última vez en el día, el tractor hacia La Guardia, donde combina con el último
vapor. Le digo que siga trabajando,
que yo esperaré. Lo contemplo de un modo fugaz, dos o tres veces, mientras escribe a máquina. Ahora está sentado en
esa silla. Ya no está, como la última
vez que lo he visto, en noviembre, en el patio de su casa, con un mate en la mano, parado cerca del Gato y de
Tomatis, hablando de los fundamentos Tendai, bajo el sol fuerte, contra un fondo,
fresco y florecido, de paraísos y laureles. Ahora está sentado frente a mí.
Suenan las teclas de la máquina,
golpeando contra la hoja blanca, en un clima de circunspección. Es, frente a mí, con su cabeza blanca, su cara
reseca, color tierra, a pesar de su
camisa de lana a grandes cuadros rojos y blancos bajo cuyo cuello entreabierto asoma la camiseta de frisa, a pesar de sus
movimientos joviales que todos le
conocen y que reduce en mi presencia, a pesar de lo invisible del tiempo que ha
vivido, o quizá sobre todo por eso, en el que ha sido niño, adolescente, adulto, a pesar de su vida múltiple,
sentado frente a la máquina, sin
anteojos, pulcro, extravagante, un anciano. Continúan llegando, de a ráfagas, desde el patio, rápidas, las voces, y
cuando la máquina se para y Washington queda con las manos suspendidas en el
aire, sobre el teclado, la mirada fija
en la hoja de papel, se hacen más altas, más nítidas. Ahora estoy parado
en la galería del fondo, viendo las carpas diseminadas en el patio, entre los árboles, y entre ellas, una fogata, cuyas
llamas más altas son más altas incluso
que las carpas, expande un resplandor rojizo en el aire todavía claro. Me ha
saludado, don Layo, entre el tumulto de sus sobrinos y de las mujeres que
preparan ollas, pavas, en las proximidades del fuego. Después ha desaparecido
en el interior de una de las carpas. Cinco o seis perros merodean en los fondos, detrás de las carpas
separadas de la galería por una gran extensión
de terreno abierto en la que no hay ni siquiera árboles, sembrada de baterías de auto medio enterradas en la tierra y
entre el pasto amarillento, las puntas de cuyas hojas han sido calcinadas por
el frío. Hombres, carpas, árboles,
confusos, apagándose con el día, están envueltos y como amortiguados por una
penumbra lila, ahora que he salido otra vez con un vaso de ginebra en la mano y me paseo por la galería
mientras oigo, atenuado, parándose por
momentos y recomenzando otra vez, intermitente, débil, dubitativo, el tableteo
de la máquina que llega, de a ráfagas, desde el interior de la casa. Nuestras dos
sombras se proyectan, silenciosas, contra la pared blanca, enormes. Acaba de decirme que el Gato, salvo que encuentre medios excepcionales, ya no vendrá. Para poder llegar,
dice, debería existir la posibilidad,
remotísima, de obtener permiso de la policía o del ejército para atravesar, a pie, de noche, el puente colgante, y
la posibilidad, después, de que
salga, excepcionalmente, alguna embarcación particular desde el Yacht Club para La Guardia, y además caminar desde La
Guardia hasta la entrada de Rincón, y
conseguir que alguien lo traiga en canoa desde la entrada del pueblo hasta la casa, en plena noche, lo que
obliga, se quiera o no, a descartar de antemano la idea de que pueda volver
esta noche. Toma un largo trago de
ginebra, uno más corto, deja el vaso sobre la mesa, introduce un cigarrillo,
parsimonioso, en la boquilla negra, muerde la boquilla sobándola un poco con los labios mientras busca los fósforos
sobre la mesa, enciende el cigarrillo,
echa una bocanada de humo, deja los fósforos otra vez sobre la mesa y retirando la boquilla negra de entre los
dientes, apoyándola sobre el borde de
la mesa y sacudiendo la mano frente a su cara para dispersar el humo, emite una
sonrisa breve y agrega que si bien todo indica que ya no vendrá puede muy bien suceder lo contrario, porque
con el Gato, yo lo sé por otra parte muy bien, nunca se sabe. Ahora estoy
sentado frente a la máquina de
escribir, las manos elevadas sobre el teclado, esperando que Washington me dicte. Si cuando suene su voz, y yo me
incline rápido, golpeando las teclas
con la yema de los dedos, alguien entrase, viéndonos, sin saber, desde el marco
de la puerta, alzando la mano para saludarnos, afables, creería, y seguiría
creyéndolo si no lo sacáramos del error que soy, inclinado sobre las teclas,
otro. Y yo mismo, en el momento en que comienzo a golpear, va cío de prevención, despecho, miedo, indiferencia,
dedicado sencillamente a escribir, me
suspendo, borrándome, sin ser yo, y teniendo, por un momento, si no la posibilidad de ser otro, la certeza,
por lo menos, de no ser nadie, nada,
como no sean las frases que vienen de la boca de Washington y pasan a través de
mí, de mis brazos, salen por la punta de mis dedos y se imprimen, parejas, en el papel acomodado en la máquina. El humo de
nuestros cigarrillos va llenando la
esfera de luz que expande el farol y de afuera no nos llegan ni ruidos, ni voces, ni el horizonte de
sonido animal, polifónico, que el agua
empuja, como quien dice, según Washington, hasta las franjas secas, donde lo almacena. No hay, ahora que
Washington, absorto en el texto de la
traducción que me dicta, no piensa ni en mí ni en el Gato, sino únicamente en las frases que va puliendo con la mirada
fija en su cuaderno mientras arruga la
frente y arquea, reflexionando, las cejas blancas, más que mi convicción, debilísima, mi certeza, pobre, para
sostener que no he estado todo el día aquí, sentado frente a la máquina de
escribir copiando la traducción de
Washington, y que en cambio he debido llegar hasta aquí hace unas horas, en lancha, en un tractor anaranjado, en
canoa. Únicamente yo conservo, débil,
confusa, dispersa, la llamita encendida, que ahora, de gol pe, en el momento en
que me pongo a releer, a pedido de Washington, una frase ya escrita,
cuando mi atención se desplaza, insignificante, se apaga. Salgo de eso pensando que estamos los dos afuera de
algo, que algo nos ha despedido dejándonos afuera y cerrando la puerta por
detrás, a costa de una oscuridad, aún
cuando estemos, y quizá los únicos, en el punto negro de la noche repleta de agua, expuestos en plena luz,
áridos y lentos, como para ser observados.
En esa exterioridad yo no estoy; está, aunque ausente, el Gato. Ahora Washington está dictándome: Una buena obrera
una buena obrera no hace con el huso
más que cinco una buena obrera no hace con el huso mas que cinco puntos por minuto
coma más que cinco puntos por minuto
coma por minuto coma mientras que ciertas
máquinas circulares mientras que ciertas máquinas circulares de tejer hacen treinta mil en el mismo tiempo treinta mil en el mismo tiempo punto mientras que ciertas máquinas circulares de tejer hacen treinta mil en el mismo tiempo punto Cada
minuto de la máquina Cada minuto de la máquina Cada minuto
de la máquina equivale entonces
Cada minuto de la máquina equivale entonces a cien horas a cien horas equivale entonces a cien horas de trabajo de
la obrera punto y coma cada minuto de la máquina equivale entonces a cien horas de trabajo de la obrera
punto y coma o bien cada minuto de
trabajo o bien cada minuto de trabajo o bien cada minuto de trabajo de la máquina le permite a la obrera le permite a la obrera diez días de reposo punto diez días de reposo punto le permite a la obrera diez días de reposo
punto Ahora voy caminando detrás de
Washington, que lleva el farol, con la botella de ginebra y los vasos, siguiéndolo en dirección a la cocina,
atravesando, detrás del farol que se
balancea y que produce un movimiento irregular y continuo de sombras y luces alrededor, dos de las grandes habitaciones
blancas, casi vacías. Ahora Washington
corta, en tajadas finas, una cebolla sobre el fogón mientras yo voy pelando, el cigarrillo colgándome entre los
labios, una tras otra, y metiéndolas
en una olla llena de agua, papas que ahora comienzo a secar y a cortar en tajadas para echarlas en el aceite que
crepita en la sartén negra, sobre el
fuego. Nacido del vientre de una mujer, alimentado por dos grandes tetas blancas y amparado en la falda dura y
contra el vientre amplio de su madre,
en los años de su infancia, obsesionado durante la adolescencia por el delirio de los cuerpos de las mujeres,
casado, divorciado, vuelto a casar y
a divorciar, padre de una hija, frecuentador de prostitutas a los sesenta años, rodeado de mujeres como un estambre de
pétalos, Washington no parece, ahora
que está inclinado sobre el fogón, mientras corta la cebolla, ni andrógino ni
hermafrodita sino asexuado, como si la compuerta del sexo se hubiese cerrado para él, en él, y ahora fuese, al
mismo tiempo, una pareja de ancianos conviviendo
al fin, tranquilos, reconciliados, en el mismo cuerpo. Y en la comida, ahora, separados por el pan y
la botella de vino, veo, firme, su
vejez. Mastica despacio, erguido, ascético, sin que ni sus manos ásperas,
arrugadas, ni sus labios llenos de estrías, se manchen, se vuelvan brillosos
por la grasa.
Condesciende a hablar, aunque no soy el Gato. Sos tiene el
vaso de vino en el aire, masticando, serio, y afirma: viajar, ya lo veré, es pasar de lo particular a lo universal, y a
medida que uno va viajando lo
particular va volviéndose universal y lo universal, particular; no hacen, dice, más que cambiar de lugar. Ahora está dejando
el farol sobre la mesa, cerca de la máquina de escribir. Yo lo contemplo;
puedo, si quiero, me di ce, dormir,
aunque más no sea unas horas, en la cama del Gato; don Layo, a la mañana, me llevará hasta el camino. Desde la
cama oigo la máquina, en el otro cuarto. Sobre la mesa de luz arde, tranquila,
una lámpara; ni titila. Echado boca arriba, mientras fumo, extiendo, sin mirar,
la mano hacia la mesa de luz y recojo
el vaso alto de ginebra. Me incorporo para tomar un trago. Ahora la máquina no
se escucha. No se oye nada. Sin oír nada, se sabe que se está dentro del punto negro del presente, un grano de arena, como quien dice, en la esfera lunar, el punto negro del
presente que es tan ancho como largo es el tiempo
entero, en la cama de otro. Y ahora, en el sol, en el
corredor de atrás, veo los chicos jugar contra las carpas y el humo, mientras
escucho a don Layo que chupa el mate, un pie apoyado sobre una de
las baterías de auto medio enterradas: le han dicho, sí, de las explosiones; en
cuanto a la isla, está toda bajo agua. Un perro negro salta dos o tres veces
a la cara del viejo y después se tiende a sus pies. Don Layo vuelve a llenar
el mate y me lo ofrece. Washington sale de la casa, con su propio mate y
otra pavita. Quedo entre dos viejos que hablan, tranquilos, de una catástrofe
que, en cierto modo, ni los roza, yo, que me alejo de ella casi temblando. Dos
viejos que hablan serenos, respetuosos, y que han tenido tiempo, pagándolo
con sus años, de llegar a este punto en el que, rodeados por el agua
que sube, y que incluso seguirá subiendo, están parados, firmes, pulidos, como
huesos, mateando en el sol frío de la mañana, más cálido, paradójicamente, que
el de las doce. No dan, sin embargo, como quien dice, ninguna lección. No dan
nada. Más exteriores que la casa, los árboles, el humo, y más fugaces, no
sacan, ni siquiera para ellos, ninguna conclusión. Ahora miro
a Washington chupar el mate, retirar la bombilla de la boca, tragar, y traga
para él, en él, mientras don Layo, mirándolo, esperando, me tiende otra
vez el mate lleno. Trago a mi vez, del otro mate. Vaya echarle un vistazo
a la paré de los federados, cuando llegue, me dice, en la puerta, mientras
estoy subiendo a la canoa.
Le respondo que iré. Dele saludos a su mamá,
me dice don Layo, cuando me deja en el camino. Y después, otra vez, en
sentido inverso, parado en la chata que tira, lento, el tractor anaranjado, recorro
el camino, viendo como se alejan, desvalidas, entre los perros, los niños,
el humo, oscuras, las carpas. Y después: La Guardia bajo el agua, el puente,
la ciudad. Atravieso ,
como quien dice, un lugar inmóvil del que creo, porque
viajo, que va quedando atrás. En la galería, Elisa, con un vestido
azul, está sentada ante una mesa en la que hay dos pocillos, vacíos. Se volvió
a Rincón, me dice. Me siento frente a uno de los pocillos; Elisa está sentada
frente al otro. Te anduvieron buscando ayer, con Tomatis, dice. Me mira.
Piensa que, sin embargo, no soy el Gato. Me pregunto qué es lo que tiene que ir
a hacer a Rincón, dice. Washington está con él, digo yo. En el silencio
que sigue, monótona, la voz del propietario comienza a llegar hablando,
desde detrás del mostrador, con la cajera. La cara correosa de Héctor,
detrás de la pipa, aparece por el corredor de la galería, y cuando se sienta
con nosotros, Héctor, después de darme dos golpes suaves en el hombro, pregunta
por el Gato: alguien, dice, le ha dicho que lo han visto ayer por aquí.
Se volvió esta mañana. Ha debido venir a despedirse de mí, digo. Elisa
dice que hay que pasar a buscar a los chicos a la salida de la escuela. Héctor le da
las llaves. No creo que yo pueda ir esta noche a la estación, dice Elisa,
parándose. Siento, por última vez, contra mi mejilla árida, la suya, lisa,
fugaz, fría, cuando me paro y la rozo, como despedida, mi mejilla izquierda
contra su mejilla derecha, después de haber rozado, rápido, durante una
fracción de segundo, mi mejilla derecha contra su mejilla izquierda. Héctor
está mirándome mientras sigo parado, viéndola atravesar la puerta vidriera,
entrar al corredor, desaparecer entre los locales iluminados, pensando, sin
precisión, vagamente, que no es el amor lo que despierta la nostalgia,
sino, más mecánicamente, la experiencia, la percepción, la familiaridad
con lo que incluso nos rechaza, rodeándonos, inerte. Ahora estamos los dos
parados en el sol, en la vereda, la pipa que sale de la cara correosa dejando
subir una columna de humo débil entre la gente que pasa y que debe, distraída, desviarse
para superar el punto de la vereda que interceptamos con nuestros cuerpos. Ahora, después de haber rechazado
la invitación para ir a almorzar que
me ha hecho, diciendo que debo ir a mi casa a preparar un montón de cosas, después de habernos despedido
hasta la noche en la estación, cruzo
la calle soleada, gano la otra vereda, camino entre el rumor del centro como sumergido en un río trasparente, opaco,
continuo, en dirección a mi casa. Ahora estoy en el dormitorio, parado entre
las dos camas, viendo la del Gato , deshecha, y la mía intacta. Sobre mi almohada
hay una nota: No te encontré por
ningún lado. No habrás ido a Rincón. Te estuvimos buscando con Tomatis. ¿Qué me contás de las
explosiones? Volvé pronto que en una
de esas no encontrás nada. Mándame tu dirección en seguida así te escribo. Abrazos. Gato. Otrosí digo: como no nos
alcanzaba para pagar la cuenta —comimos en El tropezón— firmé la boleta con tu
nombre. No te preocupes que Tomatis va
a pasar a pagar apenas cobre. Más abrazos. Ahora estoy mirando la municipalidad blanca por la ventana. Se hunde,
como quien dice, en el cielo azul. Es
un solo bloque blanco que relumbra al sol de las doce. Y yo estoy parado, mirándola. Yo estoy parado ahora al lado
del escritorio del Gato mirando el
bloque blanco de la municipalidad que relumbra en el sol de las doce y que se hunde, como quien dice, en el cielo
azul. He llegado esta mañana de Rincón, he estado con Elisa y con Héctor en el bar de la galería, he venido caminando hasta casa,
he estado en el dormitorio viendo la cama desarreglada del Gato y la mía
intacta, he leído la nota que me ha
dejado sobre la almohada, y ahora estoy parado al lado de su escritorio, mirando a través de la ventana el bloque
blanco de la municipalidad que
relumbra al sol de las doce y que se hunde, como quien dice, en el cielo azul. Masticando con dificultad, despacio,
escuchando mi relato impreciso sobre
la familia de Layo y la isla inundada, sin demasiada fuerza, mi madre, más
joven que su cabeza entrecana que le da el aire de una actriz madura maquillada para representar a una anciana en
la televisión, disimula, bajo una
pátina delgada de resignación, cierta indiferencia. Una suerte de cansancio le impide mostrar más efusión. De ese
embarazo nos saca, súbito, el teléfono. La sirvienta viene a decir que es para
mí. Estoy tragando un bocado cuando
alzo el tubo y escucho la voz de Tomatis. Esto, dice, se hunde. Se hunde. Sigue
creciendo. Esta noche van a volar más terraplenes. Dichosos los que se van. Le digo que he estado en Rincón
para ver al Gato y que el Gato, en
cambio ha venido a comer a la ciudad con otros atorrantes. Tomatis se ríe: él le ha sugerido, dice, que yo podía
haber ido a Rincón. Bueno, Pichón, dice Tomatis, por última vez: desistí de ese
viaje absurdo. Te prometo, a cambio,
para lavar tus pecados, agua, mucha agua. Tus limitaciones, le digo, son las mismas que las del
demonio: no tiene poder más que para
tentar. Único poder real, dice Tomatis: el resto es pura demagogia. El será también de la partida, para eso ha llamado,
dice, esta noche, a las doce menos
diez, en la estación de ómnibus, y entre el final de su frase y el sonido del
aparato al cortarse la comunicación, hay un silencio, una vacilación, algo impreciso, como si la voz, ya desvanecida,
estuviese, infructuosa, tratando, indecisa, de decir algo, y no, de ningún
modo, para rectificar, para ir más
lejos, para consolar, sino simplemente, y de un modo casi mecánico, para continuar un poco hablando, para llenar, con un
corte, la duración, que no es más que un momento al que la voz, fragmentaria,
se adhiere, así como mi madre, ahora,
en seguida, demora en terminar la comida, me ofrece dulce, una naranja, café, de modo de adherir algo
neto, preciso, formal, a la duración sin medida que no es, si se quiere, más
larga que un momento, y ancha, sin embargo, como el tiempo entero. Ahora
estamos sentados los dos frente a la luz azul acero del televisor, viendo el
informativo. Sigue subiendo, e
incluso seguirá subiendo, dice el informativo. Vemos soldados evacuar, por el norte, un barrio entero: catres, colchones,
calentadores, animales, niños, pasan,
precarios, a lanchas, a camiones, se recortan, en fila india, sobre
terraplenes, rodeados de agua, contra un fondo de árboles desnudos y ranchos semiderruidos y sumergidos hasta la mitad en
el agua. Vemos, por el lado de la
costa, una cinta más clara y casi imperceptiblemente más serena que las
dos grandes planicies que la aprietan, tomadas desde el cielo, las brechas, y al costado de la primera, como achatados
contra el pavimento y los escombros,
el coche negro y dos figuras humanas. Después que la imagen se esfuma me reconozco, retrospectivamente, parado
al lado de Héctor que contempla, inclinado, el agua de las brechas. Ahora
vuelven a verse las brechas, vacías,
siempre desde lo alto, y la imagen avanza, comiendo el camino, el agua, dejándola atrás, hasta que se ven los
mástiles del puente colgante cuya
plataforma, vista desde arriba, parece ya a ras del agua; en la boca del puente, saliendo, lento, en dirección al
bulevar, un coche negro —nosotros— y las primeras casas. Me levanto,
interceptando, por un momento, la imagen azul acero. Atravieso, despacio, la
antecámara, el dormitorio, y veo, desde
la ventana, en la pantalla de los seis televisores, otra vez, la imagen azul acero mostrando, achatadas, desde arriba, a un
costado de las brechas, dos figuras
humanas, Héctor y yo. Después me recuesto y fumo, en silencio, con el cenicero en el pecho mirando, sin
verlo, el cielorraso. No pienso, propiamente
hablando, durante quince minutos, mientras fumo, en nada. Soy, por así decir, el centro, la pared blanca,
donde ondulan, como banderas,
imágenes. Ahora estoy pasando otra vez frente a la pantalla azul acero que titila, interceptando, durante un momento, con
mi cuerpo, la visión de mi madre que
se remueve, ligeramente molesta, en su asiento. Ahora, parado, inmóvil, estoy otra vez mirando la
municipalidad blanca que se hunde, como quien dice, en el cielo azul. Un
hombre, chiquitito, visible únicamente del torso para arriba, camina al sol, en
la terraza, borrado hasta la mitad por
el parapeto blanco. Se apoya un momento en él y mira para abajo. Es más fácil, así, a la distancia, estar parado,
mirando hacia abajo, sin vértigos, recuerdos,
sin el viento frío que ha de golpear, allá arriba, y más ahora que la luz comienza a declinar, de a ráfagas, sus
mejillas. Está como a sus anchas, compacto,
contra el cielo. No pareciera subir nada, desde el fondo de sí mismo, a su cabeza, ni subir tampoco, hacia los
músculos, la piel, el rumor, inestable,
continuo, de las entrañas que trabajan, complejas, en la oscuridad. Avanza , perfecto, opaco, indestructible, media figura
oscura emergiendo del parapeto
blanco, en la terraza, y ahora que giro en dirección a mi escritorio desaparece, se vuelve un recuerdo nuevo que traigo
conmigo y que comienza a bajar, como
un alimento, hacia el nudo de combustión de la memoria que lo tritura, lo mezcla, lo pule, lo almacena en
un gran recinto móvil en el que todas
las cosas, cambiando sin embargo de tamaño y de lugar, permanecen. Voy, del
tercer cajón del escritorio, abierto, sacando papeles, rompiéndolos sin mirarlos y dejándolos caer en el
cesto de mimbre. Estoy en eso cosa de
media hora. Miro, de vez en cuando, las macetas en el patio estricto, cegado por paredes amarillas. Y ahora estoy
otra vez interceptando, fugazmente,
con mi cuerpo, la imagen azul acero, que titila, en la habitación que a medida que avanza la tarde va poniéndose
cada vez más fría y oscura. Los
brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza entrecana, demasiado lisa y bien
peinada y pareja como para aparecer natural, inmóvil y medio levantada en dirección a la imagen titilante, mi madre
me pregunta, distraída, sin escuchar
mi respuesta afirmativa, lacónica, si tengo ya todo listo. Ahora voy acomodándome el cuello del sobretodo
mientras bajo, despacio, las escaleras. Al abrir la puerta, el rumor de la
ciudad, homogéneo, se hace más variado y más fuerte de lo que ha estado
llegándome mientras bajaba, acomodándome
sin apuro, y sin éxito, el cuello del sobretodo. Me ciñe, innumerable, la ciudad. Es más que las
veredas derechas, grises, por las que camino, más que las vidrieras de los negocios, abarrotadas y diversas, que
voy flanqueando, que la gente que
viene caminando en dirección contraria por la misma vereda, por la vereda de enfrente, que pasa al lado mío
rozándome levemente, que cruza la calle, que se para frente a las vidrieras y a
los quioscos de cigarrillos, que me
mira pasar desde el interior de los bares, que pasa manejando automóviles, más
que las casas amarillas, blancas, grises, de una o dos plantas, y que los ómnibus y los coches que se amontonan en las
calles principales y esperan la señal de los vigilantes, con el motor en
marcha, más que los sonidos, los barrios, los olores, más incluso que los
recuerdos entrecruzados en un espacio
común que no es sin embargo el mismo que los cuerpos atraviesan, más que los baldíos, que el agua que sube, lenta,
rodeándola, más que el material opaco siempre presente a la mirada y refractario sin embargo a la memoria entre el que avanzo
moviendo los brazos y las piernas como
si nadara, con los ojos abiertos, en un agua pétrea. Ciudad sin memoria, los
que recuerdan, en tus calles derechas como destinos, erróneos, funestos, se equivocan, compongo, tratando,
infructuosamente, de memorizar
mientras llego, a paso lento, a la estación de ómnibus. En tus calles derechas,
corrijo, continúo, como rayos, erróneos, funestos, se equivocan. Cruzo los andenes, manchados de lubricante, pasando
entre grandes ómnibus amarillos y
rojos. Suenan, confusos, perentorios, altoparlantes. Hay montones de valijas entre los quioscos de revistas
y cigarrillos. Discuto durante unos
minutos, inclinado ante el hueco de la ventanilla y consigo, por fin, urgido de un modo discreto por una cola
impaciente, cambiar el pasaje. Y
ahora estoy otra vez, el humo del cigarrillo mezclándose al más débil, más transparente, del café, parado frente al
mostrador del bar de la galería, de
espaldas al patio lleno sobre el que la claridad fría del fin de la tarde cae monótona,
y a la cajera de guardapolvo verde las yemas de cuyos dedos prolijos rozaron la palma de mi mano en el momento de
darme el vuelto de cien pesos. Los que recuerdan, establezco, por fin, desganado,
flojo, sabiendo que olvidaré, en tus
calles derechas como destinos, erróneos, funestos, crédulos, se equivocan. Y
ahora estoy otra vez subiendo las escaleras de mi casa, desembarazándome del
sobretodo, interceptando otra vez con mi cuerpo, durante un momento, la imagen
azul acero que titila en la habitación cada vez más oscura, percibiendo otra vez, al pasar, la cabeza blanca de mi madre
que se sacude un momento, se hace a un lado, para recuperar sin pérdida
de tiempo la imagen que yo he tapado. Ahora
están la valija y el bolso de mano, azul,
sobre la cama. Veo ,
por la ventana, en la vereda de enfrente, repetida seis veces, en dos hileras
de tres, una encima de la otra, la cara de un hombre que habla y después de un cambio rápido, repetida también seis veces,
otra cara, la cabeza cubierta con una
gorra militar. Me paro un momento a escuchar cuando voy pasando del dormitorio
a la biblioteca: es un coronel que informa a la población: sigue subiendo, e
incluso seguirá subiendo. Estan
evacuando la Boca del Tigre, Barranquitas. Habrá nuevas explosiones. Y empiezan, después, mudas, las imágenes: camiones
del ejército que avanzan, oscuros,
por una avenida, que tuercen por calles laterales, en un convoy monótono, que se dividen, al llegar a una esquina,
en dos hileras que llevan dirección
contraria; una gran extensión de agua de la que emergen, medio tapados, endebles, ranchos; carpas del ejército
amontonadas en un enorme baldío,
entre las que unas mujeres reunidas en círculo, vestidas de negro, hablan con dos soldados; otra vez, en detalle,
sacudiéndose con un ritmo regular,
comiendo el borde, reforzado con bolsas de arena, de un terraplén, firme, apacible, el agua. Y de nuevo, desde el aire,
la cinta más clara del camino entre
las dos extensiones interminables y al costado de las brechas, un poco más acá
del coche negro abandonado en el medio del camino, con las puertas abiertas, dos figuras irreconocibles,
achatadas, y en seguida, también desde arriba, los mástiles del puente colgante
y su plataforma en cuyo extremo, en
la entrada a la ciudad, el coche negro de Héctor va saliendo despacio y entrando, con maniobras, en el bulevar.
Otras imágenes, espontáneas, me acompañan cuando entro, quizá por última vez,
al escritorio y me siento, mirando el
patio cegado por las paredes amarillas y las macetas en las que los helechos empiezan ya a fundirse o a
borrarse en la penumbra: la casa
blanca, árida, al sol de enero, y el río, desde el que el Gato sale chorreando
agua, pasando, estrecho, dorado, en dirección al sur; Washington hablando, mientras el humo de su cigarrillo sube
en el sol, de los fundamentos Tendai
—primera proposición: el mundo es irreal; segunda proposición: el mundo es un fenómeno transitorio; tercera
proposición, y, atención, la fundamental:
ni el mundo es irreal ni es un fenómeno transitorio— cerca del Gato y de Tomatis, contra un fondo, fresco y
florecido, de paraísos y laureles; y
por último, móvil, armoniosa: el Gato, bajando, recién bañado, las escaleras, en mangas de camisa, una gota de agua
cayendo desde el pelo aplastado por la
frente quemada por el sol, el olor, crudo y salvaje, del río, impregnado todavía a su cuerpo, más fuerte que el
del jabón y el del verano, llegando
después, tan idéntico a mí que saluda dos o tres veces con la mano, de una vereda
a la otra, a algunos tipos que lo han confundido conmigo, a una esquina del centro donde se para,
fumando. No es, compongo, me doy cuenta, ni el amor, ni la nostalgia, ni
ninguna raíz elemental lo que convoca,
brillantes, estas imágenes, sino el misterio del tiempo, del espacio, sus operaciones inertes, densas, sólidas, más
puras y más nítidas, más reales que
nuestra adhesión, débil, compongo, como la sombra, acribillada de luz, de un
árbol sobre el río; y así de espesa. Más aguerridas, más fuertes, las calles, las casas, amarillas y grises, parejas, sobre
el cimiento del planeta, en las
mañanas, en las tardes, no habrán de tener, como quien dice, más rastros que el del tiempo del que están hechas, hacia el
exterior, para nadie, constantes,
ciegas, refractarias, mojadas de vez en cuando por el péndulo de la lluvia,
calcinadas regularmente por el vaivén del verano, ahora que me levanto en el oscurecer y voy, silencioso, a la
cocina, para ver humear, frente a mi
madre, del otro lado de la mesa, mi plato de sopa. No hablamos casi, separados por el mantel a cuadros blancos y verdes,
el pan partido en dos, la sopera que
brilla a la luz de la lámpara y humea, la botella de vino a medio llenar y los
vasos llenos, los platos blancos de loza gruesa, la carne, la pimienta, el aceite, las naranjas, la sal. Es cuando le digo que
he cambiado el pasaje, que viajaré a
las diez en vez de hacerlo a medianoche, que sacude, sin efusión, la cabeza
entrecana, demasiado cuidada como para parecer natural, hipa dos o tres veces, y se echa a llorar. Es un
llanto de segundos, que enrojece su
cara y pasa en seguida. Y ahora estoy poniéndome el sobretodo, acomodándome el cuello, recogiendo el bolso y la
valija después de haberme despedido,
bajando despacio las escaleras y llegando a la calle justo para ver tres camiones del ejército, en hilera, venir desde
la oscuridad, pasar bajo la luz de la
esquina, idénticos, lentos, y continuar envueltos en la oscuridad de la próxima cuadra. No pienso en nada, no compongo
nada. Y no son, por otra parte, las
calles, las esquinas, los letreros, lo que, mientras camino hacia la estación,
va quedando atrás, retrocediendo, sino yo, más bien, lo que se borra, gradual, de esas esquinas, de esas
calles. El ómnibus verde espera, semivacío, iluminado por dentro, en el andén.
En el quiosco de revistas compro La
región: sigue subiendo e incluso seguirá subiendo. Hay, entre otras, una fotografía borrosa, tomada desde el aire, de
las brechas: las grandes extensiones blancas, la cinta un poco más oscura sobre
la que se ve un coche negro, con las puertas abiertas, como abandonado, y al
costado de las brechas, franjas desiguales de una negrura árida, dos figuras
achatadas, vestidas de negro. Es exactamente cuando pongo el pie en el estribo,
el pie derecho en el estribo, alzando
con la mano izquierda el bolso azul en el que he guardado el diario, que suena, súbita, lejana, la explosión. Vibran
los vidrios, los metales, fugaces,
del colectivo. Atravieso, como quien dice, entre un murmullo de comentarios discretos, el pasillo, buscando mi asiento.
Hay todavía como un eco, vago, de la
explosión en mi cabeza. No es ningún recuerdo,
es demasiado fresco todavía como para ser algo más que un residuo, ya delgadísimo, de percepción. Y ahora, el
colectivo iluminado por dentro arranca,
despacio, va, como quien dice, porque soy yo el que está arriba, dejando atrás la estación, las calles del centro,
como un nudo de luces rojas, verdes,
azules, amarillas, violetas, las esquinas, las casas parejas, monótonas, de una
o dos plantas, los parques entreverados en la oscuridad, las avenidas humildes,
los barrios diseminados entre los árboles, la ciudad que va cerrándose como un esfínter, como un círculo,
despidiéndome, dejándome afuera, más exterior de ella que del vientre de mi
madre, y ella misma más exterior, con
todos sus hombres y los recuerdos y la pasión de todos sus hombres que se
mezclan, sin embargo, en una zona que coexiste, más alta, con el nivel de las
piedras. Nos paramos, antes de llegar al control, detrás de una hilera de camiones
militares. Del otro lado de la avenida está el estadio de fútbol, y más
acá, en el enorme baldío que separa el estadio de la avenida, las carpas tendidas
en desorden, más oscuras que la noche helada que las envuelve y más
bajas que la punta de las fogatas que arden, dispersas, en los claros y que
forman unos círculos áridos, móviles, de luz amarilla en la oscuridad. La luz en
el interior del colectivo se apaga: alguien, algo, contempla o mejor
dicho mira, o, mejor todavía, ve, a través del vidrio frío, el basural,
el amplio invierno, las carpas mudas, las fogatas, y unas
sombras anónimas que se mueven en la proximidad del fuego, pilas de
objetos sin nombre almacenados en desorden, cuerpos, más densos, como las
carpas, que la noche, pero más altos, a veces, que las
llamas, cruzar la intemperie negra que ha de estar impregnada del olor del
agua, y en la que han de sacudirse por momentos, con
un ruido de llamas, los paños rotos de las carpas y el rumor de los
camiones, y el cristal de la escarcha y el grito de las bestias acumuladas en
las franjas angostas de tierra todavía firme. Arrancamos. Suena la segunda
explosión. Entro en la Boca del Tigre.
1971
En el
extranjero
La nada no ocupa mi pensamiento sino mi vida, me
decía, hace unos días, en una carta, Pichón Garay. Durante las
horas del día no le dedico el más mínimo pensamiento; y mis
noches se llenan de sueños carnales. Ha de ser porque
la nada es una certidumbre, y hay una raza de hombres a la que debo,
presumiblemente, pertenecer, que no baila más que con la música de lo
incierto.
Así me escribe a veces, desde el extranjero, Pichón
Garay. O también: el extranjero no deja rastro, sino recuerdos. Los recuerdos nos son a
menudo exteriores: una película en colores
de la que somos la
pantalla. Cuando la proyección se detiene, recomienza la oscuridad. Los
rastros, en cambio, que vienen desde más lejos, son el signo que nos acompaña,
que nos deforma y que moldea nuestra
cara, como el puñetazo la nariz del boxeador. Se viaja siempre al extranjero. Los niños no viajan sino que
ensanchan su país natal.
Otra de sus
cartas traía la siguiente reflexión: el ajo y el verano, son dos rastros que me
vienen siempre desde muy lejos. El extranjero es una maquinaria
inútil, y compleja, que aleja de mí ajo y verano. Cuando reencuentro el
ajo y el verano, el extranjero pone en evidencia su irrealidad. Estoy tratando
de decirte que el extranjero —es decir, la vida para mí desde hace siete
años— es un rodeo estúpido, y tal vez en espiral, que me hace pasar, una y
otra vez, por la latitud del punto capital, pero un poco más lejos cada vez. Releyéndome,
compruebo que, como de costumbre, lo esencial no se ha dejado
decir.
O incluso: dichosos los que se quedan, Tomatis,
dichosos los que se quedan. De tanto viajar las huellas se entrecruzan,
los rastros se sumergen o se aniquilan y si se vuelve alguna
vez, no va que viene con uno, inasible, el extranjero, y
se instala en la casa natal.
putos
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